Tár

Crítica de Marcelo Zapata - A Sala Llena

Tár es una tragedia a la vieja usanza. En los Estados Unidos, algunos la han acusado, por muchos motivos, de ser reaccionaria sólo porque el libro no acomoda su discurso a lo que se esperaba de él. Sí, tal vez, se habría tolerado en una figura masculina, despótico, abusivo, pero nunca en una mujer empoderada como la protagonista; tanto lo es que es una EGOT, esto es, una ganadora del Emmy, el Grammy, el Oscar y el Tony, privilegio que comparte —recuerda el film— con Richard Rodgers, Andrew Lloyd Webber, y Mel Brooks, aunque también lo hayan obtenido, sin que se las nombre, mujeres como Rita Moreno y Helen Hayes. Tár, en ese sentido, es un Don Giovanni mujer, una Doña Juana que hace lo que quiere con los otros —o con “el otro”, como se dice ahora—, y que tiene hasta una Leporella propia que la sirve a toda hora, Francesca. Y, como Don Giovanni, Doña Juana tendrá su castigo en otra clase de infierno.

Petra, la pequeña hija adoptiva del matrimonio de Lydia Tár (Cate Blanchett) y Sharon Goodnow (Nina Hoss), juega en su dormitorio. Tár, la empoderada mujer de la que hablamos, es la primera que obtuvo el cargo de directora titular de la Filarmónica de Berlín, privilegio reservado a los happy few como Herbert von Karajan; Goodnow es la concertino de esa orquesta. En el juego, la niña ordena sus muñecos en semicírculo, como si formaran una orquesta, con un pequeño cubo en el medio a la manera de podio, y les va dando a uno tras otro una varillita, la batuta. Tár —que se autodefine como “el padre” de ella— la descubre, sonríe, y le explica: “No, Petra. Eso no es así. En una orquesta sólo dirige uno. Una orquesta no es una democracia”.

Allí, en ese punto exacto, está la clave (en un sentido musical del término, como en una partitura) que determinará el “sonido” de la película. La clave no es ni el feminismo en cualquiera de sus variantes, ni la orientación sexual de los protagonistas, ni la identidad de género del joven aspirante a director que detesta a Bach por ser blanco y heteropatriarcal, ni la cultura conservadora contra la cultura “woke”, de la música tonal contra la atonal: todos estos tópicos están presentes en el guión, pero, para continuar con el símil musical, únicamente como “leitmotiven”, igual que los motivos-guía que ilustran, en una ópera de Wagner, los distintos temas; y están allí porque Tár es una película de nuestro tiempo y no del siglo pasado, pero no son determinantes; la propia protagonista así lo sostiene cuando, en el reportaje que le hace The New Yorker y con el que se inicia la película, el entrevistador le habla de género, si debe llamarla “Maestra” o “Maestro”: es una discusión, dice ella con ese fastidio de quien se la preguntado tantas veces la misma tontería, que no le interesa. Tár está por encima de eso, se tutea con los grandes de la música, no con los panelistas de televisión.

La clave del film, entonces, es la autoridad omnímoda como condición necesaria para dirigir una orquesta. Y para llevar adelante la vida, como Don Giovanni. El poder. Para Tár, aunque no lo exprese en esas palabras, toda orquesta necesita un dictador (de manera delicada, se lo hace saber al delegado cuando éste manifiesta, equivocando los reglamentos, que el nombramiento de un subdirector debe ser votado por todos: ella le recuerda que es prerrogativa del director). Los músicos, sus subordinados, cumplen la misma función que los actores para Hitchcock (otro dictador), son las piezas que mueve a gusto, sobre las que influye hasta donde quiere, para la realización de la obra tal como ella la sueña concibe. Esa influencia, sin embargo, y como ya se dijo, trasciende la sala de conciertos, y esa voluntad de poder será la semilla de su caída.

Si bien el personaje es ficticio, sus rasgos la emparentan con esa larga tradición de directores reales, empezando por Arturo Toscanini, cuyos insultos y alaridos quedaron registrados en sus grabaciones, y con otros del siglo pasado y el actual (como se verá más adelante), esa característica también ubica al film de Todd Field en otra tradición: la de aquellas películas (“Tár y sus precursores”, diría Borges) que plantearon el mismo asunto, y lo resolvieron según el verosímil de sus respectivas épocas y estilos.

En “Ensayo de orquesta” (“Prova d’orchestra”, 1978), Federico Fellini llegaba a una conclusión similar; tras un ensayo que iba adquiriendo, fellinianamente, la dimensión de una batalla campal donde cada uno quería imponer su voluntad, el orden sólo se restauraba cuando el director recobraba el mando. No fueron pocos los que mencionaron a Mussolini cuando se estrenó aquel film. Por el contrario, en Encuentro con Venus (Meeting Venus, 1991), de István Szabó, el director que interpretaba Niels Arestrup, una paloma contra el halcón de Fellini, asistía impotente a la paulatina desintegración de su orquesta, planteo sindical tras planteo sindical, capricho de diva tras capricho de diva, y terminaba por dirigir un “Tannhäuser” escuálido. Hasta tenía que prescindir de un instrumentista ya algo mayor que le decía que su gran sueño era tener un taller mecánico antes que formar parte, anónimamente, de una orquesta sinfónica.

Otro punto importante de la película: Lydia Tár, discípula de Lenny Bernstein (aunque, por razones cronológicas según los datos de la biografía imaginaria de la Wikipedia, sólo pudo serlo por un año, ya que Bernstein murió cuando ella tenía 19 años), comparte con su mentor la devoción por Gustav Mahler, y es a través de ese compositor que ella forja su propia lengua y que se aparta del maestro. Que mata al padre. En uno de los pasajes más bellos (y diáfanos) del film, cuando están por grabar la Quinta Sinfonía (la única que le falta a la Deutsche Grammophon para editar la “integral” de las sinfonías), ella les dice a los músicos: “El Adagietto de esta obra tiene la desventaja de ser demasiado popular. Lo conoce todo el mundo. Por favor, olvídense de Visconti [es la banda de sonido de “Muerte en Venecia”]. Bernstein, cuando lo dirigió en los funerales de Bob Kennedy, lo hizo en 12 minutos: para él era una marcha fúnebre. Pero nosotros lo haremos en 7 minutos, veloz, apasionado, porque es música de amor. Mahler estaba enamorado de Alma cuando la compuso”.

Según Tár, no sólo el arte no tiene límites; tampoco los tiene su propia interpretación de ese arte, por caprichosa que sea: el inconveniente (para ella, para los otros) es que extiende el mismo criterio a toda su existencia. Como cualquier dictador. Y, desde luego, eso se paga. Sic semper tyrannis. En su caso, el suicidio de una discípula que se había enamorado de ella es el inicio de la bola de nieve que conducirá a su caída.

La película es candidata al Oscar en numerosos rubros, y elogiar una vez más la excepcional labor de Cate Blanchett sería redundante. Eso no obsta para que en los Estados Unidos y Europa (aquí se estrenó tardíamente) el film tuviera numerosos verdugos, no sólo por escenas tildadas de “retrógradas”, como la del enfrentamiento entre Tár y aquel alumno “no binario” en Juilliard, el que detesta a Bach, sino más bien por la mención de nombres y apellidos auténticos, o rasgos reconocibles de figuras públicas, mezclados con personajes de ficción. Esa combinación suele resultar explosiva.

El ex titular de la orquesta berlinesa, el también ficticio Andris Davis (Julian Glover), almorzando con ella nombra al famoso director caído en desgracia James Levine, al que el Metropolitan de Nueva York expulsó por denuncias de acoso sexual unos pocos años antes de su muerte (ocurrida en 2021) y al acusado Charles Dutoit; hasta Michael Tilson Thomas es ridiculizado por Tár cuando dice que “dirigiendo Mahler parece que gritara como una estrella porno” (comentario de pésimo gusto ya que MTT, como se lo llama popularmente en EE.UU., padece un cáncer terminal, lo que no se ignoraba cuando se rodó el film). Finalmente, la directora Marin Alsop, también nombrada durante el reportaje inicial —aunque de forma elogiosa— fue una de las primeras en atacar la producción. Según muchos, ella incluida, su perfil personal y profesional fue la base que inspiró el personaje de Tár.

También hay un ataque contra el millonario, filántropo y director de orquesta amateur Gilbert Kaplan, ya fallecido, a quien el guión sólo le cambia el nombre de pila (aquí es Eliot Kaplan). Se lo describe como un cholulo de Tár y, ulteriormente, su reemplazante y plagiario cuando ella cae en desgracia (le roba la idea de llevar un instrumento de metal fuera de la sala en el inicio de la Quinta Sinfonía, para que suene más lejano, además de robarle la partitura); eso da pie a una de las escenas menos verosímiles de la película, que hasta podría ser tomada por onírica: cuando Tár se le aparece en el concierto y a puñetazos baja a Kaplan del podio.

No es el único lunar de un film que, casi en su integridad, transcurre con fluidez y vértigo, pese a su duración. La caracterización de Francesca (Noémie Merlant), es más la de una servil ayuda de cámara que la de una aspirante a subdirectora de la Filarmónica (la “Leporella” que mencionamos al principio): en ningún momento se ve su relación con la música, y su lugar dentro de la historia es más funcional que otra cosa. Tampoco encaja del todo con el registro del film la escena del “descenso a los infiernos” cuando Tár persigue a una joven cellista rusa de la que se enamora, lo cual termina por subrayar demasiado el símil con Don Giovanni. Pero, más allá, de estas disonancias, algunas ambigüedades, y un desenlace un tanto grotesco (aunque coherente) Tár es un film que los amantes de la música clásica y del cine con personajes fuertes y controversiales no olvidarán fácilmente.