T2: Trainspotting

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

La crueldad del paso del tiempo.

Trainspotting empezaba con la huida de Renton (Ewan McGregor) después de un robo mientras su voz en off enumeraba las obligaciones impuestas por el entorno, desde elegir una carrera hasta comprar un auto y conseguir un trabajo. Era, entonces, un escape desesperado de la policía, pero sobre todo de un modelo socialmente establecido que él catalogaba, peyorativamente, como “la vida”. Realizada dos décadas después de aquel film emblemático no sólo para el cine sino también para el por entonces incipiente brit-pop, cuyo “Born Slippy” integró la banda sonora y con los años se convirtió en un auténtico himno generacional, la secuela arranca otra vez con Renton, pero ahora sufriendo un problema cardíaco mientras hace cinta en un gimnasio de Amsterdam. Justo antes de caer redondo, unos breves inserts de la película de 1996 ilustran sus recuerdos. Esa mirada hacia atrás no le genera melancolía ni nostalgia, sino la certeza de que sigue apresado en un mundo ajeno y que no comprende aunque se esfuerce. Lo mismo le sucede a una película que, ante la imposibilidad de ir hacia adelante, reacciona igual que su protagonista: se cierra en su pasado, se muerde la cola, gira sobre su propio eje.

Nuevamente con el británico Danny Boyle (La playa, Slumdog Millionaire, 127 horas) al mando, T2: Trainspotting seguirá con el reencuentro de Renton con sus viejos camaradas después de regresar a la casa paterna en Edimburgo. A ellos tampoco les ha ido muy bien. Más bien todo lo contrario: el sacadísimo Begbie (Robert Carlyle) está guardado en la cárcel hace ya un largo tiempo y ahora idea un plan para escapar e iniciar a su hijo, quien aspira a estudiar una carrera universitaria, en el mundo del robo; Sick Boy (Jonny Lee Miller) se dedica al “negocio” del chantajeo junto a una prostituta de Europa del Este; y el buenazo de Spud (Ewen Bremner) sigue inyectándose aun cuando trató mil veces de recuperarse. El arribo del último eslabón del grupo, lejos de alegrías y abrazos, produce el reflorecimiento de reproches y tensiones grupales apaciguadas durante años, a la vez que algunas ideas para nuevos emprendimientos que difícilmente lleguen a buen puerto.

Aunque es cierto que prácticamente nada llega a buen en puerto en la vida de estos cuarentones. En ese sentido, si antes sobrevolaba una idea de no futuro, ahora lo hace una distinta y mucho más oscura, que es que hay un futuro pero nadie sabe muy bien qué hacer con él ni cómo enfrentarlo. Por eso T2 es menos festiva y arremolinada, más reposada y definitivamente triste que su predecesora, y por eso el paso del tiempo, tema antes ausente, ahora se vuelve central mediante múltiples (por momentos demasiadas) referencias al film anterior e incluso a la infancia de Renton y compañía. Los que se mantienen son los juegos visuales del director. Esos movimientos de cámara, el montaje acelerado, los congelamientos y los encuadres descentrados podían ser relativamente sorprendentes a mediados de los ’90, pero hoy, ya convertidos en marcas estilísticas, huelen a gastado.