Tango de una noche de verano

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Uno se imagina que cierto tinte folklórico del cual están teñidos algunos símbolos de la cultura argentina como el dulce de leche, el colectivo o el mate, pueda servir de disparador para una discusión tipo sainete al final de un asado. Esto incluye una discusión sobre los orígenes del tango, por supuesto, mientras se reparten las cartas para otra mano de truco. Si Aki Kaurismäki cantó “envido” al decir que el tango es finlandés con sus primeros antecedentes a mediados del siglo XIX, y que le “da bronca que los argentinos digan que el tango es argentino. No se reconoce a Finlandia como parte de esta historia”, la “falta” se la cantan Gema Juarez Allen y Vivien Blumenschein, unidas para producir ”Tango de una noche de verano”. ¿La idea? Juntar a las personas adecuadas para ir a Finlandia y probar qué tan finés, es el tango argentino.

El documental, con pinceladas de road movie, junta la voz del “chino” Laborde, la guitarra de Diego “Kipi” Kvitko y las prodigiosas manos de Pablo Greco que siguen acariciando el bandoneón como pocos. Los tres, son “presentados” en su hábitat natural. La cámara los sigue en lo suyo como para que el espectador pueda vislumbrar a los personajes de ésta historia porque, en paralelo, la compaginación nos va mostrando a los “antagonistas” de esta gesta, el espejo extranjero de las profesiones como el cantante Numminen o el acordeonista Kari Lindkvist.

Reunidos en un “feca” (¿dónde sino?) aparecen las primeras luces del proyecto y también el humor, “claro: Gardel es uruguayo; Maradona japonés y el tango finlandés”, dice uno de los mozos.

A partir del despegue se va notando el ojo sensible de la directora alemana Vivien Blumenschein, con una notoria composición de imagen y concepto de encuadre. En especial cuando logra instalar en los músicos una agradable naturalidad, excepto, claro, en algunas licencias de puesta necesarias para hacer de “Tango de una noche de verano” una propuesta que va de graciosa e insólita a íntima y enriquecedora.

La impronta de todos para explicar quiénes son y por qué están allí, y la de los anfitriones para mostrar lo suyo, llevan a la mejor de las conclusiones respecto del idioma universal que es la música. Un inglés algo improvisado y un finés incomprensible, obliga a los músicos a expresarse en el otro lenguaje que conocen a la perfección. Ese “subtexto” de la película, los “duelos” musicales con mutua admiración y la estética en general, son las tres cartas fundamentales para que el espectador grite el “vale cuatro” y salga ganando.