Synecdoche New York. Todas las vidas, mi vida

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

El gran teatro del mundo

La primera película como director de Charlie Kaufman, el guionista de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y ¿Quieres ser John Malkovich?, parece jugar con unas posibilidades infinitas, pero queda prisionera de su propio mecanismo.

Había mucha expectativa en el Festival de Cannes de hace un par de años cuando se anunció, en competencia oficial, la presentación de la primera película como director de Charlie Kaufman, el guionista de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y ¿Quieres ser John Malkovich? Al fin y al cabo, esas películas parecían ser más suyas que de sus directores, Michel Gondry y Spike Jonze. La decepción, sin embargo, fue equivalente a esa expectativa, quizá desmesurada. Es verdad que, como en aquellos títulos, Todas las vidas, mi vida transcurre casi íntegramente en la cabeza de su protagonista, como si cargara con su propio laberinto portátil. Y que tiene que ver también con temas que ya estaban en esa obra previa: la memoria, la identidad, la pregunta por el éxito o el fracaso de una vida. Pero librado a su propio arbitrio, sin otra restricción que su juicio personal, Kaufman da rienda suelta a una autocomplacencia, una solemnidad y una megalomanía que ya estaban antes allí pero que, evidentemente, Gondry y Jonze supieron mitigar con dosis equivalentes de lirismo y humor.

El protagonista absoluto de Synecdoche, New York es Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman, casi más exigido en su histrionismo que en Capote), un director teatral al que no cuesta demasiado imaginar como una suerte de alter ego del propio Kaufman, al menos en sus tormentos como artista. Infelizmente casado con una artista plástica tan sofisticada como cínica (un papel que parece calzarle como un guante a la magnífica Catherine Keener), Caden lleva una triste rutina cotidiana, angustiado no sólo por la crueldad de su esposa –que llega a confesarle en una sesión de terapia de pareja, sin el menor atisbo de culpa, que soñó con su muerte, y fue feliz– sino también por sus propios cuestionamientos como creador. ¿Lo es, acaso? ¿Tiene algún valor la puesta que está ensayando, en un college suburbano, de Muerte de un viajante, de Arthur Miller? ¿Alguien reparará en la innovación que significa hacer interpretar todos los papeles a gente muy joven, como una forma de anticipar el fracaso y la frustración que les espera y que está en el centro de esa pieza crucial del teatro estadounidense de posguerra? ¿El fracaso y la frustración de Willy Loman, el protagonista, serán también las suyas?

A diferencia de la dramaturgia de Miller, si hay algo que siempre fue evidente en la obra de Kaufman es que nunca trata sus temas desde una perspectiva realista. Lo suyo es el sueño, la pesadilla, el eterno resplandor de unas mentes en llamas que no dejan de imaginar vidas paralelas y alternativas, aquello que pudo haber sido o que eventualmente podría ser. En ese sentido, Synecdoche, New York no sólo es coherente con sus obsesiones previas, sino también muy explícita desde su título: lo que habrá de representar Caden –como toda sinécdoque– es una parte por el todo. El y sólo él será la realidad. A tal punto de que no bien la película empieza a mostrar fracturas –y eso sucede enseguida– con el relato lineal y con eso que llamamos “mundo”, Caden ya está montando otra obra, gigantesca, desmesurada, una con la que representará toda la historia de su vida, la que fue, es y será, o querría ser.

Es en esa zona, la más densa y predominante, donde la película parece jugar con unas posibilidades infinitas y queda, sin embargo, prisionera de su propio mecanismo, ahogada por su sistema, reducida finalmente por la pequeñez de su personaje. Maniático obsesivo, Caden –como proponía aquel cuento de Borges (“Del rigor en la ciencia”), donde la representación toma las dimensiones de la realidad al punto de reemplazarla– se toma toda una vida para representar la suya. “Caden, ¿cuándo vamos a estrenar? Hace 17 años que estamos ensayando”, le reprocha uno de sus asistentes. El agobiado espectador de la película de Kaufman casi podría recriminar lo mismo. A diferencia de la de Willy Loman, la vida y muerte de Caden no parece que pudiera importarle a nadie.