St. Vincent

Crítica de Juan Pablo Figuerero - Indie Hoy

Parecería que cada vez que un grupo de productores en Estados Unidos se junta para ver a quien llaman para personificar a un cincuentón de entradas marcadas y aire decadente, el nombre “Bill Murray” aparece bien arriba en la lista de posibles candidatos. Es que a Murray le quedan a medida esos papeles de personajes de mediana edad atravesando distintas variables de crisis y, además, hay que aceptarlo: Bill es un tipo oscuramente gracioso que no necesita hacer mucho para caernos bien. Simplemente poniéndose en frente de una cámara, el actor de 64 años emana una especie particular de carisma triste, que ya hemos visto varias (¿demasiadas?) veces en muchas películas y que, aun así, nos sigue pareciendo interesante.

Con un rostro cubierto de arrugas y marcas en la piel que cuentan una historia por sí mismas, Murray encarna a Vincent, un típico whitetrash, ex soldado de Vietnam tapado de deudas que se la pasa bebiendo y acostándose con una prostituta rusa (Naomi Watts, quien ha admitido que su fuente de información para construir su extraño personaje ha sido, principalmente, YouTube). Así, de un día para el otro, Vincent se convertirá en el improbable niñero de su nuevo vecinito Oliver (Jaeden Lieberher) para conseguir unos dólares extra, aprovechando que la madre soltera del niño (una apagada Melissa McCarhty) tiene que trabajar todo el día para mantenerlo.

St. Vincent, ópera prima de Theodore Melfi, es un film perteneciente al conocido subgénero de comedia que responde a la fórmula – pibito inofensivo + viejo mala onda = contraste bizarro – , una ecuación que ya hemos visto funcionar en numerosos títulos, desde Un santa no tan santo con Billy Bob Thornton (Terry Zwigoff, 2003) hasta Rushmore (Wes Anderson, 1998), una de las tantas colaboraciones de Murray con Anderson, quien tal vez sea el director que mejor ha sabido explotar el peculiar humor dramático del actor (Los Excénticos Tenenbaum, La Vida Acuática con Steve Zissou y más), como así también lo hizo Sofía Coppola en la memorable Lost in Translation (2003).

“Él es cool, pero de una forma malhumorada” admite Oliver cuando su madre le pregunta qué onda Vincent luego de la primera tarde que estos pasan juntos. A partir de ahí, la película avanzará a fuerza de algunos gags bastante divertidos y de una vívida fotografía muy bien lograda para mostrar las andanzas de esta “políticamente incorrecta” dupla en una comedia que al mismo tiempo que nos hace reír, intentará, también, robarnos alguna que otra emoción.