Tenet

Crítica de Marcelo Cafferata - Revista Meta

Han corrido ríos de tinta con el análisis del cine de Nolan y cuando parece estar todo dicho, aparece su última obra, “TENET”, que así como su protagonista tiene la ambiciosa misión de salvar el mundo, la película en sí misma tiene sobre sus espaldas la faraónica tarea de tentar al público para volver a las salas, después de estar ausentes en nuestras actividades culturales por casi un año, por los efectos de la pandemia y el aislamiento.

Si bien Nolan en todas sus películas ha manejado la sofisticación y la complejidad en dosis iguales, lo que en un principio en sus primeros trabajos como “Following” y “Memento” había sido una invitación a viajar en el tiempo, el espacio y los mundos paralelos –que en parte también aparece en el clima de “El gran truco / Prestige”-, se había tornado más complejo, mucho más, en una de sus obras más taquilleras y aclamadas por la crítica, quizás la que logra esa conjunción perfecta entre el favor del público y de los medios especializados como fue “El Origen / Inception” con un elenco deslumbrante con Leonardo Di Caprio a la cabeza y las participaciones de Marion Cotillard, Joseph Gordon-Levitt, Michael Caine, Tom Berenger y Lukas Haas.

En “TENET” lleva esa apuesta al extremo: y se cumple, como suele suceder, el dicho de “menos es más” y por encima de toda su parafernalia y el complejo y sofisticado esqueleto con el que se arma la historia, Nolan había logrado ser mucho más efectivo con situaciones más simples e ideas más concretas, como en los primeros trabajos que hemos mencionado.

Resumir las dos horas y media en pocas líneas es una misión tan o más difícil que la que Nolan pretende explicarnos todo el tiempo, con personajes con diálogos interminables y complejamente difíciles de seguir, que irritan más de lo que entretienen: su trabajo se vanagloria de ser inasible, grandilocuente y con un placer por lo artificioso en grado extremo.

Sin embargo, es posible adelantar que por más complejo y entreverado que sea el guion, plagado de esos vericuetos narrativos en los que Nolan se regodea desmedidamente, provocando que los espectadores incendien sus neuronas intentando seguir una trama farragosa y con múltiples derivaciones, la base de la historia no dista en absoluto de ser el cuento que se cuenta en forma mucho más lineal y empatizando mucho mejor con el público, en cualquier misión de James Bond, o en cualquier entrega de la saga “Misión Imposible”, o las investigaciones de Jack Ryan o Jason Bourne.

En el caso de “TENET”, todo abre en una impactante secuencia dentro de la Opera de Kiev, en donde nuestro agente –que sólo se identificará durante todo el filme como “el protagonista”, a cargo de John David Washington- deberá capturar un artefacto y rescatar a un espía infiltrado. Superada esa prueba, será participe de la organización que da título al filme en donde se estudia científicamente la posibilidad de que ciertos objetos (balas, por ejemplo) se muevan en forma inversa en el tiempo. Lo que parece que avanza, retrocede; lo que parece ir, vuelve y todo se mueve hacia atrás en la línea temporal.

A partir de esas balas, el protagonista -junto con otro agente que parece saber más de la cuenta y que será su compañero inseparable de misión, el personaje de Robert Pattinson- toma contacto con un traficante de armas de Bombay que a su vez lo lleva a vincularse con un villano ruso (Kenneth Branagh, que con su actuación propone uno de los elementos más coherentes del filme) quien chantajea a su ex exposa con un pintura falsa con el objetivo de mantenerla alejada de su hijo.

Por supuesto que como todos sabemos, Nolan es un virtuoso de la cámara y por lo tanto “TENET” tiene momentos de gran lucimiento visual que se acompañan con buenos efectos especiales y una producción que se evidencia costosa en todo momento y con una inversión de más de 200 millones de dólares, que se puede apreciar en cada toma.

Pero Nolan no solamente se plagia a sí mismo, sino que intenta disuadir al espectador de que lo está haciendo, dando tantos giros y entrecruzamientos que lo complejo se torna confuso y llega un punto donde el espectador “suelta” la posibilidad de seguir un hilo argumental lógico y se deja llevar como esos chicos que miran las imágenes, incapaces por su edad de poder leer los subtítulos, dejando más librado a la imaginación y a la experiencia visual que a una verdadera comprensión de lo que sucede.

Si Hitchcock hace célebre en su cine la idea del macguffin, ese elemento del suspenso que hace que los personajes avancen en la trama, Nolan recurre a una desmedida acumulación. Así aparecen una pintura de Goya, un algoritmo, unos lingotes de oro, una carga de plutonio y el artefacto con nueve piezas diseminadas que permite la inversión del tiempo y que por lo tanto desatará el conflicto, que se sobreponen y agotan la atención, distorsionando el eje narrativo y agobiando hasta el público más cinéfilo.
A esto se suma la frialdad de los personajes, actuaciones “robóticas” y afectadas y una permanente sensación de desequilibrio e incertidumbre hace que como espectadores estemos más preocupados en resolver ciertas preguntas que aparecen involuntariamente que en disfrutar del show, porque justamente sin esas preguntas que nos arrebatan de este espectáculo desmesurado, sólo queda un esqueleto pobre y repetido, ya visto mil veces.

Nolan se empeña en vestirla de suntuosa: viajes en el tiempo, realidades virtuales, toques de física cuántica de manual y demás artilugios que esconden una trama simple, esquemática y poco original de salvar al mundo de una potencial nueva guerra –ningún descubrimiento, por cierto-. Podríamos resumir parafraseando a algún título shakesperiano que “Mucho ruido… y pocas nueces” para este ansiado estreno de Nolan en pantalla grande –y mucho más grande aún si la disfrutan en IMAX- donde toda la espectacularidad de la producción sabe a poco frente a un guion que esconde en todas sus sinuosidades, una importante falta de creatividad sin aportar nada nuevo bajo el sol, retazos reasignados de lo que el mismo director ya había ideado para otras de sus creaciones, sin encontrarle un nuevo valor a sus propias ideas.