Todo un parto

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El cine y sus límites

El cine que solemos ver se mueve entre fronteras conocidas: hay todo un sistema perfeccionado a lo largo de décadas (aquél famoso Modo Institucional de Representación, M.I.R.), fácilmente reconocible aunque en constante cambio, que establece reglas y formas implícitas que lo vuelven manejable, previsible y efectivo, tanto para el productor como para el espectador, garantizando la satisfacción de ambos. La crítica participa de dicho sistema, y en sus peores versiones se limita a clasificar y explicar los filmes, ordenando las expectativas e incluso las experiencias del espectador, naturalizando un modo de interpretación de las imágenes que clausura toda libertad, pues dicho sistema puede regular hasta las formas de disidencia, hasta las pequeñas rebeldías permitidas a los iconoclastas. Acaso el mejor ejemplo sea la celebrada Nueva Comedia Americana, cuyo mayor logro parece ser el de transgredir las buenas costumbres norteamericanas: el culto al exceso de JuddApatow puede constituir una forma de rebelión, un modo de trascender los límites y doblegarlos, pero también corre el riesgo de convertirse en otra forma de naturalizar lo extraño.

La última película del nuevo nombre de este movimiento impreciso y hasta antojadizo camina por éste límite. Todo un parto, de Todd Philips (celebrado director de ¿Qué pasó ayer?) puede justificarse apenas por un par de momentos en los que consigue precisamente transgredir los límites, sorprender a los espectadores y desafiar al buen gusto. Remake nunca reconocida de aquel clásico de los ´80 que fue Mejor solo que mal acompañado, de John Hughes, Todo un parto es también, como aquélla, una típica “buddy-movie”, aquellas películas de parejas desparejas que suelen atravesar una sucesión de catástrofes humanas que, a fin de cuentas, terminarán generando una férrea amistad. También como aquella, el nudo del conflicto se generará cuando un exitoso empresario deba compartir un extenso viaje en auto con su exacto opuesto, un bohemio desastroso que le hará la vida imposible. El primero es Peter Highman (Robert Downey Jr.), arquitecto cuya mujer se encuentra a las puertas de parir su primer hijo, por lo que el hombre tiene cierta prisa por regresar a su hogar en Los Angeles, aunque para ello deba viajar más de tres mil kilómetros con el aspirante a actor EthanTremblay (el hallazgo de ¿Qué pasó ayer?, ZachGalifianakis, que confirma sus condiciones), un cero a la izquierda que sólo se preocupa por conseguir hierba. La serie de incidentes irá por supuesto en ascenso, y acaso Philips consiga darle su sello en los pocos momentos donde la incorrección llega al extremo, como cierta masturbación que no por quedar fuera de campo será menos explícita, o cuando ambos protagonistas se enfrenten a un lisiado veterano de Irak. Adaptada a estos tiempos, la película refleja también la paranoia institucional que reina en el norte, con las instituciones del orden en desquicio perpetuo, aunque estos logros apenas alcancen para salvarla de la mediocridad; pero para nada más.

¿Qué decir, en cambio, de una película como Los límites del control? ¿Cómo hacer para explicarla, domesticarla, encontrarle significado y volverla inteligible para el lector? Especie de ovni cinematográfico, la última película del gran JimJarmusch (que esta semana llegará a los DVD clubes) será una misión imposible para los amantes del M.I.R., ya que ahora sí estamos ante un filme que arrasa con todas las previsiones, que desafía todos los cánones y se arriesga a abrazar la incertidumbre. Thriller filosófico y existencial, Los límites del control tiene, empero, una clara lectura política y hasta se diría que cinematográfica, pues su resolución parece apuntar directamente al séptimo arte (¿o acaso el cine no es el gran mecanismo de control de nuestro tiempo?). Su protagonista es un supuesto asesino a sueldo que viajará por diferentes poblados de España mientras se cruza con numerosos personajes que le transmitirán instrucciones para llegar a una misión final. En cada encuentro, sus interlocutores irán discurriendo sobre diversos temas filosóficos (que abarcan desde las moléculas al arte, la bohemia o el cine), dejando numerosas reflexiones sobre dichos tópicos (“el mejor cine es aquel que no podemos distinguir del sueño”) aunque con una perspectiva común, un escepticismo filosófico anunciado desde el primer encuentro: “Quien se tenga por grande, que vaya al cementerio: allí descubrirá lo que el mundo realmente es, un pedazo de tierra”. Dicha perspectiva es la que guía también al propio filme, que hace del desconcierto su ethos narrativo, aunque tendrá su justificación final cuando el asesino (sin nombre, identificado como el “hombre solitario”) se enfrente a su blanco final, acaso el “enemigo ideológico” de Jarmusch (interpretado por Bill Murray), como afirmó el crítico Roger Koza. El trabajo formal es excepcional, y el minimalismo de su puesta en escena se ve contrapesado con el modo en que el director filma y atrapa las geografías del mundo, sean naturales o artificiales. Múltiple de sentidos, un lema cerrará sin embargo al filme, dotándolo de una lectura precisa: “Sin límites, no hay control”.

Por Martín Ipa