Tengo miedo torero

Crítica de Felix De Cunto - CineramaPlus+

Transponer la literatura al cine siempre supone un riesgo del que se puede salir ileso o bien, en deuda. La adaptación de la única novela de Pedro Lemebel que hace el director Rodrigo Sepúlveda opta por desmalezar una parte importante del contexto político (sobre todo a dos personajes fundamentales: Augusto Pinochet y su esposa Lucía Hiriart) para concentrar por completo su atención en ese amor imposible y siempre a punto de quebrarse que siente La Loca -una trans de edad madura- hacia Carlos -un joven guerrillero perteneciente al Frente Patriótico Manuel Rodríguez-. Pero si bien, la Dictadura es más un fuera de campo que centellea en forma de ruido de sirenas, helicópteros que sobrevuelan el cielo o potenciales llamados telefónicos, los pocos intentos por materializar la inquietante situación política resulta más un injerto. Si desde el vamos Tengo miedo torero dispone toda su fuerza en el romance homoerótico, sus intenciones por retratar el estado anímico sociopolítico nunca consiguen traspasar la superficialidad. Las protestas donde la gente canta por la unidad pueblo bien podrían estar como no. Sirven sí, para resaltar a la La Loca como la marginada que es y a la que ningún proyecto político, ni antes, ni después, supo incluir en sus reclamos. Aunque ese disgusto, que la lleva a hacer oídos sordos a lo que pasa su alrededor, queda resumido con más rabia en la frase icónica de la protagonista (“si algún día hacen una revolución que incluya a las locas, avísame. Ahí voy a estar yo en primera fila”).

Que La Loca arremolina todas las miradas, no quedan dudas. Toda la puesta en escena está en función de que eso suceda. La ciudad de Santiago -artificiosa, irreconocible, reducida prácticamente a la cuadra de la barriada donde vive y a la vereda donde alguna que otra noche para con el objetivo de hacerse un dinero extra como prostituta- adquiere la forma de un gran escenario construido a imagen y semejanza del sentimentalismo de su personaje. El espacio pareciera gritar que éste es su show y ni el contexto político ni nadie será capaz de interrumpirlo. Pero si su show hierve de vida es porque el “afuera” (ese afuera que hasta entonces era ignorado con fiestas clandestinas en algún sucucho con las otras “locas” o subiéndole el volumen a la voz tormentosa de Chavela Vargas) ahora está adentro, bien adentro, no solo de su habitación, sino también de su pecho. Por más que no lo quiera ver, al abrir las puertas de su corazón está dejando ingresar la política a su esfera cotidiana y el peligro que eso implica. Mientras tanto, de Carlos no sabemos nada. Ni si ese es su verdadero nombre, ni si esa es realmente su fecha de cumpleaños. No sabemos tampoco si en verdad la ama o si la usa nomás para concretar el operativo contra Pinochet. Y no es que importe mucho lo que hay detrás de él, si en definitiva, la película juega a ese barroquismo de máscaras y secretos, de ambigüedades y camuflajes; al fin y al cabo, estrategias de supervivencia que exige la circunstancia histórica. Pero al lado de la interpretación alevosa que entrega Alfredo Castro, capaz de hacer carne el martirio propio como de sacudir las escenas con la astucia cínica de quien vivió lo peor, Leonardo Ortizgris es un rostro sin relieve, un guerrillero sin alma, la mitad inexpresiva de un romance del que nunca (ni siquiera en ese final frente al mar violáceo donde el melodrama pide a gritos algo más que puro silencio para dar cuenta del desgarro de ese amor no correspondido) parece estar realmente participando.

Por Felix De Cunto
@felix_decunto