Todos lo saben

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Las fisuras en los lazos familiares están siempre en el centro de la escena en las películas del iraní Asghar Farhadi. Grietas que aparecen en lugares inesperados, revelaciones de traumas irresueltos del pasado, cuentas pendientes que no terminan de saldarse... Así ocurría en La separación (2012) y El viajante (2017), ambas ganadoras del Oscar a la mejor producción en lengua no inglesa. Y también ocurre en este caso, con una historia que se desarrolla en una preciosa zona de viñedos de España y arranca con un espíritu festivo que, de pronto y sin nada que permita sospecharlo, cambia radicalmente.

En ese primer tramo de cerca de media hora -que en parte puede remitir a la famosa escena de la boda que Francis Ford Coppola inmortalizó en El padrino (1973)- Farhadi consigue contagiar el clima embriagador de un concurrido casamiento que vuelve a reunir a Laura, recién llegada de la Argentina (el personaje con el que brilla Penélope Cruz), con una familia tan numerosa como cargada de los conflictos prototípicos de un melodrama barroco que de a poco irán emergiendo, uno tras otro, con la fuerza de un torbellino. Otra muy buena escena, filmada en este caso en el campanario de una iglesia (desde siempre una buena locación para el cine), sirve para que descubramos una vieja historia de amor que tiene un papel muy importante en una trama que opera su mutación hacia el thriller a partir del secuestro de la hija adolescente de Laura. Pero no es esa la línea que más le interesa a Farhadi, está claro.

En realidad, el secuestro es la excusa para desatar una ola de picantes enfrentamientos entre varios personajes que, por diferentes razones, en algún momento terminan "mostrando la hilacha". Para sostener esa persistente guerra de nervios son fundamentales las actuaciones: así como Cruz logra reflejar de manera categórica el dolor de una madre desesperada, Javier Bardem es capaz de componer un personaje lleno de matices, carismático o lúgubre según lo exija el contexto, y Ricardo Darín puede resolver con eficacia la parte que le toca, un hombre angustiado que se reencuentra con los ecos de un viejo episodio que creía superado.

Todo lo que circula por fuera de ese drama íntimo -el asunto policial, básicamente- queda un poco desdibujado, revelándose como recurso introducido con fórceps en un guion apuntado con claridad hacia otro lugar.