Suspiria

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Arre arre el aquelarre.

El cordón umbilical entre la Suspiria de Darío Argento (1977) y esta suerte de remake de 2018 a cargo de Luca Guadagnino se corta desde un comienzo cuando el planteo estructural se divide en seis actos como si se tratara de una puesta en escena eterna, con movimiento y vida propia. Podría decirse que ni bien respira la Suspiria de 2018, el bebé murió pero no para renacer sino para volver a recrear un ideario que no tiene absolutamente nada que ver con el contexto y estilo de 1977.

Eso no significa en lo más mínimo que detrás de la propuesta del italiano Guadagnino, que se acomodó rápidamente a la ductilidad de Tilda Swinton para darle el papel justo entre la ambiguedad que la caracteriza desde su extraña fisonomía andrógina y la sensualidad de una Dakota Johnson completamente alejada del “bodriazo” de Las sombras de Grey, más un puñado de ideas visuales y puesta en escena jugadas, alcanza con suficiencia para transmitir un universo en el que la idea del aquelarre camuflado en la escuela de baile se expone con mayor fuerza que la sugerida en la versión original.

A la truculencia de los asesinatos con los planos y los cortes de Darío Argento en ese frenesí del technicolor que funcionaba para aquella época de giallos y películas de terror policial, Guadagnino lo resuelve con una danza anti ballet clásico que hace hincapié en los espasmos del cuerpo, las contorsiones de las extremidades más que en el desplazamiento armónico en un espacio limitado, en un trance bastante perturbador que complementa desde la banda sonora para desplegar toda la imaginería macabra promediando el último acto.

El agregado de un contexto político con una sutil referencia al nazismo, al ejército rojo, atentados terroristas, entre otros detalles que no conviene anticipar en esta nota, son absolutamente innecesarios; generan para la trama un problema de extensión (151 minutos es mucho) y la falta de criterio para unificar todo ese contexto, con el clima fantástico sobre la base de una historia de brujas en Berlín.

Porque en definitiva, más allá del esteticismo “artie” de Luca Guadagnino, quien parece no confiar en la sencillez de un género fácil y entretenido, desechable como un buen helado a medio derretirse, Suspiria es una historia de un aquelarre. Con brujas que adoptan el cuerpo humano pero que en realidad son monstruosas y anhelan la juventud eterna, los cuerpos perfectos y la belleza de las formas cuando la deformidad humana y sus miserias son más peligrosas y mucho menos entretenidas.

Ejemplos como el de Suspiria 2018 ponen en jaque la creatividad del género, la improvisación de la clase b que no se toma para nada en serio ninguno de los tópicos que explora porque confía en la suspensión de credibilidad, motor que para ciertos directores es indicio de mediocridad para no decir la verdad sobre sus propias inseguridades.