The Post: Los Oscuros Secretos del Pentágono

Crítica de Nicolás Feldmann - Proyector Fantasma

Oda al periodismo
Con una trayectoria inoxidable y casi 40 películas en su haber, fácilmente se puede decir que Steven Spielberg tiene dos fijaciones principales: entretener y contar historias. Es admirable ver como hasta la actualidad, cada proyecto suyo reúne la misma pasión e interés genuino alternando dramas complejos que homenajean y reinterpretan sucesos históricos como La Lista de Schindler (1993) o Rescatando al soldado Ryan (1998), para luego cambiar el chip solemne y ser la mente maestra detrás de sagas como Indiana Jones o Jurassic Park, como máximos exponentes del cine de aventuras más reciente. Está de más decir que su filmografía es la perfecta combinación del éxito con el público y la crítica especializada, algo tan difícil como efímero en la industria, y que sin embargo parece lograr sin proponérselo.

Como todo buen creativo, Spielberg cuenta siempre lo que le interesaría ver a él y no es para menos que en tiempos tan convulsionados políticamente en Estados Unidos, decida pronunciarse de alguna manera frente a los desmanes de un presidente con el que está abiertamente en desacuerdo. Es así que si en Puente de espías (2015) el revisionismo histórico estaba situado en la guerra fría y la caza de comunistas, en The Post se atreve a retratar la icónica filtración de documentos clasificados sobre la participación estadounidense en la Guerra de Vietnam y el papel clave de los medios de comunicación durante la presidencia de Richard Nixon. Paralelismos con los centenares de filtraciones que se vienen dando en la actualidad al margen.

El guión de Liz Hannah y Josh Singer (autor del libreto de Spotlight, otro film sobre el poder del periodismo a la hora de revelar secretos) sitúa al film en 1966, en plena invasión en Vietnam. Allí es donde Daniel Ellsberg (Matthew Rhys), un asesor al servicio del departamento de estado, comienza a cuestionar la forma en la que su gobierno está llevando a cabo un conflicto bélico en el que llevan todas las de perder. Esto no es solamente una suposición suya, sino que forma parte de un estudio secreto realizado a lo largo de varias presidencias por el secretario de defensa Robert McNamara (Bruce Greenwood hace una interpretación idéntica), en el cual deja explicado por escrito – entre muchas otras cosas igual de condenables – que el ejército sabía muy bien que se enfrentaban a una guerra en la que no tenían posibilidades. Eventualmente Ellsberg copia esos documentos y cinco años más tarde, ya trabajando en el ámbito privado, logra filtrarlos al diario New York Times con la esperanza de que se sepa la verdad.

Pero esta no es la historia de cómo el New York Times consiguió ser el único medio con la primicia de más de veinte años de actividades estadounidenses clandestinas en el sudeste asiático. O al menos no precisamente. Esta es la historia del Washington Post – un periódico local en esa época y con mucho menos prestigio que el Times – y de su dueña Kay Graham (Meryl Streep en uno de sus mejores papeles de los últimos años), una mujer sin tradición en el mundo periodístico más que haber heredado de su padre y de su marido las riendas del diario. Con poco público y problemas económicos, Graham se ve obligada a tener que estatizar su pequeño medio para salvar los puestos de trabajo, al mismo tiempo que intenta mantener el control de la empresa y de satisfacer a la conservadora mesa directiva que duda de ella – no solamente por su evidente indecisión al mando o simplemente por ser mujer en la década del 70’, sino también por el jefe de redacción que ella contrató, Ben Bradlee (Tom Hanks siempre multifacético), un hombre más concentrado en la veracidad periodística que en complacer a los inversores políticos.

No obstante, el panorama cambia cuando los dichosos papeles clasificados del pentágono caen también en las manos de uno de los periodistas insignia del Post, Ben Bagdikian (un Bob Odenkirk que cuesta desprenderlo de Saul Goodman), a la vez que el gobierno de Nixon impide judicialmente que el New York Times siga publicando esos documentos y así evitar un desastre institucional aún mayor. Desde ese momento el dilema moral de publicar o no la información confidencial recae en la misma Kay Graham, teniendo por un lado la convicción de defender la integridad del diario y la libertad de prensa, y por el otro, el riesgo de enfrentar una condena por traición al hacer públicos expedientes considerados como secreto de estado.

La historia detrás de la publicación de estos documentos comprometedores – por más atrapante que resulte – casi siempre queda en segundo plano cuando lo más interesante radica en la forma que Spielberg tiene para contarlo. Y es allí donde The Post se destaca y trasciende el hecho histórico en sí.