Tenemos que hablar de Kevin

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Tiempo Argentino

El origen del mal en un adolescente

Aunque no hay razón para la tragedia, sí hay muchos avisos. Un inteligentísimo niño es el epicentro de un drama familiar al que es imposible encontrarle respuestas. Cruda e íncómoda historia sobre el núcleo duro del horror.

Cuando transcurren los primeros minutos de Tenemos que hablar de Kevin, existe el peligro de llegar a la conclusión de que se trata de otra producción indie standard, con una cámara que no deja de moverse, cortes de planos como para acentuar algún momento dramático, preciosismo visual con tomas aéreas de un personaje abandonado a una situación casi onírica –como la escena de la protagonista llevada en andas y con los brazos en cruz en la tradicional tomatina en Valencia–, y por supuesto, el infierno de los suburbios, elemento central de buena parte del cine independiente de los últimos años.
Sin embargo, el film de la escocesa Lynne Ramsay (El viaje de Morvern) es eso pero mucho más. Si con la lógica urgente dictada por las noticias los medios hablan de un nuevo “fenómeno” cuando uno o más chicos irrumpen en una escuela y matan a sus compañeros, desde el cine, Bowling for Columbine fue el intento de Michael Moore de responder sobre las causas de la tragedia, Gus Van Sant documentó el sinsentido del salto al horror de dos adolescentes-ejecutores en Elefante, y Ramsay se decidió por el núcleo duro del horror. El origen del mal.
Para eso el relato se ubica en dos tiempos que se alternan, el penoso presente de Eva (la fantástica Tilda Swinton), que intenta seguir con su vida y vegeta en un empleo para el cual está sobrecalificada –mientras cada tanto debe limpiar la fachada de su casa de violentos graffitis escritos en rojo sangre y soportar agresiones en la calle de su amorosa comunidad–, y su vida como madre de Kevin. Un bebé difícil, un chico raro, un adolescente siniestro.
Y no es que el hogar de Kevin haya la sido un infierno, no, apenas una casa en las afueras, con un padre amoroso aunque rabiosamente negador (John C. Reilly), una madre fría pero que se esfuerza por hacer lo correcto y una hermana pequeña que sí, también va a saber quién es Kevin.
No hay razón para la tragedia que se avecina, aunque si muchos avisos. Ahí está el inteligente y pequeño Kevin que no abandona los pañales pero puede comunicarse como un adulto, también el que provoca los desastres hogareños de cualquier niño pero que curiosamente dirige con saña contra su mamá, o el que se concentra obsesivamente en un inocente juego de arco y flecha que luego se convierte en el pedido a su padre para que le compre un equipo profesional, y el adolescente que es descubierto masturbándose y sigue con la faena mirando fijamente a los ojos de su mamá.
Lo cierto es que la primera impresión resulta apresurada cuando el packaging del comienzo se atenúa y encuentra el tono justo, para contar lo incontable de una historia incómoda, devastadora y sin respuestas.