Steve Jobs

Crítica de Alejandro Lingenti - La Agenda

Solo no conseguía nada

Michael Fassbender compone un Jobs extraordinario, cuya mayor batalla no era para conquistar el futuro, sino para domar sus propios demonios.

A fines de 2009, Steve Jobs llamó a Walter Isaacson, periodista que fue CEO de la CNN y editor gerente de la revista Time, para insistir con una propuesta que le había hecho cinco años antes: la publicación de una biografía con la que soñaba hace rato, ahora totalmente convencido de que era el momento preciso. En abril de ese año, Jobs había sido sometido a un transplante de hígado necesario para paliar el cáncer de páncreas que se le había detectado en 2003. Unos meses antes, en agosto de 2008, un suceso fortuito y ciertamente desagradable lo había alarmado: la agencia de noticias Bloomberg publicó por error un obituario que tenía preparado hace un tiempo, en función de la resistencia que Jobs había presentado a los tratamientos tradicionales para la enfermedad que padecía, una decisión que muchos especialistas habían señalado como un grave error. Aún convencido de que las terapias alternativas eran una mejor solución y que viviría unos cuantos años más, Jobs quería asegurarse de poder aportar la mayor cantidad de datos posible sobre su novelesca vida antes de que pasara lo peor. La elección del biógrafo era toda una definición de su personalidad. Isaccson ya tenía experiencia en el terreno, había contado la vida de dos personajes que Jobs consideraba a su altura: Benjamin Franklin y Albert Einstein.

Isaacson terminó efectivamente escribiendo el libro, editado en 2011, el año de la muerte de Jobs, y convertido en un fenomenal best seller en todo el mundo. Ese libro, o mejor dicho una pequeña porción de él, es la base de la película del británico Danny Boyle (Trainspotting, Slumdog Millionaire) que se estrena hoy en la Argentina. La trama está dividida claramente en tres actos de duración parecida (unos 40 minutos cada uno), articulados en torno a presentaciones públicas de Jobs: los lanzamientos al mercado de la Apple Macintosh en 1984, de la NeXT Computer (la famosa The Cube) en 1988 y de la iMac en 1998, siempre armados como shows unipersonales en los que Jobs presentaba sus productos con la misma convicción de un pastor electrónico entregado a convencer a un nutrido auditorio de feligreses.

En torno a esos tres momentos aparecen desarrollados asuntos de la vida personal del protagonista que fueron determinantes para explicar su complejo comportamiento. En la versión de Boyle, esos sucesos son las conflictivas relaciones de Jobs con su pareja Chrisann Brennan (Katherine Waterston, tan ajustada y expresiva como siempre), con Lisa, la hija que tuvo con ella y que tardó mucho en reconocer (encarnada por tres actrices de distintas edades, Makenzie Moss a los 5, Ripley Sobo a los 9 y Perla Haney-Jardine a los 19), con Steve Wozniak (Seth Rogen), ingeniero cofundador de Apple, con John Sculley (Jeff Daniels), consejero delegado de la empresa, y con Joanna Hoffman, ejecutiva de marketing convertida en sacrificada asistente personal, encarnada aquí con solvencia por una Kate Winslet casi irreconocible a primera vista.

Con Aaron Sorkin como guionista, Boyle se aseguró velocidad frenética y densidad informativa en el contenido en los diálogos, dos características evidentes en otro guión famoso de Sorkin, el de La red social, el film de David Fincher que cuenta la historia de la creación de Facebook. Y también la construcción de un personaje obsesivo, controlador, manipulador, gélido y convincente que Michael Fassbender encarna con una solvencia admirable. Fassbender encuentra un tono justo para ese hombre que siempre tuvo su propia versión de la realidad y se negó a ponerla en discusión hasta último momento.

El verdadero eje de la película es la larga y agotadora batalla de Jobs contra sus propios demonios, más que su aporte a la revolución digital. En el desprecio inicial por la pequeña Lisa y el emotivo reencuentro con ella en su etapa adolescente está cifrada la clave de una historia contada como una guerra de nervios acelerada y permanente, fogoneada por un personaje díscolo y provocador que maltrata a los que lo contradicen, sólo piensa en su camino al bronce y se resiste a admitir sus fracasos en cualquier terreno.

Jobs se veía a sí mismo como alguien abandonado (por sus padres biológicos), elegido (por un destino prefijado de impar brillo profesional) y especial (por sus razonamientos casi siempre alejados de lo normativo). Una identidad forjada por él mismo con la testarudez de un maniático. Su insoportable temperamento queda al desnudo en las largas secuencias entre bambalinas que preceden a los tres lanzamientos que la película usa como columna vertebral, filmados en tres formatos diferentes -16mm, 35mm y digital- y dotados de una enorme intensidad gracias a la solidez de un elenco ideal para las exigencias de un director resuelto a apostar a un estilo de actuación aguda, detallista y expansiva.

El contrapunto entre Fassbender y Winslet es el que mejor captura y sintetiza esa aspiración del director británico. La dupla se saca chispas en cada encuentro, vive cada momento como si fuera el último, tensa la cuerda de una relación de efervescente amor platónico y es la base que sustenta una de las teorías más notorias del film: detrás de ese magnífico director de orquesta que dio vuelta como una media al mundo de la tecnología sin haber estudiado formalmente informática ni ingeniería, sin ni siquiera dominar del todo el lenguaje de la programación, hubo alguien clave. Una mujer que en la biografía de Isaacson aparece en pocas páginas, pero en la película tiene un rol decisivo, el de cómplice necesaria. Porque al fin y al cabo, como siempre sostuvo George Gurdjieff, otro personaje enigmático y cargado de un extraño carisma, un hombre solo no puede hacer nada.