Terror en Silent Hill 2: La revelación

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

A esta altura debería usted saber que tanto para los videos juegos de consolas (Playstation o la Wii), como para los de PC, las producciones son millonarias en términos de programación, diseño, layouts y demás. Es más, han sido precursores de muchas de las técnicas de animación que actualmente se utilizan para el cine.

Con el paso del tiempo no han sido pocas las veces que incluso actores de renombre han puesto sus voces al servicio de los personajes. Diría incluso que en términos de creatividad, cuando uno termina de jugarlos, es decir, llegar “a la final”, se encuentra con guiones mucho más originales que varias de las producciones hollywoodenses. Tal es así que ya tenemos varias sagas adaptadas a la pantalla grande: “Doom” (2005), “Resident Evil” (se hicieron 5, entre 2002 y 2012), “Furia de Titanes” (2010 y 2012) y “Tomb Rider” (2001, 2003) de las cuales hemos visto dos de cada una. “Terror en Silent Hill” es otro ejemplo.

Con algunos nombres cambiados, básicamente la primera contaba la historia de una madre que va a un lugar de ensueños o de realidad paralela llamado Silent Hill para buscar a su hija adoptiva, a pesar del resultado final en el cual salva a su hija pero queda atrapada allí. Estaba basada en el primer juego que Konami desarrolló en 1998.

“Terror en Silent Hill 2: La revelación” es bastante parecida al argumento del tercer video juego, de 2003. Heather (Adelaide Clemens) sigue teniendo sueños a pesar de la numerosa cantidad de veces que se muda con su padre (Sean Bean). Esta vez sueña con Alessa (la misma Adelaide Clemens), un alter ego que gobierna el (su) lado oscuro. Esta vez deberá, con la ayuda de un amigo eventual, regresar a Silent Hill para salvar a su padre.

Michael J. Basset, el director de “Solomon Kane” (2009), se nutre de un par de puntos a favor. Uno es la estética (entre gótica, oscura y definitivamente demoníaca), apoyada por muy buenos trabajos en fotografía, dirección de arte y efectos de maquillaje. El otro es un elenco sólido que trabaja mucho para darles credibilidad a sus personajes. Con una excepción: la protagonista Adelaide Clemens. Sus tres o cuatro gestos se mofan del género. En su faceta de “buena”, no hay una sola escena o diálogo en donde se pueda vislumbrar sentimiento alguno. Ni siquiera en los dos o tres momentos de transición con el padre, por lo que el resto debe hacer esfuerzos extra para sacar adelante cada toma, por cierto con buenas apariciones de Carry Ann-Moss y Malcom McDowell, quienes justifican los ceros de sus cheques, aunque uno se pregunte si estaban tan necesitados.

Pero supongamos que esto es subjetivo y que yo estaba de mal humor. Bien, la actriz no es el problema principal de la secuela; sino el ritmo cansino, eternamente discursivo y redundante que el director le imprime al ritmo de la narración.

Hacia la mitad de la proyección el espectador no sólo intuye todo lo que va a suceder (incluido lo que se pretende como factor sorpresa), sino que también es presa de una sobre explicación de la cual no puede obtenerse más que un ataque de bostezos.

Todo lo bueno que tiene desde el punto de vista visual, se va diluyendo por un argumento chato que para este género es dar demasiada ventaja. Es como si el realizador estuviera tan perdido como el jugador que agarra el joystick por primera vez y pasa una y cien veces por el mismo lugar hasta sortear la dificultad que le permite superar cada etapa. La diferencia es que el jugador parte de un compromiso con el juego. Quiere llegar al final aún perdiendo tiempo en medio del clima generado por los efectos visuales y sonoros. Para jugar está bien, para el cine es fatal.