Tan cerca como pueda

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La distancia. Hay películas que no sabemos de dónde vienen. Otras que parecen surgir de la nada, y van hacia la nada también, posiblemente perdidas de antemano para siempre, como botellas tiradas al mar o estrellas fugaces. En momentos en que se difunde con entusiasmo la idea de que lo mejor que le puede pasar al cine es apelar a los géneros –que le ofrece siempre al espectador un aire de familia, por lo menos un horizonte de previsibilidad al que recurrir para no perder pie– aparece una película así. “Así”, quiere decir sin actores, sin historia, sin género. Un pequeño milagro en medio del desierto: un orgullo secreto. La especie animal al borde de la extinción, que vuelve cada tanto para recordarnos un sueño antiguo, en el que íbamos al cine para sumergirnos en la pantalla y perdernos, para mirar y dejarnos llevar como sonámbulos, mecidos por las imágenes. El director Eduardo Crespo filma un pueblo de Entre Ríos (un lugar llamado Crespo, precisamente), filma un hombre, un chico y su novia, una familia, una maestra de danza. Filma también el trabajo, un noche en un boliche, una fiesta de bautismo. Cosas comunes y corrientes. Pero Tan cerca como pueda no es una “historia” sino un acercamiento sutil a los personajes, a la manera en que se relacionan y al mundo que habitan, construido con una delicadeza y una sofisticación que no son, por desgracia, para nada frecuentes. La primera escena muestra al protagonista en una sesión de kinesiología. Los que hemos padecido contracturas conocemos esos momentos donde en un instante se juega todo. Puede llegar el alivio, pero también la desilusión. Además de indicarle al masajista dónde duele, parece obligado disculparse por una mala postura diaria, por la repetición de un movimiento inadecuado o por haber dejado avanzar la dolencia hasta que ya no se pueda seguir sin la ayuda de un profesional. Desde ese instante en la película, el personaje va a estar marcado por lo primero que el espectador vio de él. Advertimos su incomodidad física, cierta indolencia en la postura; un modo de estar en el mundo en el que el cuerpo se resigna a existir bajo presión, metido hasta el cuello en algo que se parece al desamparo pero con la suficiente dignidad como para seguir “tirando” sin un quejido. Una poética del cuerpo unida a una ontología del sujeto. Crespo se revela muy pronto como un experto en una clase de arte auténticamente esquivo, casi inasible de tan discreto, que consiste, por ejemplo, en captar la fuerza que subyace en el modo de llevarse un cigarrillo a los labios de un personaje que está ubicado en un lugar cualquiera de la escena. O en la manera que tiene otro de acomodarse el pelo, de sostener un vaso y acodarse en una barra, o de simplemente estar parado en el balcón mirando caer el sol. Hay una potencia secreta en momentos como esos –y la película tiene muchos– que parece irradiarse sutilmente por los planos, convirtiéndolos en ese tipo de experiencia tan sensible a una porción ciertamente provisoria del cine. Esa que es capaz de evocar, una y otra vez, una pregunta que flota, siempre menos como imposición que como sorpresa; la clase de interrogante sin el cual el cine se ve reducido a alguna forma de entretenimiento más o menos justificable: ¿Qué es lo que estoy mirando? Como todo cineasta importante, Crespo no tiene en verdad una respuesta concluyente que ofrecer. Su película se dedica a esbozar una suerte de misterio transparente, en el que cada plano parece ofrecerse como testimonio de su vigencia y al mismo tiempo de su necesidad imperiosa: en Tan cerca como pueda todo es de una legibilidad conmovedora –el andar de los personajes, la sensación de soledad, especialmente del protagonista; la rutina como una de las formas menos socorridas de la desesperanza– pero, a la vez, no hay nada (o casi nada) que concluir al respecto. Ninguna certeza o mapa que nos instruya, que identifique una causa definitiva o nos invite, con todas las prevenciones del caso, a hacer sumariamente el “recorrido” de la película. Crespo se muestra mucho más interesado en trazar emocionalmente su territorio, dejar señales tenues (como quien deja caer piedritas para encontrar el camino de vuelta por si hace falta) que sirven no tanto para establecer de modo fehaciente un recorrido posible –por lo tanto, una decodificación, un modo de lectura– sino para iluminar brevemente su película, como el momento en que la cámara reencuadra apenas, para seguir por un segundo el trayecto del cigarrillo que rueda movido por el viento después de que alguien lo ha dejado apoyado en una piedra. Como suele pasar con el cine de Iván Fund (referencia obligada; ver la ficha técnica), Crespo parece empeñado en concentrarse en el fondo de cada escena –eso que, a falta de una palabra mejor, convenimos en llamar “alma”– para que florezca allí una especie de emoción secreta, construida en partes iguales con desapego y dedicación. El director prescinde de comentarios musicales, de diálogos emotivos, de encuadres “novedosos” y de belleza fotográfica. Incluso, la cámara parece desdeñar también la fotogenia, ese don particular mediante el cual el actor se recubre de un relieve especial y habita el plano llenándolo, como un semidiós o una criatura edénica. En lugar de todo eso, Crespo se conduce como si el acto de mirar casi desapasionadamente fuera el último gesto que tiene el cine para reestablecer con pertinencia un deseo primordial, siempre desafiado: mirar para volver a descubrir, al final, que aquello que nos rodea no puede ser descifrado del todo, que lo que miramos es en verdad un enigma que solo podemos completar, como un consuelo, con el uso de la especulación. Como si fuera un golpe, en Tan cerca como pueda, esta película formidable, el espectador afortunado puede intuir en los personajes –tan parecidos a esa sombra que viaja a nuestro lado, que deja caer los hombros, que se ilusiona con una chispa que creía perdida para siempre y que no acierta a describir el círculo de tristeza que lo envuelve– la distancia que los separa sin remedio de sí mismos.