St. Vincent

Crítica de Elena Marina D'Aquila - Cinemarama

Viejo zorro.

Theodore Melfi encuentra tierra fértil en su segunda película, la primera en estrenarse comercialmente –su ópera prima Winding Roads filmada en 1999, nunca llegó a cartelera en ninguna parte del mundo–, y en ese animal de cine que es Bill Murray. Porque St. Vincent es, ante todo, una celebración de su magnetismo en pantalla. La película comienza con una larga secuencia de créditos y de presentación del personaje que se extiende por más de seis minutos en la que Vincent, algo borracho, roba una manzana mientras camina por la calle y luego maneja hasta su casa, pero en la maniobra de estacionamiento termina destrozando la cerca de su entrada. Una vez adentro, tropieza mientras intenta servirse hielo en un vaso, y al golpearse queda desmayado en el piso de su cocina. Con ustedes: el gran acto de Bill Murray. Su histrionismo dentro y fuera de la pantalla, esa sonrisa a medias y su inconfundible mirada entre irónica y melancólica, junto con ese aire imperturbable que lo caracteriza, le dan una presencia que va más allá del cine. Es precisamente con ese carisma que Bill Murray crea personajes bigger tan life y que su construcción de Vincent se mantiene fiel a esa tradición, dotándolo de la intensidad justa y sin volverse una de esas interpretaciones que se evidencian oscarizables. El resultado es el Walt Kowalski de Eastwood en Gran Torino –pero con un ochentoso Chrysler K convertible– y el Bruce Dern en Nebraska –Melfi no oculta la influencia de las comedias extrañas de Alexander Payne, e incluso en varios planos el rostro lastimado de Bill Murray con un parche en la frente es muy similar al de Dern en Nebraska– meets Peter Quill en clave deadpan. Al igual que en Guardianes de la Galaxia, además de la importancia de la música a nivel dramático y narrativo, el objeto que identifica al protagonista es un walkman, que adquiere el carácter de símbolo.

St. Vincent vive de pequeños momentos épicos que resultan titánicos en su forma. Si bien no es una película modesta como Nebraska tampoco es pretenciosa. Al igual que la última de Payne, va dejando de lado la acidez para cortarla con la medida exacta de dulzura. Así como gran parte del mérito de Nebraska dependía de Bruce Dern –y su particular forma de hablar y de caminar– aquí se le debe mucho a la presencia de Bill Murray y a su manera de conducir, de sentarse, de fumar, de tomar y hasta de vestirse. Su comicidad clásica –referencia a Abbot y Costello mediante– e inmediata lo hacen brillar en momentos minúsculos que dejan entrever un gran amor por el cine y nos transportan a través de su potencia visual y enorme sensibilidad. Basta con detenerse en algunas escenas para comprobarlo: ya sea bailando solo en la cocina al ritmo de “Somebody to love”, o acompañado y en ralenti, e incluso hasta en los créditos finales en los que primero riega una planta muerta y luego su jardín de tierra estéril mientras canta a destiempo “Shelter from the Storm” de Bob Dylan.

A pesar de ser una comedia bastante amarga y siempre en tono seco, St. Vincent puede hacer muchas cosas, como pasar del humor más disparatado al sentimentalismo más ñoño de una escena a la siguiente. Pero su ternura y optimismo la transforman en una película honesta, incluso respecto de sí misma y de sus imperfecciones: por momentos la moralina amenaza con apoderarse de la historia, pero nunca lo logra porque aparece como un impulso natural, de forma esporádica y muy medida.

Melancólica y estridente, St. Vincent podría ser catalogada bajo el rótulo de cine políticamente correcto o aleccionador, pero hacerlo sería leer de manera cómoda una película que resulta mucho más de lo que podríamos imaginar, y que va mucho más allá de lo que muestra. Con rasgaduras y todo, St. Vincent toca fibras del otro lado y demuestra que puede haber comedia, miseria, tristeza, incomodidad, crudeza y a la vez ternura y sinceridad. Todo eso santificado por la presencia de Bill Murray. Amén.