Starlet

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

De cómo filmar lo pasajero

La mínima trama que va dibujando Baker en Starlet no le impide construir una película apasionante, cimentada por actuaciones deslumbrantes no sólo de sus dos protagonistas, sino también de algunos personajes satélite... y hasta del chihuahua dormilón del título.

Las películas de John Cassavetes no carecían de trama, pero la trama era lo que menos importaba. No importaba demasiado que en Faces Gena Rowlands fuera una call girl que durante una noche interminable de encierro, borracheras y cornadas de machos alfa conociera a un tipo casado que le movía el piso. O que Maridos “tratara” sobre tres amigos que deciden dejar todo e irse unos días a Londres. O que en The Killing of a Chinese Bookie Ben Gazzara hiciera de dueño de night club, y dueño de una deuda ilevantable con la mafia. Lo que importaba era el viaje. El viaje al que se invitaba al espectador, que durante dos horas o más compartía una serie de momentos discontinuos junto a unos desconocidos, a los que terminaba conociendo más por aquello que sus rostros dejaban ver o intuir que por sus acciones, no muy distintas de las de cualquier tipo o tipa del montón.

Al cine de Cassavetes honra y remite Starlet, opus 3 del también neoyorquino Sean Baker, cuya previa The Prince of Broadway (2008) ya había llamado la atención en festivales (Starlet fue parte de la Competencia Internacional de la última edición del Festival de Mar del Plata, dicho sea de paso). Como las películas del hombre de la risa loca, Starlet tiene una trama. Pequeña, pero trama al fin. Incluyendo sorpresita final que no cambia mucho las cosas. Lo que importa en ella es la posibilidad de compartir poco más de hora y media con dos protagonistas que hacen más o menos lo que cualquiera. Pero que, como en las de Cassavetes, no son cualquiera. Todo lo contrario: terminan siendo singulares, únicas, irrepetibles.

Jane (Dree Hemingway, hija de Mariel y nieta de Ernest) es rubia, lánguida, ingenua como una bambi. “Soy Sagitario, por eso me gusta ayudar a la gente; vos seguro que sos Piscis, por lo tranquila”, le larga Jane a Sadie (la debutante Besedka Johnson, fabuloso hallazgo de casting), nonagenaria toda arrugadita, a la que conoció por casualidad. Sadie no le contesta: es de hablar poco, sobre todo cuando la gente dice boludeces. Y Jane es de decir boludeces. Es verdad, por lo que puede verse, lo que dice de ayudar a la gente. Desde que conoce a Sadie no deja de invitarla a pasear, a tomar el desayuno, a hacer las compras. Pero ojo, que lo hace en buena medida por culpa: esta bambi no es tan bambi, y hay unos pesitos que tal vez constituyan todas las reservas de Sadie y que Jane, tras encontrar por casualidad, jamás termina de devolverle. Eso sería lo más parecido a una trama que ofrece Starlet. Eso y la convivencia de Jane con Melissa, compañera de trabajo que le alquila una habitación en la casa que ocupa con su novio.

¿De qué trabajan Jane y Melissa, que no parecen trabajar de nada? No corresponde decirlo porque la película se guarda el dato durante casi una hora. Pero que tanto Jane como Melissa no se saquen jamás el minishort, y que en un momento Jane, tomando un helado frente a unos desconocidos, imite el gesto de una fellatio para provocarlos, son datos más o menos indicativos de que las chicas no trabajan en un banco. Hay en Starlet una clara intención de contrapuntear inocencia y mercantilización del sexo. Pero lo interesante es justamente que no se trata de un contrapunto sino de una coexistencia pacífica entre ambas cosas. Por lo menos en el caso de Jane, tal como lo lleva al extremo una escena memorable en medio de un rodaje casero, que demuestra que para la chica su trabajo es uno como cualquier otro.

No se trata tampoco de una visión idealizada por parte del realizador y coguionista, y allí está Melissa, ser esencialmente rastrero, para corroborarlo. De lo que se trata es de capturar a los personajes en su singularidad. Lo de personaje incluye a Starlet, chihuahua que, aventura Sadie en un momento, tal vez sea el único macho en la vida de Lady Jane. Starlet no es un perro cualquiera, como no son “gente cualquiera” Jane, Sadie, Melissa o su novio (a quien en un momento se le ocurre montar un club de strip en el living de su casa, para que la chica practique baile de caño). Starlet se pasa casi toda la película durmiendo. Cuando se despierta es para robarle a su dueña unos “choricitos” de billetes, haciéndose el distraído cuando ella lo reprende.

Singularidad y circunstancia. También como Cassavetes, Baker no filma lo fijo sino lo pasajero. No lo estable sino lo cambiante, no la cristalización sino la transición, no la consolidación sino la fuga. Todo esto encarna antes que nadie en Jane, que parece no tener otra cosa en la vida que no sea Starlet. No se trata tanto de una falta, una ausencia o carencia (la película hace eso a un lado) sino de una suerte de ser–devenir, que no es sino que está, o va yendo. Desde ya que la forma de filmar este universo en estado de fuga y transición no podría ser otra que la que inventó Cassavetes: largos planos-secuencia con una inestable cámara en mano. Cámara que suele ir en panorámica de un rostro a otro, no tanto en busca de una verdad oculta como de una visible, que la expresión transparenta o sugiere.