Tenemos que hablar de Kevin

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Eva vive sola en una casa que nunca termina de limpiar (unos desconocidos mal intencionados mancharon la fachada con pintura roja) y ocupa un puesto sin interés dentro de una pequeña empresa en la que reina un ambiente siniestro. Flashback: Eva y Franklin viven felices y enamorados hasta que el comportamiento extraño del pequeño Kevin, fruto de su unión, genera un malestar creciente en la joven madre. El nacimiento de un anticristo en el seno de una familia ordinaria podría ser un buen argumento para una película clase B, pero Tenemos que hablar de Kevin posee un embalaje de pretencioso formalismo, sin una pizca de humor que anime su visión del mundo simplista y desagradable.

En la apertura, Eva participa de una fiesta popular en la que se vierten toneladas de tomates maduros en las calles de una pequeña ciudad española. La secuencia tiene valor de presagio: todos chapotean en torrentes de pulpa roja y el espectador comprende inmediatamente que la película se encamina hacia un final sangriento. La construcción temporal es inútilmente alambicada y llena de metáforas (la pintura roja que no puede quitarse de las manos la madre del monstruo) como de pesadas señales (el zoom sobre un ojo en el cual se refleja el objetivo de tiro al arco). La realizadora abusa de los efectos de puesta en escena destinados a instalar un sentimiento de agorafobia (la deshumanización de los decorados) y fatalidad (los sonidos de la secuencia siguiente comienzan siempre algunos segundos antes del final de la escena en curso). El empleo sistemático del mismo recurso no tarda en volverse tan evidente como insoportable.

Como si la minucia sádica con la cual se pone en escena el calvario de la madre-coraje no fuera suficiente, la película despliega la tesis de un Mal en estado bruto que surge por generación espontánea. Apenas nacido, Kevin ya es un perverso manipulador, un psicópata en potencia. La maldad del hijo parece alimentarse de las buenas intenciones de los padres (aunque el padre esté completamente ausente y la puesta en escena lo subraye en exceso) y sólo cuando Eva pierde los estribos y lo golpea con violencia, el chico da pruebas de respeto. Por lo tanto, además de militar por la detección de asesinos desde el embarazo, la película sugiere que Kevin habría salido más derecho con algunos castigos corporales. El tema de los niños-monstruo, muy en boga en estos últimos años, nunca había sido explotado de manera más obtusa.

Dejamos para el final el pretencioso formalismo que anunciamos en la introducción. Lynne Ramsay empapa su película de un rojo agresivo y bien exagerado, no hay una escena que no esté cubierta de escarlata. El espectador puede elegir entre irritarse ante el método espantosamente repetitivo o esquivar el problema jugando a adivinar lo que contendrá el plano siguiente: una ensaladera roja, vino tinto, la pelota roja, una pantalla roja, latas de conserva de tomates, un oso de peluche rojo, mermelada roja o los número rojos del despertador. Y no seguimos con la enumeración para que el texto no sea tan aburrido como la película.