Tarde para morir joven

Crítica de Yaki Nozdrin - Visión del cine

En su tercer largometraje, la chilena Dominga Sotomayor (De jueves a domingo) presenta Tarde para morir joven, una película con apuntes autobiográficos en donde captura la transición entre la adolescencia y la adultez.
La película se sitúa en el verano de 1990, justo después de la caída de del dictador Augusto Pinochet. Con la vuelta de la democracia se respira un cambio de aire en Chile. En este sentido, un grupo de familias se muda a una especie de comunidad ecológica. Allí las casas todavía están en construcción -las paredes están hechas de plástico-, las tuberías de agua generan dolor de cabeza entre sus habitantes y, para colmo, estos no logran ponerse de acuerdo con respecto al uso de la electricidad.

Tarde para morir joven se centra principalmente en Sofía (Demián Hernández), una joven de 16 años que se fue a vivir con su padre a esta especie de aldea, aunque analiza la posibilidad de mudarse junto a su madre luego de fin de año. La adolescente pasa sus días fumando y coqueteando con Ignacio (Matías Oviedo), un hombre mayor que visita la comunidad de vez en cuando. Lucas (Antar Machado), un amigo de la protagonista, sufre al ver como su amada comienza a alejarse de él para entablar una relación con aquel hombre.

La película en sí no cuenta con una estructura narrativa clásica marcada -inicio, nudo, desenlace-. No hay un “problema” que deba resolverse, sino que el conflicto está puesto en las sensaciones/emociones de los personajes. Sofía no sólo debe lidiar con la separación de sus padres, sino con la ausencia de estos (uno de manera emocional y otro de manera física). Esto nunca representa el nudo que debe resolverse en la trama, sino que más bien pone en foco la dificultad que enfrentan los jóvenes al atravesar el periodo de la niñez a la adultez.

Tarde para morir joven se disfruta más desde un aspecto sensorial que narrativo. La fotografía es uno de los puntos que más ayuda a destacar el clima nostálgico y de cambio que predomina en la película. La paleta de colores, un toque atenuada, nos transporta al pasado -o al menos nos da una sensación de este-. Esto pese a que el arte y el diseño de vestuario parecen indicar lo contrario. La banda sonora, compuesta por música de los años 80, también realza este sentimiento de nostalgia de un pasado que ya no es y un futuro incierto.