Tierra de los padres

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La voz de los padres

¿Qué es el cine político? Nicolás Prividera establece su lucha precisamente allí, en el terreno donde otros se sienten forzados a entregar las armas. M era una película política en la que se jugaba nada menos que la identidad. La del cuerpo de una mujer sustraído por la Dictadura (quién era realmente, qué decían de ella sus compañeros de ruta, qué decisiones tomó, cómo llegó hasta un punto crucial en su vida), pero también la del cineasta, el hijo de la mujer desaparecida obligado a maniobrar como un detective en una dimensión íntima, casi intocable; ese hueso duro de roer sobre el que la política se precipita para revelarnos, no sin equívocos, su carácter esencialmente omnímodo. Prividera conseguía una película política no porque su asunto fuera el asesinato estatal y el recuento sumario de las víctimas, sino porque exponía también los modos en los que se leen la lucha armada y las distintas formas de resistencia, partes de una andamiaje condenado a las definiciones fáciles y al dictamen tranquilizador: M resulta ser una película que pelea consigo misma, que por momentos canta de rabia y se dobla con desolación bajo su propia falta de certezas, quizá secretamente animada, en el fondo, por el consuelo proporcionado por la orgullosa ambición de gritar en ese vacío diagramado por la corrección y el buen decir, de hacer un desplante capaz de sacudir la comodidad de las verdades aprendidas como un catecismo.

Tierra de los padres parece resumir doscientos años de la Argentina como un territorio de guerra, un teatro de operaciones discursivas enfrentadas en la letra y en el campo de batalla. En una veloz sucesión de imágenes que oficia de prólogo se ven, como fogonazos, insurrecciones populares, represión, amagues de revolución y contrainsurgencia en los que se advierte un diseño que atraviesa la historia argentina con un hilo color rojo sangre. Con inteligencia y sentido de la oportunidad, la película ingresa luego en el cementerio de la Recoleta para tomarlo como escenario fértil de una cadena infinita de disputas históricas, mediante una serie de lecturas delante de cámara de textos pertenecientes a las variadas formas que adoptaron a lo largo del tiempo las facciones en pugna. Prividera descree de las categorías a priori y decide inventar sus propias máquinas, hacer convivir voces disímiles pero cercanas, obviar los dispositivos canónicos para establecer afinidades sorpresivas, encuentros luminosos y pujas que cruzan la historia transversalmente y establecen escándalos nuevos o poco sospechados. Sarmiento, Alberdi, Mitre, Rosas. Pero también Eva Perón, Paco Urondo, Moreno, el infaltable Walsh, Hilario Ascasubi con su espeluznante La refalosa; el almirante Massera: las voces convocan la angustia de una guerra sin cuartel; el odio de clase y el impulso de la construcción nacional tienen un combustible capaz de incendiarlo todo, parecido en el fervor y el entusiasmo. Los fragmentos de Alberdi, en tanto, constituyen un remanso resplandeciente en medio del etnocentrismo, de la pasión del extermino y el desprecio racial: ¿Prividera es un hombre de izquierda que se volvió un poco liberal? No necesariamente. Es solo que, en forma quizá inesperada, el autor de Las bases parece tener en la película un lugar de privilegio que no se agota en los límites impuestos por la dicotomía de nacionalistas y liberales, contendientes a menudo igualados en su nivel de prejuicios y sinrazón.

Quienes tienen a su cargo la lectura de los textos pueden ser personas desconocidas o figuras relevantes del cine o del pensamiento que van desde José Campusano o Gustavo Fontán, pasando por la actriz Susana Pampín, Martín Kohan, hasta el propio director (con un poema estremecedor de Joaquín Giannuzi). Prividera obtiene siempre imágenes hermosas: soberbias tomas contrapicadas de las lápidas se alternan con el aprovechamiento magnífico del plano, que permite establecer un contrapunto entre los trabajadores y encargados del mantenimiento del cementerio y la presencia prestigiosa de “los padres de la patria”. Los planos son de una extraña felicidad cinematográfica que choca con el contenido casi siempre flamígero del texto, como si el cine reclamara para sí un lugar distintivo en medio de los bandos en lucha, nunca el de la neutralidad sino el del testimoniante apasionado, que renuncia a la toma de partido inmediata para constituirse en testigo de un drama de características oceánicas del modo más preciso y original posible. En un momento, un grupo de viejos canta la Marcha peronista frente a la tumba de Evita: el director los filma con el pudor correspondiente a un suceso amoroso y obtiene una de las escenas más emocionantes de la película al registrar la vigencia de un fragmento en apariencia remoto que se activa de golpe en el presente.

El hecho de que Prividera se dedique a filmar en un cementerio puede hacer acordar apresuradamente a Profit Motive and the Whispering Wind, la película de John Gianvito que proponía un recorrido por los lugares donde yacían enterrados personajes que el director entendía como relacionados con las ideas libertarias de los Estados Unidos y que consistía, básicamente, en planos fijos de las tumbas, sin figuras ni palabras. Pero donde Gianvito es celebratorio y acaso un poco místico – ese “viento susurrante” de su título parece coquetear con un panteísmo a lo Whitman un poco tirado de los pelos – Tierra de los padres exhibe una perplejidad y una insobornable vocación por no dar nada por sentado, imbuidas ambas de una colérica actualidad. Prividera no se deja tentar por la veleidad de informarnos acerca de una improbable entelequia denominada “la otra historia” (Gianvito, previsiblemente, propone una especie de historia paralela). Más bien se remite a desplegar un conjunto de ideas heterogéneas mediante un montaje de fragmentos múltiples, retazos que se atraen, se repelen, chocan, se niegan y contradicen o se encuentran en afinidades subterráneas. Con audacia e imaginación, el director demuestra que no es posible hallar palabras completamente a salvo, que no hay fonema que no conlleve una responsabilidad y que no guarde en su vientre una sombra de futuro.