Todo en todas partes al mismo tiempo

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

La película dirigida por el dúo Daniels, integrado Dan Kwan y Daniel Scheinert, es un verdadero viaje a otra dimensión, un juego demencial que relaja al límite sus coordenadas –un poco en la estela de las creaciones de J.J. Abrams con Fringe a la cabeza-, una aventura fantástica que combina las artes marciales, el humor escatológico y la ciencia ficción en la anodina vida de una inmigrante china, dueña de un pequeño lavadero en Estados Unidos. Pero Todo en todas partes y al mismo tiempo es, en esencia, un melodrama de madre e hija vestido de visceral extravagancia, que recupera no solo el cine hongkonés que hizo famosa a Michelle Yeoh, la Ratatouille de Pixar y el humor de los Farrelly, sino las madres de Bette Davis y Joan Crawford, guerreras y abnegadas, destiladas en una era de vértigo y sátira desenfrenada que, pese a ello, nunca pierden su inmenso corazón.

La vida de Evelyn Wang (Michelle Yeoh) no podría ser más caótica, o eso es lo que ella cree. El reloj indica que es el último día para presentar su declaración de impuestos y evitar que le rematen la lavandería donde vive y trabaja día a día, entre jabón en polvo y quejas de la clientela. A ese día decisivo se suman la visita de su padre desde China, a quien no ve desde hace tiempo y cree haber decepcionado en el pasado; la silenciada demanda de divorcio de su marido, siempre distraído y sin demasiadas ambiciones; y la persistente distancia con Joy (Stephanie Hsu), esa hija en la que cree ver el espejo de su fracaso. En ese torbellino de contratiempos y camino al escritorio de la implacable recaudadora impositiva (una magistral Jamie Lee Curtis), Evelyn descubre que no todo es como cree que es, y que encima puede ser peor. El juego de múltiples universos y saltos temporales asume con irreverente sinsentido la reflexión que Evelyn experimenta sobre su propio mundo, ese en el que parece ser la peor versión de su yo.

Más allá de las vidas posibles para Yeoh, que van desde una cocinera competitiva, a una estrella experta en kung-fu, o a una joven con manos de salchichas, lo que subyace en la película es la exploración de la relación con su hija, heredera y villana, también desplegada en sus talentos y frustraciones, dueñas ambas de un pasado que no resulta fácil exorcizar. Los Daniels se engolosinan más de una vez con su propio artefacto pero siempre hasta ese límite en el que su universo se hace humano, se hace vivo para sus personajes debajo de ese caos de formas y colores. No solo se percibe su admiración por el espectáculo que encarna Yeoh como ícono consagrado, sino también por las parodias de Jackie Chan, los melodramas lacrimógenos, la animación de Pixar y esa capacidad del cine de convertirse en el arte de todo lo posible.

El mayor riesgo que asume la película es el de su propia digresión, efecto siempre latente en el esqueleto de los multiversos que tienden a convertir lo principal en accesorio y viceversa. Sin embargo, la lógica de los Daniels emerge del mismo mundo que proponen las nuevas narrativas audiovisuales, cuyo entramado se asemeja a las redes de información digital y no a los grandes relatos literarios; ese que comprenden sin negarlo pero sin tampoco darle un obligado guiño de condescendencia. Una y otra vez Evelyn intenta volver al centro -como a aquel camino amarillo de Dorothy en El mago de Oz-, no tanto al universo original que seguramente ya no existe, sino a aquel en el que puede encontrar el hilo de la historia con su hija sin perderse en el espiral negro de la incomprensión. Y si la acumulación de citas o referencias cinematográficas puede parecer un capricho de coleccionista, la vocación de los Daniels se afirma en cada bifurcación del itinerario de Evelyn como en la misma encrucijada que conduce a todo camino de creación.

Que Evelyn, sin talentos aparentes y sumida en el peso de la vida cotidiana, en los prejuicios propios y absorbidos de generaciones pasadas, sea capaz de bucear en esos alter egos desplegados por el infinito, espejos de sus posibilidades desaprovechas pero también de sus elecciones asumidas, ubica la aventura en un terreno introspectivo, casi metafísico. Es la asunción del caos como parte esencial de los sentimientos, del conflicto como impulso de la vida. Es lo que define a Evelyn y también a la película, que aún en sus digresiones asume febrilmente los miedos y las risas, el encuentro con quien quisimos ser y no pudimos.