Suspiria

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El encantamiento de las brujas

A partir del film maestro de Darío Argento, el director italiano logra una película que es reelaboración del original así como personal mirada de mundo, en donde la mirada de la mujer se asume como nudo y desenlace.

Si se trataba de dejarse llevar por las primeras impresiones, nada debía esperarse de una remake del film de culto de Darío Argento. La nueva Suspiria, enmarcada en el gusto por actualizar -las más de las veces de modo lavado- grandes o exitosos títulos de otras épocas, y desde la dirección de Luca Guadagnino -responsable de la sobrevalorada y mediocre Llámame por tu nombre-, no podía ser menos que noticia desfavorable, de fastidio.

Pero la película es la que habla. Será por el abordaje de un género específico -el terror italiano, aquí de matices giallo-, será por el aura que el cultual Argento desprende (de un modo cada vez mayor), o será por la prescindencia de esa corrección turística y desafectada de Llámame por tu nombre, que Guadagnino ha encontrado en Suspiria una personal manera de repensar el legado del film original (más la filmografía de Argento), y lograr una reelaboración que añade algunos guiños y sabe salir airosa por derecho propio.

De este modo, las alusiones a la Suspiria original se asumen de modo inmediato, se adoptan como marco desde el cual dar paso a la sinfonía macabra y feminista que sigue. Es decir, la nueva Suspiria transcurre, como el film primero, en una escuela de danza alemana que esconde a una cofradía de brujas. Allí va a parar la estudiante ignota. Presuntamente ignorante, al menos, de lo que por entre las paredes espejadas se esconde, entre pasillos de laberinto y altar de ofrendas.

Por otra parte, el film de Guadagnino se ambienta en 1977, mismo año del estreno del film de Argento, con lo cual el ambiente que se recrea es todo un acierto para el gusto cinéfilo, a partir de una atmósfera reminiscente desde el tono aportado por tantas películas. También reverberante de hechos reales, entre amenazas y atentados terroristas que evidentemente juegan como eco pretendido con los tiempos actuales.

Luca Guadagnino encontró en Suspiria una personal manera de repensar el film original.
La nueva Suspiria se construye desde el duelo fascinado entre sus dos protagonistas principales: Susie, la bailarina aprendiz (Dakota Johnson) y Madame Blanc (Tilda Swinton). Entre las dos está el balance y el enfrentamiento, la seducción y la repulsión, la maestra y la discípula. A la vez, la propia Swinton se replica en otros dos personajes. Si el lector de la nota no está al tanto, mejor dejar que la película juegue su ilusión para averiguar dónde más está la Swinton. Su cuerpo lánguido, de ojos que fulminan, la androginia, Swinton es la bruja ideal.

Vale decir que Suspiria es un film macabro y feminista. Por un lado, la reminiscencia del horror sobrevivido y perpetrado tras la Segunda Guerra se respira, y de manera explícita en el duelo sin final del Dr. Klemperer. Es él quien indaga en los motivos neuróticos, alterados, de sus pacientes: chicas que huyen sin suerte de las garras de este ballet malsano. A propósito, la institución artística que se recrea se sabe también lugar de consonancias pérfidas, en donde la disciplina sobre los cuerpos corre en una dirección que podría torcer el disfrute y placer mismo. Algo que Darren Aronofsky abordó también con El cisne negro, no casualmente, otra película de terror.

En esta escuela de ballet -cuya disciplina es algo desgarbada y las caricias femeninas guardan un matiz voluptuoso-, lo que se enseña es a dejar aflorar lo que se esconde. Y Susie viene cargada de mucho, demasiado peso, algo que la obliga a estar cerca del piso, a reptar. Pero la orden es que salte, que aprenda a volar. La alusión bruja está en curso. Sobre todo cuando Madame Blanc le pregunte sobre cómo se sintió al bailar de una manera tan única como tan visceral: "Fue como coger. Con un animal", responde la alumna, extasiada.

En tanto, en los movimientos que se trazan hay danzas macabras que esconden réplicas mortales, con títeres que reiteran como muñecos retorcidos la coreografía de origen. Todo conduce a una transfiguración del cuerpo que se desarticula y reorganiza sus piezas en una forma final horrible. Luego, hay que tirar los desechos, como en la carnicería. Un baile de horror y pulsión desenfrenada que logra su cometido. Pero por fuera de la simple vista. Lo logra como acto prestidigitador. Mientras la mirada está atenta en determinado acto, es en otro lugar donde ocurre lo truculento.

Mención aparte merecen los sueños, que se cuelan sin permiso y logran una sucesión de imágenes de alerta y repugnancia, que prevalecen desde la seducción que les organiza; la sangre reúne el ánimo ambivalente: atracción y rechazo. A través de ellos ocurre el nexo esencial de esta hermandad de brujas, con la mira puesta en alcanzar su estado pleno. Es decir, el llamamiento hacia la situación final, en donde ocurrirá lo tantas veces postergado, entre cuerpos femeninos refulgentes en su desnudez y griterío sangriento.

Ahora bien, no debe leerse el horror aquí referido como mera acumulación de golpes de efecto -que no esconden algún primer plano dedicado a rememorar los acuchillamientos tan cultivados por Argento-, sino como aquelarre de semántica femenina, con la mirada depositada en ellas y desde ellas. Lo que surge es hipnótico, seductor, terrible, lleno de ira. Una combustión de elementos destinada a retorcer lo que toca, tras tantos años de reclusión, con este establecimiento como escondite simbólico. Entre las escenas que lo subrayan, figura la de burla brujeril a los hombres policías. Hay que descubrirla en la película y dejar que sea el disfrute de la propia Susie la que guíe en la comprensión de la secuencia.

Y por último, claro, la gran Jessica Harper, cuya aparición funciona a la manera misma de un hechizo. Su rostro y cuerpo menudo ya la habían vuelto lugar hipnótico en El fantasma del paraíso, de Brian De Palma. En la Suspiria de Argento, su inclusión se reveló sustancial, de sensibilidad compartida entre ambos films. Verla otra vez es volver al cine de otras épocas, gran cine. Un atinado momento afectivo que la nueva Suspiria guarda como regalo pero también como acto de ilusión.