Thor: Ragnarok

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Sobre una muerte anunciada

Y el sector más conservador de Hollywood, ese que siempre apuesta a seguro abrazando la fórmula comercial de moda, lo hizo de nuevo. Thor: Ragnarok (2017) es un producto tan aburrido e impersonal como todos los demás que le precedieron desde que los grandes estudios norteamericanos comenzaron con este fetiche insoportable de las películas de superhéroes. De un tiempo a esta parte el asunto se ha vuelto aún más trágico en primera instancia por el agotamiento absoluto del formato de base, en esencia debido a la catarata interminable de secuelas y engendros derivados, y en segundo término porque han arrastrado en este vendaval de mediocridad y estupidez a directores muy interesantes que definitivamente trabajan por el jugoso cheque y poco más, ya que esa repetición eterna de la pose canchera, las escenas de acción y los chistecitos bobos es el único principio rector.

En esta oportunidad le ha tocado caer en desgracia a Taika Waititi, el gran realizador y guionista de Eagle vs. Shark (2007), Casa Vampiro (What We Do in the Shadows, 2014) y Hunt for the Wilderpeople (2016), tres propuestas que lo ayudaron a definirse como una suerte de versión neozelandesa de Wes Anderson gracias a su apego a los detalles extraños, tragicómicos y sensibles. Bueno, hoy los únicos elementos más o menos vinculados a su idiosincrasia -y que los productores de pocas luces le permitieron introducir- son un puñado de remates eficaces al paso y algunos cameos como los de Rachel House y el propio Sam Neill (ambos participaron en el opus previo del cineasta, un film de lo más hilarante y cálido). La insistencia con las autoreferencias de corte paródico, la unidimensionalidad de los personajes y otra pared de CGI neutralizan cualquier atisbo de una mínima profundidad.

Por vigésima vez el guión, ahora a cargo de Eric Pearson, Craig Kyle y Christopher Yost, reincide en una amenaza que promete destruir todo lo conocido para siempre vía un cataclismo de enormes proporciones o algo así, circunstancia que hoy se limita a Asgard, la morada del protagonista (Chris Hemsworth continúa facturando a lo loco). La debacle en cuestión se desencadena por la muerte de Odín (Anthony Hopkins), padre de Thor y Loki (Tom Hiddleston), quienes descubren que tienen una hermana a la que no conocían -cual melodrama rosa de la tarde- cuando la susodicha se aparece como por arte de magia y resulta ser mucho más poderosa que los dos juntos. Así las cosas, Hela (Cate Blanchett) decide reclamar el trono de Asgard y en una de esas luchas aburridas termina enviando a sus hermanos a un mundo bizarro y feudal del que deberán escapar para defender su reino.

Se podría decir que por momentos pareciera que Waititi reconoce que la realización es un producto mediocre y redundante porque él mismo sabotea algunas secuencias mediante un diseño de producción recargado y una banda sonora basada en un tecno pop ochentoso y deliciosamente ridículo, casi como un intento infructuoso en pos de salvar a la obra desde la iconografía kitsch. Sin embargo la película estaba muerta mucho antes de que el señor intervenga y como nadie hace milagros, lo que nos queda es un bodrio que recurre a clichés quemados como incorporar personajes foráneos (ahora les toca a Doctor Strange y Hulk) y elegir a actores que no calzan en sus roles (la enclenque Tessa Thompson nunca convence como una valquiria que pelea a la par de Thor). De hecho, lo mejor del convite por lejos es la participación de Jeff Goldblum, como el chanta regente del basurero freak a donde van a parar Thor y Loki, y la siempre genial Blanchett, ya que si bien lo de Hemsworth es digno, cada intervención de la muy bella señora -como la villana máxima del relato- tiene una fuerza escénica con la que el resto del elenco sólo puede soñar, salvo el inefable Hopkins…