Sucker Punch: Mundo Surreal

Crítica de Federico Karstulovich - Otros Cines

El (des)encanto de la publicidad

Es complicado. No hablo del argumento de la película (de serios y problemáticos puntos de contacto con esa cumbre de la arbitrariedad disfrazada de complejidad llamada El Origen) sino que me refiero a la dificultad de encontrar fundamentos para buscar cine ahí donde hay un vulgar despliegue publicitario. 2046, de Wong Kar-wa,i también tenía ese bichito de la publicidad encubierta pero cuando menos, por encima de ese desfile banal de imágenes perfectas, lustrosas, coloreadas por post producción, todavía sobrevivía una historia con densidad propia, con peso específico.

El problema de la publicidad en el cine, valga aclarar, quizás no sean los manierismos formales, sino que lo cinematográfico se convierta en una mera excusa de lo publicitario. Sucker Punch padece esa limitación, que es la de los formalismos arbitrarios. Allí donde la publicidad se vale de los procedimientos para la venta, el cine debería poder valerse de la publicidad para otra clase de cosas. El problema es que Snyder, a diferencia de películas anteriores, filma jerarquizando procedimientos de la publicidad (la obsesión con los travellings circulares, con el detalle milimétrico de las superficies, la negación de la profundidad de campo, el uso brilloso del color y el contraste).
Por eso, toda narración posible queda suspendida en la negación: y es allí donde aparece el inconveniente ya que, al contrario de ser una cerebral película de guión (algo de lo que se la podría acusar por sus giros y vueltas de tuerca), resulta un producto de diseño, bidimensional, publicitario. Pero al no abrazar a la publicidad como punto de partida, como posicionamiento consciente, reflexivo (algo de eso había en 300, del mismo director), es esa misma negativa la que se deglute lo cinematográfico. El resultado: diseño de producción deslumbrante que provoca apatía.

Esa focalización en el diseño niega tres veces: se niega a narrar, se niega a generar inestabilidad alguna en los personajes o en el espectador, y finalmente niega toda exterioridad posible a los tópicos de la publicidad. Sucker Punch es un mundo cerrado: renuncia a narrar mediante una recurrencia cíclica de eventos símil videojuego al pasar de un nivel a otro; esa renuncia nos lleva a una renuncia nueva, que es la negación de la más mínima posibilidad de peligro físico o psíquico (el diseño de producción trabaja con una perfección formal de la nitidez de imagen que se complementa con una tendencia a conservar el foco casi constantemente, generando una sensación de irrealidad calma: un mundo de explosiones y esquirlas que acarician la piel tersa); por último, esa renuncia al peligro es la renuncia definitiva al mundo, porque en el film de Snyder todo es acolchonado en su moralista obliteración de violencia o sexualidad (la violencia no lastima y la sexualidad es de muñequitas de piel brillosa y polleritas levantadas, no más que eso) y esa sola idea se da de bruces con cualquier pared de ladrillo.

Quizás ése sea su peor problema: el contar un mundo no sin realidad sino carente de fe en su imaginario. Sin ese mínimo grado de credulidad, la interacción entre los cuerpos y el mundo que los rodea es imposible, precisamente porque sus caminos son divergentes. Por eso, los procedimientos virtuosos, exhibicionistas, los movimientos de cámara son los que buscan restituir el estatismo de estampita del mundo muerto (que ni la publicidad ni el CGI pueden construir). Quizás porque, a diferencia de películas como Avatar o inclusive la nueva película de Spielberg sobre Tintín, en Sucker Punch nada ni nadie interactúa con su medio. La película, en ese punto, ni siquiera expone a su protagonista a las posibilidades del azar sino que siempre se guarda un fuera de campo salvador.

Ahora: ¿es incoherente este planteo en una película acerca de un personaje encerrado en un neuropsiquiátrico y que quiere escapar? No, no lo es. Pero el cine es mucho más que un despliegue cerebral, algo que, ni siquiera salva a Snyder del abismo de su propia banalidad visual.