Todo lo que veo es mío

Crítica de Fernando López - La Nación

Todo lo que veo es mío: Duchamp, esa extraña visita

Habrá quien quiera interpretar Todo lo que veo es mío" como una suerte de biopic, interpretación más que arriesgada si se tiene en cuenta que el objeto de la temeraria aventura es nada menos que Marcel Duchamp, figura revolucionaria y trascendente del arte de este siglo que echó por tierra todas las barreras entre las obras de arte y los objetos de la vida cotidiana. El film explora uno de los costados menos conocidos de la vida del artista: su intempestiva visita a Buenos Aires, destino remoto y del que poco sabía y al que llegó desde Nueva York junto a su amiga Yvonne Chastel. Si el fantasma de la contienda lo había empujado tres años antes lejos de París, ahora elegía una ciudad todavís más remota.

"Los Estados Unidos habían entrado en guerra en 1917", le contaba a Pierre Cabanne cincuenta años más tarde, "y yo, que me había ido de Francia por falta de militarismo o, si se quiere, de patriotismo, me enfrentaba a un patriotismo peor, el patriotismo norteamericano". Lo que buscaba Duchamp, como le explicaba a su amigo Crotti, era "cortar enteramente con esa parte del mundo". Y era esta vez una aventura pensada hasta en sus menores detalles: tendría una duración establecida de exactamente "27 días + 2 años". Días de paseos por una Buenos Aires bien lejos del centro de las vanguardias artísticas en la que Duchamp jugó mucho al ajedrez. Que según él "tiene toda la belleza del arte y mucho más, ya que "no puede ser comercializado: es más puro que el arte".