Ted

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Algo del revuelo que ha generado en cierto sector de la cinefilia el estreno de esta película recuerda lo ocurrido poco tiempo atrás con Batman – El caballero de la noche asciende (2012). Si en ese caso era la devoción por el director Christopher Nolan y por el legendario comic, ahora es Seth McFarlane (Kent, EEUU, 1973) –el exitoso creador de Padre de familia y otras paródicas series animadas– quien vuelve a generar excitación y una evidente predisposición a ver en el producto final algo más acorde a las expectativas que a los logros ciertos. El fragmento de espectadores-consumidores al que apunta es similar: varones ansiosos de diversión cool proveniente del cine estadounidense, barnizada con promesas de algo perspicaz y transgresor.
Ted es, en realidad, una de esas películas hechas en base a una idea de guión única, que se explota agregando personajes y conflictos laterales, conocida antes de entrar a la sala y cuyo final es lo de menos. ¿O alguien recuerda cómo terminaban Quisiera ser grande (1988, Penny Marshall) o Mi pobre angelito (1990, Chris Columbus)?
En este caso, se trata de un osito de peluche que cobra vida cuando su pequeño dueño se lo pide, y que, una vez que éste llega a ser un treintañero inmaduro (Mark Wahlberg), lo acompaña en sus juergas como un cómplice ideal para postergar indefinidamente la asunción de responsabilidades acordes a su edad. Desarrollando esta premisa, en los primeros tramos se suceden momentos saludablemente burlones, con los padres alarmados al ver cobrar vida al juguete y a éste convirtiéndose en un personaje mediático o acudiendo prontamente a calmar al grandulón cuando oye truenos durante una tormenta.
Pero el humor a veces es cáustico y otras simplemente escatológico. Por otra parte, si el punto de partida permitía conducir el relato al delirio, arriesgándose con interpretaciones psicoanalíticas y situaciones absurdas, la gracia se agota en ver a un oso de felpa insultando, drogándose y levantándose chicas.
Aunque se cuenta algo anómalo, en general (más allá de la caracterización algo gruesa de algunos personajes) se los ve a todos demasiado normales. El muñeco en cuestión podría ser una suerte de materialización de la conciencia o un doble sin culpa, pero el film lo convierte en un Alf reventado, un freak sobrador que trabaja en un supermercado y anda por las calles, de traje y corbata, como el más común de los mortales.
Convengamos que no a todos nos causan gracia las mismas cosas, por lo que el tipo de comicidad utilizada en Ted (entre infantil y guarra, con más chistes verbales que gags) no es la principal objeción que puede hacérsele. Sus problemas pasan por otro lado.
En principio, juega a ser una cosa y es otra. Promete desmontar en forma disparatada hábitos de la sociedad estadounidense a lo Monty Python y termina recurriendo a los lugares comunes más conservadores: un secuestro que da lugar a planes de salvataje y persecuciones automovilísticas, separaciones y reencuentros con música sensiblera, y hasta el casamiento por iglesia del protagonista con su paciente novia (quienes, en la piel de Wahlberg y de Mila Kunis, no tienen el aspecto de perdedores desmañados que hubiera sido esperable).
Por otra parte, no se percibe inventiva en el tono, primando una opacidad que hace difícil, sino imposible, encontrar una solución formal interesante. Las numerosas referencias a personajes célebres del mundo del espectáculo y a íconos culturales de los ’80 (Top Gun, Flash Gordon y muchos más), no sólo tienen valor únicamente para espectadores de determinada edad y con información al respecto, sino que, además, plantean un módico dilema: ¿hasta qué punto pueden celebrarse este tipo de fetiches sin mediar reflexiones o ironías que, aunque sea mínimamente, contengan un juicio de valor? Cuando, por ejemplo, Mel Brooks se burlaba de los tópicos del cine de terror gótico en El joven Frankenstein (1974) lo hacía sabiendo que barajaba códigos de riqueza innegable, reconocibles para espectadores de distintas generaciones.
Claro que el ejemplo remite a otra época del cine de Hollywood: hoy la comedia, en cine al menos (de eso estamos hablando), atraviesa una etapa de innegable estrechez creativa, atribuible a diferentes causas. Nombres como los de Wes Anderson y Michel Gondry pueden considerarse, precisamente, excepciones que confirman la regla.

Por Fernando Varea