Titanes del Pacífico

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

El arte de romper todo a pisotones

Con cualquier otro director, esta aventura futurista no hubiera pasado de ser un mero remedo de Transformers, con criaturas aún más grandes. Pero para el director de Hellboy el gigantismo es la excusa para ocuparse de lo que siempre amó: los monstruos.

En manos de un director-amanuense, de esos que llenan la plantilla de Hollywood, Titanes del Pacífico hubiera sido otro de los superespectáculos vacuos que esa fábrica produce todas las semanas. Pero suceden tres cosas: 1) Titanes del Pacífico es una de monstruos; 2) la Warner se la encargó al mexicano Guillermo del Toro y 3) para Del Toro no hay nada más importante que una de monstruos. 1 + 2 + 3 = una película hecha por una persona, con cariño, conocimiento y dedicación, y no por una de esas máquinas de faenar imágenes a las que se les da el nombre de “director”.

Titanes del Pacífico es, más específicamente, una de monstruos japoneses. Monstruos que como se sabe, son grandes y pisan fuerte. Estos, más todavía: los de Titanes del Pacífico son de un tamaño tal, que a su lado Godzilla volvería a ser una lagartija. Los de Titanes del Pacífico son seres de otro planeta, que en lugar de entrar a éste por el cielo, como la mayoría de sus pares, prefirieron hacerlo a través de una falla que resulta haber en el fondo del Pacífico. Se llaman kaijus (bonito detalle, que tengan nombre japonés) y, decididamente, no vinieron en son de paz. La gente forma parte de la dieta de esta especie de maxirrinocerontes con bocazas de Alien. Pero además no hay demasiado lugar en las calles de ninguna ciudad del planeta para darles cabida. Por lo cual en su avance producen el efecto de un ejército de topadoras sobre un campamento: rompen todo. Rascacielos, puentes, diques, represas. Todo.

“Para enfrentar a estos monstruos tuvimos que crear una raza de monstruos”, se informa. Los monstruos que la humanidad creó o creará (la acción transcurre en el 2020) son unos robots del mismo tamaño que los kaijus, accionados desde adentro por una pareja de soldados especialmente entrenados, cuyos cerebros se interconectan para poder funcionar como unidad. Los robots se llaman jaegers, que en alemán quiere decir “cazadores”. ¿Robots agarrándose a trompadas contra monstruos con piel de cemento, rompiendo todo en el camino? ¿Alguien dijo Transformers? Sí, básicamente es lo mismo, aunque para darle un plus los creadores de Titanes del Pacífico se ocuparon de que kaijus y jaegers midan el doble o el triple de cualquier transformer. Lo cual obliga al tour de force de hacer entrar en una pantalla de cine lo que no está hecho para entrar en una pantalla de cine. Del Toro y sus diseñadores de producción se las arreglan para hacerlo posible, y que encima se entienda lo que pasa.

¿Pero es divertido ver a bestias de capa darse durante dos horas diez contra bestias de cemento? No necesariamente. Más allá de algún detalle realmente festejable, como cuando uno agarra unos contenedores fabriles para dárselos al otro por la cabeza, y el otro se la devuelve con un acorazado de la marina, a modo de barra de hierro. ¿Qué es entonces lo que tiene de muy bueno Titanes del Pacífico? No es una pregunta fácil de responder. La acción es elemental, pero intensa: si no se frena a tiempo el avance de los kaijus, es el acabose. Personajes y subtramas son de manual: el rubiecito fachero que perdió al hermano, la japonesita que le hace de interés amoroso, el rival narciso y antipático, el comandante severísimo que esconde un punto débil, y así. Eso es lo que aporta el guionista, Travis Beacham.

Lo interesante, lo divertido y colorido, lo de carne y hueso, lo clase B es lo que pone Del Toro, que metió mano en el guión. El dúo de científicos-freaks, la peligrosa idea de hacer conexión sináptica con el cerebro de un kaiju, la gran idea del mercado negro hongkonés de órganos de kaijus y, sobre todo, que el líder del mercado negro sea alguien mucho más inmenso que cualquier kaiju o jaeger: el gran e infalible Ron Perlman, actor deltoriano por excelencia, acompañado aquí encima por Santiago Segura (que hace apenas un cameo, en verdad). A propósito: no irse en medio de los títulos finales, que regalan a Perlman el mejor gag de una película a la que, eso sí, no le sobra humor. Pero sí un coherentísimo diseño de producción impuesto por Del Toro, que para dar cabida a seres de lata crea un mundo de grandes depósitos fabriles, metal roído, óxido y herrumbre. Un futuro posindustrial, en el que la gente se reduce a su mínima expresión, frente a semejantes desafíos a la escala humana.