Stella

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Stella vive entre dos mundos. La primera imagen de la película la muestra bailando en primer plano, con la frescura de sus 10 años, al ritmo del juke-box en el bar de sus padres. En montaje paralelo, vemos el metro que la lleva desde los suburbios populares hasta un colegio de ricos en la capital. Stella viaja ensimismada, con el gesto sombrío y una pelota bajo el brazo. El colegio es un universo que no logra descifrar, ignora a sus compañeros, no hace los deberes y se siente aislada. El bar tampoco es su lugar, pero al menos domina los códigos y el entorno, conoce las letras de muchas canciones, es invencible al metegol, prepara cocteles y juega a las cartas y al billar. El ambiente del bar embebe las imágenes y los sonidos, el desorden favorece el retrato de grupo, la cerveza fluye y la cámara se pierde entre el humo y los rostros de clientes atornillados en la barra. En la escuela, el mundo está reglamentado y la puesta en escena se revela más apaciguada, con planos fijos y luces claras. La misma luz que percibe la protagonista a partir de su naciente amistad con Gladys, una encendida lectora de Balzac que le aporta nuevos aires y le permite ensanchar su horizonte mental. Desde el inicio de esta nueva relación, Stella se reconstruye integrando nuevos gestos y gustos a los suyos, sin dejar de moverse en su medio original.

Stella se sitúa en años 70, pero no intenta glorificar el pasado sino documentar las cavilaciones de una chica en la encrucijada entre sus sueños de amor por Alain Delon y una dura realidad preadolescente. La película sostiene con justo equilibrio a una multitud de personajes que gravitan alrededor de la protagonista y la enriquecen con sus contradicciones. La voz en off de Stella cuenta la historia a su modo y se torna divertida por la distancia entre lo visto y lo dicho. Pero cuando se siente apenada o con deseos de rebelión, la voz se apaga y Stella actúa: toma un fusil para espantar a un grosero que bromea con su madre, o se sienta en las rodillas de un padre que se ignora cornudo. La película registra, con idéntica gracia, la tristeza en la mirada de los hombres, un flan devorado entre amigas o las misteriosas revoluciones que provoca el descubrimiento de la cultura. La directora logra captar los momentos inasibles en los que Stella se conmueve al escuchar una canción o al leer un libro. Bellos intervalos en los que las palabras la frecuentan: las de la música popular que destila el juke-box y las que le facilita su amiga en los libros de Cocteau, Balzac y Duras. La emoción se condensa de manera admirable cuando recita un fragmento de Un dique contra el Pacífico. Hay algo en la novela que le habla íntimamente, la imagen de ella en otro lugar, la certeza de un día por venir. Por única vez, Stella llora. Y nosotros también.

Bonus Track. Cuando en abril de 2008 anunciaron que Benjamin Biolay venía a la Argentina invitado por el Bafici, sentí una mezcla de sorpresa y emoción. La euforia ante la posibilidad de ver y escuchar en vivo a la figura más importante de la nueva chanson francesa, disimulaba mi desconcierto por su inclusión dentro del festival. En aquel momento razonaba: Biolay compone, produce, canta y toca varios instrumentos (y todo lo hace muy bien), pero lo único que lo relaciona con el cine es su condición de ex marido de Chiara Mastroianni (con quien grabó un muy bello disco de alcoba). El mismo Biolay se encargó de aumentar el misterio sobre el escenario, asegurando que su viaje tampoco tenía nada que ver con la discográfica y que sólo había venido porque una persona a la que le gusta su música lo había contactado. Nunca sabremos quién fue el misterioso artífice de aquella noche inolvidable en la que Biolay mezcló sus bríos roqueros con arreglos exquisitos y tuvo tiempo incluso para improvisar sólo con su guitarra, en una intensa comunión con el público, algunos de los temas que compuso para Henri Salvador. Dos años más tarde se estrena Stella, una película que comparte la sensibilidad discreta de Biolay y desmiente el postulado inicial. El músico deviene actor por un par de horas e interpreta con soltura a un padre taciturno y desbordado por los acontecimientos. Sobre la imagen del joven desgarbado con el cigarrillo adherido a los labios que nos entrega la pantalla, resuenan los ecos del recital. Más allá de sus propias virtudes, Stella confirma que a Biolay todo le sale bien.