Este film francés nos presenta a Stella, una niña de 11 años que vive en París, Francia. Ella vive con sus padres, quienes son dueños de un bar de clase media. Allí pasa gran parte de su tiempo, rodeada de hombres adultos, jugando al poker y sin recibir una buena educación. Sus padres estan ocupados con sus problemas de pareja y no le prestan mucha atención. Stella comienza las clases en un nuevo y exclusivo colegio de París, donde intenta adaptarse a las diferencias sociales marcadas por la enseñanza y sus nuevos compañeros. Así conoce a Gladys, una compañera que se irá convirtiendo en su mejor amiga. A lo largo de un año escolar, ambientada en los años 70 (con una buena banda de sonido y vestuario), vemos los problemas de adaptación a su nuevo colegio, la relación con sus padres, su primer amor y sus amistades. Todo se muestra desde su punto de vista, con un relato en off que describe como siente lo que le va pasando. Un drama que tiene buenas actuaciones de Léora Barbara (Stella) y Mélissa Rodriguès (Gladys), con un ritmo interesante y llevadero. Siguiendo con mi racha de películas francesas, ésta es otra para recomendar.
La difícil transición de la infancia a la adolescencia se hace aún más compleja para Stella (en una interpretación impecable de Léora Barbara), quien vive junto a sus padres en la misma casa que oficia de bar y hotelucho en donde pernoctan ebrios, hombres desocupados y otros que viven de la ayuda social del estado. En ese ambiente a veces hostil y casi siempre incomprensivo, la niña debe rebuscárselas para salir adelante y abrirse camino sola. El film está basado en la propia experiencia de su directora, Sylvie Verheyde, quien relata de un modo profundo y crudo la búsqueda en soledad de una adolescente que sufre la discriminación de sus pares por su baja condición social. La niña deberá arreglárselas para ser aceptada, para aprobar las materias del colegio de ricos en un ambiente al que no pertenece, y para superar las angustias que causan el crecimiento emocional, los desafíos, y hasta el primer amor. A través de un relato rico, los personajes que componen Stella –entre los que se destacan el fallecido Guillaume Depardieu y Melissa Rodrigues, esta última en el papel de la amiga argentina de la protagonista- son un claro ejemplo del mundo al que deberá enfrentar Stella: las diferentes personalidades, los intereses, la honestidad y deshonestidad, y hasta los más bajos deseos. Las valiosas actuaciones construyen un mundo complicado que, aunque por momentos pareciera no permitir una salida favorable a la protagonista, muestra que el esfuerzo tiene sus frutos. En este caso, la oportunidad es única y Stella sabrá aprovecharla. El ritmo, a su vez pausado pero en su justa medida, marca in crescendo cada vivencia de la niña y su lenta pero segura maduración. Los planos son precisos; la directora hace un correcto uso de un lenguaje que le permite realzar detalles y construir significados, llevando a los espectadores a ver más allá de lo que muestran las escenas. Asimismo, Verheyde deja libertad para la propia interpretación. Stella es realista, crudo, penetrante; es una realidad que moviliza a la vez que plantea la necesidad de analizar a fondo el papel de la escuela y del hogar como células fundamentales que deben trabajar de manera indisociada en la educación íntegra de los jóvenes y en su contención.
Stella tiene 11 años y entra en una prestigiosa escuela parisina. Su relación con el resto de la clase no es buena. Stella vivió todas su vida en un bar de alcohólicos y pandilleros. Sus padres tienen una relación distante, nunca le ponen obligaciones ni límites porque se dedican más a atender clientes que a criarlas, por lo que ella tuvo siempre que defenderse sola en la vida, inspirada por hombres rudos y borrachos. Pero los chicos de su clase vienen la mayoría de familias aristocráticas y finas. Ella no se lleva con este tipo de vida. No presta atención en clase, no le gusta estudiar y sus notas son deficientes hasta que conoce a Gladys, la representante de los alumnos, la mejor de la clase. Ella es inmigrante argentina, y se supone (porque nunca lo dicen) que los padres llegaron a Francia, escapando de la dictadura, ya que, aunque nunca lo aclaran, la película sucede a fines de los ‘70s. Uno lo puede denotar por la moda, la música y la escenografía. Verheyde construye el diario personal de una niña que se siente diferente, que está creciendo, madurando, convirtiéndose en una adolescente. Eso conlleva el desarrollo del cuerpo, la primera menstruación, la curiosidad por el sexo opuesto y por experimentar el primer amor. Filmada completamente con cámara en mano y una fotografía, y colores que realmente dan la sensación que se trata de una película de los años ’70 (como sucedía por ejemplo con Jacky Brown), la directora no se deja influenciar solamente por la estética, la magnífica y versátil banda sonora, para meterse dentro de la mente una chica, nunca subestimándola, y seguramente con muchos componentes autobiográficos. Sin subrayados, ni obviedades, Stella es una película inclasificable genéricamente. No se trata de un melodrama ni de una comedia. Múltiples lecturas y discursos dan pie a la reflexión, pero nunca siendo redundante en el mensaje. Las situaciones son verosímiles, pero nunca llegan al extremo del grotesco o la farsa. El tono de actuación austero de todos los chicos intérpretes, especialmente de la pareja Barbara – Rodrígues es exacto. Ambas actrices auguran un prominente futuro. La oscuridad en la mirada de los adultos contrasta con el esplendor de la inocente pero inteligente visión de las chicas. El elenco adulto lo completan el cantante Benjamin Biolay en un sorprendente interpretación y el fallecido Guillaume Depardieu en una de sus últimas actuaciones, donde guarda un parecido físico que remite demasiado a su padre. Una agradable película que no debería pasar desapercibida.
Crecer de golpe La directora francesa Sylvie Verheyde narra con gran hondura, melancolía y sensibilidad una historia de fuerte contenido autobiográfico: las vivencias familiares, escolares y afectivas de Stella Vlaminck (véanse las iniciales), una niña de 11 años de clase media-baja que inicia su experiencia secundaria en un colegio de clase media-alta en 1977. Desde el primer minuto de película, Stella (gran trabajo de Léora Barbara) se siente diferente, un bicho raro, un sapo de otro pozo en el contexto de una escuela rígida, represiva, por momentos deshumanizada, a la que deberá "adaptarse" para sobrevivir. Luego de sufrir todo tipo de discriminaciones y respuestas violentas, irá encontrando en alguna maestra más comunicativa o en el refugio de una nueva amiga la posibilidad de conectarse con su realidad y sus responsabilidades. Más interesante aún es el ámbito en el que vive Stella: sus padres (Benjamin Biolay y Karole Rocher) regentean un bar/hotel de mala muerte, aguantadero de borrachines y perdedores varios de la clase trabajadora (uno de ellos es el gran Guillaume Depardieu, en uno de sus últimos trabajos). La ambientación del lugar -con su billar, su fonola, su flipper, su metegol, sus gritos, sus peleas, sus bailes, sus juegos de cartas y su fútbol por televisión) permiten "palpar" el ambiente y el clima de la época, uno de los mayores hallazgos del film. Las canciones de la época también juegan un papel fundamental en la trama, aunque por momentos su utilización es abusiva y un poco obvia. En este sentido, Stella me hizo recordar en varios momentos a La culpa es de Fidel, el film también autobiográfico de Julie Gavras ambientado en la París de comienzos de los '70, aunque aquí el contexto es menos político (de todas maneras, por ahí aparece en una escena un grupo de exiliados argentinos, militantes del ERP) para concentrarse más en las diferencias sociales y culturales. En medio del caótico y descontrolado contexto del bar -y de la conflictiva, traumática, angustiante relación de sus padres- nuestra pequeña y descontenida heroína iniciará su propio proceso de descubrimiento íntimo e interior, su iniciación sexual (incluido algún abuso) y sus primeras, complejas incursiones en el terreno de la adultez. Lo que se dice, crecer de golpe.
Inocencia y Comprensión La directora Sylvie Verheyde toma el punto de vista de Stella (Léora Barbara) para compartir y transmitir su visión de una adolescente introvertida, que tiene el desafío de eludir un atípico primer año de secundaria. Basada en su propia experiencia de vida, la directora elabora con Stella (2008) un sensible y nostálgico acercamiento a una etapa de descubrimiento, donde la educación y las relaciones sociales marcan el carácter de una persona. Entrar en la adolescencia es un momento difícil para cualquier niña, más aún si tiene una familia disfuncional como es el caso de Stella. Padre barman, madre camarera y un montón de borrachos de amigos. Ése es su hogar, el cual tiene como contrapartida el colegio en el cual intentará socializar con gente de su edad. En diálogo con una amiga a Stella le preguntan si sus padres se enfadan si llega tarde a su casa, a lo que la niña de once años responde: “Les importa un bledo”. Toda una declaración de principios si queremos buscar alguna explicación a la actitud de la niña en una película que no da ninguna, únicamente expone las experiencias de la menor con una sensibilidad muy particular. Siempre a partir de su propia visión del mundo mediante la voz en off que exterioriza sus pensamientos. Los movimientos de cámara son bruscos en el comienzo del film, supeditando el violento contacto con el mundo (¿los golpes de la vida?) con el que se enfrenta la menor al llegar al colegio. La cámara en mano da cuenta de ello para filmar los fallidos intentos de socialización que tiene la niña. El chico que quiere sacarle la pelota y la golpea, el niño que quiere besarla repentinamente, la compañera que la fastidia, etc. En su afán de describir más que de narrar Sylvie Verheyde atrapa al espectador, buscando el sentimiento inmiscuido en cada suceso vivenciado por la protagonista. La amistad, el amor, la educación, son aprendizajes difíciles de lograr para Stella en un principio. La falta de contención familiar no ayuda y promueve el carácter apático de la niña. Pero la película Stella lejos de prejuzgar a alguna de sus criaturas (su padre le enseña a disparar un rifle, su tío se emborracha en las fiestas y mete su pene en un vaso de whisky) se limita a describirlas con la compasión que la niña -que lee a Balzac- las observa. Después de todo, si hay alguien con una mirada inocente pero a la vez comprensiva en ese universo de baile, peleas y borrachos ésa es Stella.
La historia de una niña que quiere ser feliz En su film, Sylvie Verheyde vuelve a la década del 70 París, 1977. Stella (Léora Barbara) es una niña, hija de los dueños de un bar y pensión de poca monta, donde la gente bebe, fuma, juega a las cartas y al metegol, canta, baila y creen ser felices por un rato. Ella convive con todos ellos. Va al colegio pero es pésima alumna. Es una buena jugadora de póquer, sabe preparar cócteles y también puede discutir de fútbol con el que más. En el colegio, con sus compañeros, vive el oprobio de maestros impresentables y violentos. Digamos que la infancia de Stella (y aquí aparece el gran tema recurrente del cine francés desde siempre) es la infancia sacudida por un mundo que no incluye a los niños entre sus planes. "Sé jugar con las máquinas y las reglas del billar, sé las letras de las canciones, quién es sincero y quién miente, sé cómo se hacen los niños, sé de sexo... pero en lo demás soy pésima", asegura como relatora de su historia, porque Stella es un relato en primera persona, una historia que tiene como protagonista a esta niña que navega por estas aguas más o menos turbulentas de un entorno al que debe adaptarse y al que no puede cuestionar desde su lugar de impotencia. Stella hace lo que puede por convertir en felicidad un mundo que nada tiene que ofrecer a una niña como ella. Quizá por eso encuentra refugio en la amistad con Gladys (Mélissa Rodrigues), una compañera argentina, exiliada con sus padres en Francia, con la que comparte parte de sus aventuras cotidianas. La cámara de Verheyde no sólo recorta a Stella en ese mundo en el que trata de integrarse sino particularmente a su entorno. Lo hace con una mirada casi documental, teñida de cierta resignación, subrayada por la voz de la protagonista, una excelente interpretación de la debutante Barbara (tenía doce años cuando trabajó en esta película), no menos eficaz el de Rodrigues y al grupo de argentinos que interpretan a sus padres, con un puñado de detalles (sus profesiones, la militancia política) que ayudan a entender mejor aquel microcosmos. Verheyde rescata la vitalidad de los niños a pesar de cualquier contratiempo (incluso el abuso), su transparencia, su manera de observar el alrededor, su curiosidad por descubrir. Lo hace con igual pureza, con entrañable cariño y comprensión por sus criaturas. Stella no quiere crecer a la fuerza, pero no tiene otra salida. En ese sentido, su esfuerzo mayor es leer nada menos que a Duras y a Balzac. Verheyde, mientras tanto, hace honor al mejor cine francés.
Delicado retrato de una preadolescente Con la cámara a la altura de los ojos, la directora francesa narra la historia de una chica que quizá tenga más problemas que sus congéneres, pero también es capaz de defenderse sola en la vida y es más madura que sus propios padres. “Sé jugar a las cartas y al billar, conozco los nombres de los jugadores de fútbol y las letras de las canciones de amor, sé cómo se hacen los bebés y qué es eso de tener sexo. También me doy cuenta de quién es sincero y quién miente... pero de todo lo demás no sé nada.” Estas palabras son de Stella, una chica parisina de 11 años. Corre la segunda mitad de la década del ’70, el galán de moda sigue siendo Alain Delon y las canciones románticas italianas hacen furor, pero el segundo largo de la directora Sylvie Verheyde no tiene nada de nostálgico, al punto de que parece puro tiempo presente. Lo suyo es un retrato delicado y sensible de una preadolescente, una chica quizá con más problemas que otras de su edad, pero capaz de defenderse sola en la vida y de afrontar el futuro con más madurez que sus propios padres. Esa sensibilidad a flor de piel del film, su extrema delicadeza de tono, justamente va en contra de cualquier infección sentimental. Con una verdad que parece provenir de su propia experiencia autobiográfica, la directora Verheyde nunca juzga a sus personajes, jamás los mira desde arriba ni los sermonea desde un púlpito. La cámara siempre está, como quería Howard Hawks, a la altura de los ojos. Y su virtud y su emoción está en la fidelidad con que sigue a su protagonista, la manera en que asume el punto de vista de Stella, en que se compromete con su mirada y con su voz interior. Esa voz, menos desencantada que realista (“hacer las cosas como es debido no es lo mío”) es la que lleva el peso siempre ligero del relato, la que va contando cómo Stella ve al mundo. Un mundo rico en personajes y pleno de contrastes. Recién ingresada al secundario, a una escuela pública de un barrio acomodado, Stella sabe desde el primer día que no le será fácil hacer amigos allí: “Son del tipo de los protegidos, de los que se van a la cama a las ocho y media sin mirar la TV, yo no soy así”, constata. Ella proviene de un barrio popular, su padre y su madre (Benjamin Biolay, Karole Rocher) regentean un bar siempre animado pero un poco sórdido, en el que no faltan borrachos y prostitutas. Y nadie le dice nada (tampoco se enteran) si Stella se queda mirando la tele hasta la medianoche, seducida por el brillo misterioso de Marlene Dietrich en una vieja película en blanco y negro. La conexión entre ambos mundos la proveerá –cuándo no– la hija de unos exiliados argentinos, Gladys, una compañera de colegio muy inteligente, buena alumna pero para nada “traga”. Esta chica es capaz de mirar sin prejuicios a Stella y de invitarla a su casa, donde su padre (un psicoanalista que acaba de publicar algo así como El yo y el otro en la conciencia adolescente), después de una cena regada con buen vino, se anima a cantar: “Por las sendas argentinas va marchando el ERP...” La amistad entre esas dos chicas aportará los momentos de emoción de la película, una emoción genuina, contenida, que nunca busca la complacencia ni el golpe bajo. Son momentos compartidos, simples, sin grandes revelaciones. El guión, escrito por la propia directora, siempre prefiere mostrar antes que enunciar. Las palabras tienen su peso y su valor, pero están en los libros, que Stella acaba de descubrir, como cuando sale de una librería con un volumen de Cocteau (Les enfants terribles) con la misma agitada emoción con que Antoine Doinel corría con la foto robada de Harriet Andersson en Los 400 golpes. En el personaje protagónico, Léora Barbara es una revelación, no tanto por lo que hace sino por lo que no hace: no llora, no ríe, no hace nada por ganarse el afecto fácil del espectador. Stella observa el mundo que la rodea y trata de integrarse a él, sin resignar nada, siendo siempre ella misma. O al menos la que está intentando ser. La que quizá luego fue Sylvie Verheyde.
Golpe a golpe, beso a beso Sensible drama francés de Sylvie Verheyde sobre una chica de once años. Stella tiene once años y acaba de entrar a un colegio en el que no se siente muy cómoda. Le tocó por sorteo (por el apellido) y se trata de una escuela de chicos ricos y aplicados que la dejan de lado todo el tiempo. De hecho, ella tampoco hace muchos esfuerzos por integrarse. Y ni siquiera por aprender lo que allí enseñan. En la voz en off que recorre Stella , la nueva película, bastante autobiográfica, de la francesa Sylvie Verheyde (la historia transcurre en 1977), la chica confiesa que no presta atención en las clases, que no le interesa nada de lo que allí se habla. Y sus pésimas calificaciones lo dejan en clara evidencia. También es cierto que en su casa a nadie parece importarle mucho el asunto. Stella vive detrás de un bar (pub, boliche, bodegón, hostería) y sus padres trabajan allí todo el día, beben con los habitués (una serie de personajes bien de bar) y no le prestan demasiada atención a lo que hace o deja de hacer. Pero algo empezará a cambiar cuando Stella conozca a Gladys, la aplicada e inteligente hija de unos exiliados argentinos (a quienes se ve en un momento cantando aquello de “ Por las sendas argentinas/Va marchando el Errepé ”). En su familia se lee, se habla de política, se escuchan cantautores. En la de Stella: cerveza, pool, Eddy Mitchell y peleas de borrachos. Ese despertar al mundo de Stella tendrá otros ingredientes: una visita a la familia de su papá en el campo, los problemas matrimoniales de sus padres (encarnados por una intensa Karole Rocher y un apocado Benjamin Biolay, sí, el cantante, que luce demasiado cool para el rol de perdedor que le dieron) y su amistad con otros personajes del bar: un veterano que la mira con demasiado cariño y el taciturno Alain Bernard, encarnado por Guillaume Depardieu en uno de sus últimos papeles antes de morir. Stella es un filme de iniciación, reflejando de manera muy ajustada esa etapa de cambio entre la infancia y la adolescencia. Por momentos Verheyde busca epifanías un poco obvias (abundan las secuencias musicales) o lleva a los personajes a funcionar en un modelo causa-consecuencia que suena algo forzado (Stella ve a su madre besándose con otro hombre; escena siguiente está a los golpes en la escuela), pero sin duda logra captar no sólo el estado mental y emocional del personaje, sino esa época de finales de los ‘70, a través de elecciones musicales y de arte/vestuario más que acertadas. Una película pequeña y humana, muy sensible, que sabe cortar en el momento justo, que entiende y no juzga a los personajes -equivocados o no, confundidos o no-, Stella es más que una agradable película: es un espejo de ese niño (o niña) que todos fuimos alguna vez.
Estrategias de una niña para crecer Ambientada a finales de los 70, la película cuenta la historia de una chica que comienza el secundario, y es objeto de burlas. Su familia es poco convencional y ella aprenderá a construir sus puentes a la adultez a partir de la amistad. La relación de los niños y adolescentes con el mundo de los adultos, en lo que hace a sus frágiles vínculos, encuentra una larga tradición en el cine francés; continuada hoy en esta cinematografía y en la que caracteriza a los hermanos Dardenne, de origen belga. El film que se ha estrenado esta semana, que parte de los propios apuntes biográficos de su realizadora, Stella participa de la herencia y modos de ambas cinematografías y se conecta particularmente con aquel film emblemático de la Nouvelle Vague, de fines de los 50, Los cuatrocientos golpes, del siempre presente Francois Truffaut. Como en el film de Truffaut, obra que saluda al cine de los neorrealistas en el nuevo espacio de las transformaciones del cine de aquellos años, el relato va incursionando tanto en el medio familiar como el escolar. Y como en este mismo film, sus protagonistas se permiten construir algo diferente al medio que no los comprende, a través de la visión de films y de la lectura. Así el puente que se da entre ambos films entre el personaje de Los cuatrocientos golpes, Antoine Doinel (que merecerá todo un capítulo Dickensiano) y el de Stella, esta preadolescente de once años, nos lleva a transitar el puente que reconoce el nombre de Balzac. Stella se mueve entre dos mundos reglados por pautas y comportamientos que no llega a comprender, que no la reconocen desde sus propias inquietudes. A fines de los años 70 transcurre esta historia, páginas autobiográficas, que nos son narradas desde el propio punto de vista de la protagonista, con una cámara que siempre la acompaña, que describe a los demás, como lo señalan los films de Truffaut, sin juzgar conductas, evitando separar territorios respecto del bien y del mal. La vemos a Stella ingresar a la escuela secundaria, en un medio en el que ella será progresivamente descalificada y en la que no encuentra más que autoritarismo y violencia por parte de sus docentes. Salvo en una profesora que le abrirá ventanas a sus soñadas perspectivas de vida. En el espacio de la escuela, en el que la mayor parte de los niños observan una vida marcada por mandatos y rutinas, Stella no es aceptada por sus pares. Pero sí se conectará con la hija de exiliados argentinos, de origen judío, con quien podrá remontar su propio vuelo. Ante los films con Marlene Dietrich, que se transmiten en un aparato de televisión de pequeño formato, Stella anima sus propias fantasías desde el glamoroso blanco y negro, brindado por su mentor Josef Von Sternberg. Stella ve estos films en altas horas de la noche, en su propio ámbito doméstico, extensión de ese bar que define como hogar, frecuentado por una galería de personajes de particulares conductas; entre los cuales, ella, soñadora, sensible, se conectará con la soledad y melancolía de uno de ellos, Alain, rol que interpreta, en su participación última para el cine, el hijo de Gerard Depardieu, Guillaume, antes de morir. Stella tiene en su habitación una suerte de altar de imágenes de Alain Delon: sueña con él, en esa etapa de la vida en la que se comienza a incursionar en otras emociones. Y sí, Stella se atreve ahí donde sus padres están marcando una imposibilidad, donde se frenan por sus propios temores, en donde ya han fijado sus límites. Al ver Stella, en más de un pasaje, pensaba en La culpa es de Fidel, el film de Julie Gavras, la hija del director de tantos films críticos sobre aspectos tan polémicos de las sociedades de nuestro tiempo. Allí están los años 70, el punto de vista de una niña, las resonancias de los hechos latinoamericanos, las contradicciones que van surgiendo a diario, los diferentes modos de percepción de los otros. En Stella, igualmente, hay un contraste entre los modos de vida de la gran ciudad, París, y el espacio provinciano del norte, en donde Stella visita a su tía y abuela y en el que una amiga espera. Porque es la Amistad, sí, con mayúscula, en su periplo, lo que realmente es destacado por la realizadora como el gran punto de apoyo en el que el relato permite que la propia protagonista vaya construyendo su identidad. En esta dirección, Miguel A. Coca, psicólogo, señala: "Creo que lo más relevante es ver cómo Stella tiene una percepción de una realidad muy profunda, a pesar de que la mayor parte de los adultos no lo comprende así". La voz en off de la protagonista, que atraviesa y une los distintos puntos del relato, nos hace llegar sobre aquello que sí conoce: las reglas de juego, el juego en sí mismo, los pasatiempos y escaramuzas del mundo de los adultos. Pero igualmente las letras de las canciones de amor. Y en este sentido es más que significativo que en dos oportunidades se escucha, en versión integral, el tema tan exitoso de aquellos años 70, Ti amo, en la voz de Umberto Tozzi. Poco a poco, descubrirá el mundo de los libros y su ingreso a esta morada la llevará a sorprenderse con su revelación. Su mirada, acuerda Alejandra Lille, "no excluye a los padres, aprende con su familia desde lo que su familia puede brindar, aún en su omisión. Su mirada rescata los afectos: en el bar, en la escuela. Su forma de escapar a la indiferencia de algunos es a partir de la construcción de un espacio de amistad. Desde la amistad misma proyectará su propio camino de aprendizaje". Esta apreciación es compartida por Miguel A. Coca para quien "esa relación que se inicia con la hija de exiliados, Gladys, cuyo padre ha publicado una obra respecto de esa etapa de la vida, le permite a Stella descubrir otra forma de compartir". Jean Cocteau, Honoré de Balzac, Marlene Dietrich y tantos otros. Alain Delon y Umberto Tozzi. Y una amistad que abre puertas, tal como el epílogo del film lo destaca, a través del juego, las confidencias, las travesuras y los secretos contados a media voz. Y nuevamente Truffaut. Podemos pensar que Stella y Antoine Doinel, pese a diferencias de años, compartir el mismo banco del aula. O tal vez, ahora, la misma mesa de café.
Stella vive entre dos mundos. La primera imagen de la película la muestra bailando en primer plano, con la frescura de sus 10 años, al ritmo del juke-box en el bar de sus padres. En montaje paralelo, vemos el metro que la lleva desde los suburbios populares hasta un colegio de ricos en la capital. Stella viaja ensimismada, con el gesto sombrío y una pelota bajo el brazo. El colegio es un universo que no logra descifrar, ignora a sus compañeros, no hace los deberes y se siente aislada. El bar tampoco es su lugar, pero al menos domina los códigos y el entorno, conoce las letras de muchas canciones, es invencible al metegol, prepara cocteles y juega a las cartas y al billar. El ambiente del bar embebe las imágenes y los sonidos, el desorden favorece el retrato de grupo, la cerveza fluye y la cámara se pierde entre el humo y los rostros de clientes atornillados en la barra. En la escuela, el mundo está reglamentado y la puesta en escena se revela más apaciguada, con planos fijos y luces claras. La misma luz que percibe la protagonista a partir de su naciente amistad con Gladys, una encendida lectora de Balzac que le aporta nuevos aires y le permite ensanchar su horizonte mental. Desde el inicio de esta nueva relación, Stella se reconstruye integrando nuevos gestos y gustos a los suyos, sin dejar de moverse en su medio original. Stella se sitúa en años 70, pero no intenta glorificar el pasado sino documentar las cavilaciones de una chica en la encrucijada entre sus sueños de amor por Alain Delon y una dura realidad preadolescente. La película sostiene con justo equilibrio a una multitud de personajes que gravitan alrededor de la protagonista y la enriquecen con sus contradicciones. La voz en off de Stella cuenta la historia a su modo y se torna divertida por la distancia entre lo visto y lo dicho. Pero cuando se siente apenada o con deseos de rebelión, la voz se apaga y Stella actúa: toma un fusil para espantar a un grosero que bromea con su madre, o se sienta en las rodillas de un padre que se ignora cornudo. La película registra, con idéntica gracia, la tristeza en la mirada de los hombres, un flan devorado entre amigas o las misteriosas revoluciones que provoca el descubrimiento de la cultura. La directora logra captar los momentos inasibles en los que Stella se conmueve al escuchar una canción o al leer un libro. Bellos intervalos en los que las palabras la frecuentan: las de la música popular que destila el juke-box y las que le facilita su amiga en los libros de Cocteau, Balzac y Duras. La emoción se condensa de manera admirable cuando recita un fragmento de Un dique contra el Pacífico. Hay algo en la novela que le habla íntimamente, la imagen de ella en otro lugar, la certeza de un día por venir. Por única vez, Stella llora. Y nosotros también. Bonus Track. Cuando en abril de 2008 anunciaron que Benjamin Biolay venía a la Argentina invitado por el Bafici, sentí una mezcla de sorpresa y emoción. La euforia ante la posibilidad de ver y escuchar en vivo a la figura más importante de la nueva chanson francesa, disimulaba mi desconcierto por su inclusión dentro del festival. En aquel momento razonaba: Biolay compone, produce, canta y toca varios instrumentos (y todo lo hace muy bien), pero lo único que lo relaciona con el cine es su condición de ex marido de Chiara Mastroianni (con quien grabó un muy bello disco de alcoba). El mismo Biolay se encargó de aumentar el misterio sobre el escenario, asegurando que su viaje tampoco tenía nada que ver con la discográfica y que sólo había venido porque una persona a la que le gusta su música lo había contactado. Nunca sabremos quién fue el misterioso artífice de aquella noche inolvidable en la que Biolay mezcló sus bríos roqueros con arreglos exquisitos y tuvo tiempo incluso para improvisar sólo con su guitarra, en una intensa comunión con el público, algunos de los temas que compuso para Henri Salvador. Dos años más tarde se estrena Stella, una película que comparte la sensibilidad discreta de Biolay y desmiente el postulado inicial. El músico deviene actor por un par de horas e interpreta con soltura a un padre taciturno y desbordado por los acontecimientos. Sobre la imagen del joven desgarbado con el cigarrillo adherido a los labios que nos entrega la pantalla, resuenan los ecos del recital. Más allá de sus propias virtudes, Stella confirma que a Biolay todo le sale bien.
“Stella”, presentado en el Ciclo “Les Avant-Premières 2010” es posiblemente el estreno más importante de la semana y seguramente uno de los más desapercibidos. Reducida su salida a pocas salas en tamaño DVD y sin nombres conocidos a nivel de actores y director, sería una pena que los cinéfilos lo dejen pasar de largo. Sylvie Verheyde, su realizadora, sólo tenía en su haber dos largometrajes anteriores, desconocidos en Argentina. El tercero que ahora nos llega es un relato fuertemente autobiográfico ambientado hacia 1977, año en que ella tenía algo más de diez años. Su alter ego es encarnado por una joven debutante (Léora Bárbara) de extraordinaria expresividad. Stella es una niña cuyos padres conforman una pareja que no se lleva muy armoniosamente y que regentean un bar y pensión de un barrio de Paris (13º arrondissement). La madre, interpretada por Karole Rocher, que ya estuvo en los dos largometrajes anteriores de Verheyde, no le presta mucha atención a la hija y flirtea con algún cliente mientras que el padre (Benjamín Biolay) en cambio intenta transmitirle cariño. La familia proviene del norte de Francia, más precisamente de la misma región donde está ambientado otro reciente film galo: “Bienvenido al país de la locura”, el mayor éxito francés de la historia y donde se habla el “Ch’ti”, dialecto de difícil comprensión. La llegada a Paris y el ingreso de la niña a un colegio parisino de clase media alta no se revela tarea fácil, ya que sus nuevos compañeros se burlan en general de ella. Los problemas de conducta y natural distracción y poca constancia de Stella le traerán problemas con varios de sus profesores. Su relación amistosa con Gladys (Mélissa Rodrigues), cuyos padres son curiosamente emigrantes de Argentina y más precisamente activistas vinculados al ERP, producirá un vuelco en la vida de Stella de la que saldrá fortalecida. Ambas niñas frecuentarán sus respectivos hogares y establecerán una relación de fuerte camaradería y complicidad. Este cronista tuvo oportunidad de vivir en casi la misma época en lugares cercanos a aquél donde transcurre la acción del relato y certifica que la reproducción de la época es impecable, incluidos el ambiente familiar de clase media y la música prevaleciente. En ese período estaban de moda Eddy Mitchell, la diva popular Sheila y los cantantes italianos, que son muy bien rescatados por la banda sonora del film. Cabe agregar finalmente que entre los personajes que frecuentan el café de la familia se encuentra uno interpretado por Guillaume Depardieu, hijo de Gérard, que falleciera trágicamente pocos meses más tarde.