Suspiria

Crítica de Pablo Suárez - Sublime Obsesión

Sin duda, Suspiria es una de las películas más fascinantes de Darío Argento. Y también una de las mejores películas de terror de los ’70, una década privilegiada para el horror en el cine. Para muchos, es su obra maestra – aunque, a decir verdad, Inferno compite cabeza a cabeza, y hasta quizás es mejor. Entonces, ¿qué necesidad había de hacer una remake? El primer motivo es obvio: con el marketing adecuado, se podría ganar mucho dinero. O no. Porque la apuesta es muy arriesgada. Segundo motivo: porque podría ser un gran proyecto para que se luzca un cineasta ambicioso. Más precisamente, un director de cine de autor o de mainstream con rasgos de autor. Y esto también tiene riesgos importantes.

Sea como fuere, Lucas Guadagnino, el director de El amante, A Bigger Splash y la oscarizada Call Me By Your Name, dijo que hizo su remake de Suspiria pensándola como un homenaje inspirado en su experiencia como espectador, siendo adolescente, al ver la original. Lamentablemente, resultó ser un homenaje no correspondido ya que al propio Argento no le gustó nada y expresó que Guadagnino traicionó el espíritu de su película.

Y tiene razón. Porque la Suspiria de Argento es un giallo demente, un cuento de hadas atemporal y barroco lleno de muertes sangrientas, una película de terror desmesurada y visceral. Estéticamente, tiene una puesta en escena formalista, con una paleta de colores primarios y furiosos, y un diseño de producción casi surrealista. Es una ensoñación bellísima.

En cambio, la remake es más un thriller de un realismo estilizado que una película de terror desaforada. También es un relato contemporáneo que incorpora una mirada histórica, social, política y feminista. Tiene un par de muertes impresionantes, muchísimo gore en la larga escena del clímax, y un muy buen uso de los efectos especiales. Su tono es frío y desapasionado, muy acorde a su desaturada paleta de colores de grises, verdes y ocres – excepto cuando un rojo encendido tiñe los trajes de las bailarinas e inunda toda la secuencia del clímax. De ensoñación, ni hablar. Pero las escenas de danza sí impactan, sobre todo en su montaje tan exacto y contundente. En síntesis: es una película muy diferente.

Pero no necesariamente por eso tiene que ser mala. Porque no todos sus cambios son negativos en sí mismos. Es un mérito que Guadagnino no haya intentado copiar la estética de Argento, ni en sus colores ni en su deliberada artificialidad. ¿Qué sentido tendría hacerlo? La presencia del contexto social y político podría haber sido un acierto. Del mismo modo, hacer de la naturaleza de la danza uno de los centros de la narrativa, tal vez representando así el poder demoníaco de las brujas, no es una mala idea. Lo que pasa en esta Suspiria que hace que sea tan visiblemente mediocre es algo mucho más elemental: no funciona en sus propios términos. Es decir, mucho de lo nuevo está mal hecho. Al menos durante casi toda la segunda mitad. Considerando que este homenaje fallido dura 150 minutos (versus los 100 minutos de la original), la mitad es mucho tiempo.

Todo transcurre en Berlín, antes de la Reunificación Alemana, en 1977 (el año del estreno de la Suspiria de Argento) durante el período conocido como el otoño alemán, cuando terroristas de la Fracción del Ejército Rojo (RAF) secuestran a Hanns-Martin Schleyer, destacado dirigente empresarial alemán y antiguo oficial del nazismo. Apenas semanas después se produciría otro secuestro: el del vuelo LH181 de Lufthansa por parte del Frente Popular para la Liberación de Palestina bajo la dirección de miembros de la RAF. De ahí, entonces, las revueltas, los bombardeos y los enfrentamientos con las fuerzas del orden de esta Berlín dividida.

Mientras tanto, Patricia (Chloë Grace Moretz, ligeramente sobreactuada), una joven y deseperada estudiante de la Academia de Danzas Tanz, intenta convencer a su psiquiatra, Josef Klemperer (una irreconocible Tilda Swinton, con un maquillaje impecable) de que la academia está dirigida por brujas. Por supuesto, el psiquiatra cree que Patricia delira y hasta se podría decir que su delirio le resulta fascinante. Pero cuando, días después, Patricia desaparece, el buen hombre decide investigar qué es lo que está pasando en la Academia Lanz – aunque se especule que la desaparición de la joven está relacionada con su posible participación en movimientos políticos. Eso por un lado. Porque, aparte, el Dr. Klemperer vive apesadumbrado, mejor dicho torturado, por otra desaparición: la de su esposa durante la Segunda Guerra. ¿Se escapó de los nazis? ¿Vive en otro país bajo una nueva identidad? ¿O murió durante el Holocausto?

A todo esto, Susie (Dakota Johnson), una talentosísima bailarina proveniente de una familia de menonitas de Ohio, EEUU, llega a la prestigiosa academia de danzas y sin mucho esfuerzo deslumbra a Madame Blanc (Tilda Swinton, otra vez), una de las directoras/brujas. Así, no solo se convierte en una estudiante brillante, sino también en el objeto de deseo de las brujas, quienes necesitan encontrar una joven como Susie para que entregue su cuerpo como recipiente a la casi moribunda Madre Helena Markos (Swinton, una vez más irreconocible). También están los celos y luchas de poder en el aquelarre (entre las brujas y también entre las estudiantes), los secretos y las revelaciones, más todas las (muchas) metáforas que la danza propone. Y unas cuantas cosas más, entre ellas una investigación policial con dos agentes bastante estúpidos.

Como uno de sus rasgos feministas, esta Suspiria tiene un elenco casi exclusivamente de mujeres (los dos policías son la excepción), y entre ellas están Angela Winkler e Ingrid Caven, como brujas, y la misma Jessica Harper (la Susie de Argento, quien aquí interpreta a la esposa del psiquiatra en una subtrama). Y claro que se agradece la presencia de estas actrices, sus miradas y sus rostros no pasan desapercibidos. Solo que estas dos brujas son personajes sin desarrollar, son apenas bosquejos. Y a Harper no la ayuda ser la protagonista de otra subtrama que nunca termina de cuajar. Es que recurrir nada menos que al Holocausto (¿cómo alegoría de qué, exactamente? ¿o solo es un marco histórico innecesario? ¿o hay que tomar en serio un par de alusiones obvias) y hacerlo de una manera tan superficial es hasta ofensivo. Sin embargo, en el caso de Swinton y Johnson, las dos grandes protagonistas, Guadagnino sí construye mujeres fuertes, con presencia y, al menos, con algunos matices. Y las interpretaciones están muy afinadas. Pero siempre queda la sensación de que el feminismo está tomado como tema solamente para ser enunciado, sin voluntad de elaborar discurso alguno. Es solo un gesto.

Y este mismo gesto oportunista también aparece en las referencias a la RAF, a los secuestros de Hanns-Martin Schleyer, y al avión de Lufthansa. Acá tampoco se profundiza en nada. Existe la pretensión de hablar de la Historia con mayúscula, pero la verdad es que no se dice nada relevante. Por eso, no hay una conexión genuina con la trama principal. En otro registro, están los flashbacks de la subtrama que habla de Susie y su madre, cuando ella era una niña. Y aunque esta vez esto sí tiene un sentido dentro de la trama principal, no deja de ser otra línea más que contribuye, muy a su pesar, a diluir la tensión y la fuerza de la película. Demasiadas pequeñas historias, casi todas poco significativas, de la mano de un director que no sabe muy bien qué hacer con ellas.

Claro que sí sabe como plantearlas, darles un puntapié, hacer que entren en movimiento. En este sentido, Guadagnino prepara bastante bien el terreno. Por eso toda la primera mitad funciona bastante bien. Y hasta promete, incluso con su estilo tan diferente al de Argento. Seguramente la secuencia más impresionante es aquella en la que Susie deja a todas las mujeres boquiabiertas con su ejecución excelsa de un tipo de danza dificilísima (también un despliegue insospechado de magia negra) que tiene un efecto mortal en una compañera atrapada en un salón cercano. Basta decir que hay huesos que se quiebran violentamente, piel que se rasga y lacera, y golpes tremendos que hacen del cuerpo un escenario de un sufrimiento extremo. Más escalofriante, imposible. Y todo está filmado con una precisión y eficacia admirables, desde la muy cuidada fotografía hasta el montaje crispado, pasando por el sonido tan perturbador. Claramente, la técnica cinematográfica es inmejorable.

Aún así, lo más frustrante de esta Suspiria es cómo un director con muchos recursos es víctima de su propia ambición y desaprovecha todo lo que potencialmente tenía a su favor (incluyendo el cambio de estética). Porque se nota que hay momentos muy inspirados y otros que están cerca de serlo. Incluso, hasta cierto punto, se genera cierta intriga. Pero como thriller de terror es demasiado cerebral como para dar miedo. Es más, es una película que, en términos generales, ni siquiera intenta estremecer. No parece ser la mejor de las elecciones.

Ah, y digámoslo de una vez: el final es pésimo, indigno de una película de brujas (y eso es decir poco). Incluso antes del final ya hay unos cuantos desvíos incongruentes y arbitrariedades varias. Por eso, cuando todo empieza a derrapar, queda bien claro que este relato con demasiadas pretensiones no tiene la solidez necesaria para mantenerse en pie.

Mejor hubiera sido que Guadagnino dejara a Suspiria en paz y, en todo caso, filmara una secuela de Call Me By Your Name, que, más allá de gustos personales, está muy bien dirigida y sí satisface las expectativas que genera. Porque si es cierto, como se rumorea, que Guadagnino ya tiene en mente una precuela para su Suspiria donde contaría la historia de Helena Markos, entonces ni el aquelarre más poderoso puede salvar al cine de terror de ese ataque. Esperemos que se arrepienta.