Suspiria

Crítica de Guillo Teg - El rincón del cinéfilo

Dentro del género del terror hay un pequeño conjunto de producciones que podrían inscribirse como difíciles de revisar en una nueva propuesta. Están ahí como inmaculadas por virtud de la época en la cual fueron realizadas dejándolas como si fuesen bustos de bronce en un museo. “El monstruo de la laguna negra” (Jakc Arnold, 1954), por ejemplo, sería imposible de ver hoy sin reconocer que el tiempo no ha sido generoso con ella, dado el propósito para el cual fue concebida, pero no deja de ser un clásico indiscutible y debidamente homenajeado en la criatura diseñada por Guillermo del Toro en “La forma del agua” (2017). “Suspiria” (y todo el cine de Darío Argento de los años ‘60 y ‘70) también están dentro de este grupo por más de una razón.

Esta semana se estrena la nueva versión del ya clásico, y decimos versión porque tal vez el término remake queda corto. “Suspiria” es de esas obras que dejan a uno rascándose la cabeza. ¿Qué pasó? ¿Qué quiso contar?

De la original sobrevive el esqueleto argumental. Susie (Dakota Johnson) es una bailarina proveniente de Ohio, Estados Unidos, que llega a Berlín en 1977 para formar parte de una rigurosa academia de danza manejada exclusivamente por Madame Blanc (Tilda Swinton), las señoritas Tanner (Angela Winkler), Millius (Alek Wek), Mandel (Jessica Batut) y Boutaher (Clémentine Houdart); mujeres de siniestra impronta. Susie va entrando en este nuevo universo y se va conectando con compañeras como Patricia (Chloë Grace Moretz) Olga (Elena Fokina) y Pavla (Fabrizia Sacchi), pero también atraviesa una suerte de mimetización con el macabro lugar que se va revelando como la casa de una secta oscura manejada por brujas.

Más que una remake, decíamos, la película de Luca Guadagnino, responsable de la sobrevalorada “Llámame por tu nombre” (nominada al Oscar el año pasado), es una expansión del universo planteado hace más de cuarenta años por Darío Argento. Una expansión que conserva virtuosamente hasta la manera de filmar, incluidos los zoom repentinos propios de los años setenta, agregándole además tres ítems meticulosamente trabajados: La dirección de fotografía (Sayombhu Mukdeeprom) cuidada, elaborada, precisa; la banda de sonido de Thom Yorke (el líder de la banda Radiohead) que entrega sonidos y acordes generadores de climas ominosos e inquietos; y el gran trabajo de compaginación de Walter Fasano con cortes milimétricos de una justeza envidiable. Más tiempo entre cuadros le hubiesen quitado valor a los planos y menos hubiesen resultado caótico (la escena del montaje paralelo entre dos salones de ensayo, con el cuerpo de una bailarina llegando al pico máximo de expresión en el de arriba y la destrucción total del cuerpo de otra en el de abajo, es un ejemplo cabal)

Entonces, con todo esto ocurriendo en la pantalla, ¿por qué éste estreno se cae a pedazos en paralelo con sus virtudes? El quid de la cuestión está en el guión, y en la preponderancia de un personaje en particular. En la original el vínculo entre las mujeres y su relación, con el claustro voluntario por acción de las brujas macabras, era el principal sustento de la alienación y del terror psicológico, usando la Berlín de la Guerra Fría como decoración histórica, sin ninguna injerencia importante en el desarrollo, más que una somera sugestión. La versión 2018 de dos horas y media (una hora más que su homónima anterior), no solamente intenta tomar el contexto político y social como un segundo personaje en detrimento de lo que sucede dentro, además lo hace de manera torpe y errática. Inserta información que ni el relato principal ni el espectador necesitan, como los ataques del grupo de ultra izquierda Baader-Meinhof con el secuestro del avión de Lufthansa como baluarte.

Por si fuese poco, hay un psiquiatra (interpretado también por Tilda Swinton, pero con mucho maquillaje) que sufre todavía el dolor de una pérdida en la Segunda Guerra Mundial. Este personaje en particular intenta servir también de anclaje emocional para Sara (Mia Goth), una de las bailarinas que también se da cuenta de cómo viene la mano dentro de la academia. Cuando el dolor que se sufre dentro del edificio intenta ser una metáfora de las heridas que todavía no cicatrizan, es cuando Suspiria se vuelve pretensiosa y vacía.

Párrafo aparte para el elenco. Todas están bien. Todo el elenco cumple con creces los desafíos físicos y emocionales que propone el guión, pero la química entre Tilda Swinton y Dakota Johnson (una actriz cuyo talento sobrevivió a la trilogía de las “Sombras de Grey”) traspasan la pantalla. Sus personajes se miran, se estudian, se admiran mutuamente, se desean y se complementan. Hay un erotismo latente en este vínculo (también en el resto porque el sexo, en especial el reprimido, no es un tema menor aquí) que logra imponerse hasta en los momentos de zozobra del guión y es gracias a la entrega de ambas. Irónicamente, el discurso establecido en el texto cinematográfico, al igual que el de la imagen, roza momentos de injustificada dualidad y hasta se le podría dar la razón a cualquiera que lo tilde de misógino. Responsabilidad absoluta del realizador.

¿Y el gore? ¿La sangre? Pues eso que ha caracterizado al cine de Argento de aquella época, esa truculencia artesanal de la cual el director hizo su marca de fábrica usando gran cantidad de sangre de utilería que ya en esos años se veía artificial, pero contaba con un público más naif y dispuesto a creérsela, también está aquí. En este sentido, el espectador va a ser testigo de cómo el cine se transforma en teatro mal filmado, el gore en una exacerbación del mal gusto y las acciones de los actores en movimientos contradictorios. Son unos veinte minutos de una orgía desproporcionada que hasta da la sensación de haber sido grabada por estudiantes de cine que no aprobaron ninguna materia. Lo que debía aportar al horror, se transforma en una secuencia que mueve a risa. Un verdadero paréntesis en el cual vale todo, aunque se rompan los códigos instalados hasta el momento.

El producto final logra generar sensaciones encontradas, y si bien hay elementos, golpes de efecto, climas enrarecidos, y escenas de notable factura, como las mencionadas antes del show de la sangre final, el relato no logra sostener su poderío visual y sonoro, aun cuando varias de estas escenas quedan rumiando en la mente. Vuelven inexplicablemente más de una vez luego de haberla visto. Es eso. Esta “Suspiria” genera tanta intriga como intrascendencia. Es desconcertante. ¡Ah!, hay veinte segundos más al final de los créditos. Ni se moleste en entenderlos.