Synecdoche New York. Todas las vidas, mi vida

Crítica de Martín Lipszyc - Comunar

Se trata sin dudas de la película más difícil de explicar que vi en mi vida.

Lo primero que hay que tener en cuenta respecto a ésto es que el guionista y director es nada menos que Charlie Kaufman, el mismo que escribió los guiones de El ladrón de orquídeas, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y ¿Quieres ser John Malkovich?. Es decir que ya estamos acostumbrados a las idas y venidas en el tiempo, en los desfasajes de realidad y ficción… Y, sin embargo, Todas las vidas, mi vida - Synecdoche New York es la más difícil de todas.

Pero no es cuestión de meter miedo, así que ahondemos en la película.

Philip Seymour Hoffman es Caden Cotard, un director de teatro respetado y exitoso, pero absolutamente hipocondríaco. Vive con su mujer, Adele -Catherine Keener-, una artista, y su pequeña hija de 4 años. Un día, harta de las enfermedades de su esposo -que no son sólo mentales, sino que también se manifiestan-, la mujer lo abandona y se va a Berlín con la niña (en la capital de Alemania Adele es muy exitosa como pintora).

A todo ésto, a Caden le otorgan una beca muy prestigiosa para que financie una obra de teatro, y decide que finalmente va a hacer una obra que quede en la historia.

Se muda a Nueva York, alquila un galpón enorme, y empieza con la obra. Pero se da cuenta de que si quiere realmente trascender, debe hacer algo único. Y no hay nada más único para él que él mismo. Por eso, monta una obra con su vida como eje.

Y allí empiezan los nudos porque, claro, es necesario un actor que lo interprete. Y un escenario que sea la ciudad. Así, ese galpón se convierte en un mundo dentro del mundo, al punto de que los personajes viven en tanto hay obra, pero no dejan de ser actores. Sólo que para Caden la obra existe todo el tiempo.

Realmente impresionante, con un montón de personajes, muertes, crecimientos, y una obra que no termina nunca.

Lo que más destaco de la película es el haberme sentido respetado en mi inteligencia como espectador. Este film se completa al 100 por ciento con la capacidad cerebral de quien la vea, y, como pocas veces sucede, el director apela a la materia gris de quien la vea. Es un desafío difícil, duro, pero hermoso a la vez. Y eso es lo que diferencia a una película que trasciende de una que simplemente es buena.