Spring Breakers: viviendo al límite

Crítica de Jonathan Santucho - Loco x el Cine

Adolescente fluorescente.

Sin importar el tiempo, comparar la juventud de ayer con la de hoy es un ritual inevitable, que siempre termina con la última siendo señalada como especial en su pérdida de sentido o moral. Para los ojos más adultos, la “generación perdida” nunca se va, aunque las razones de la atracción adolescente por lo desaprobado varían según quien responda: “¿Es la violencia en los medios?”, “¿Será la sexualización de la cultura?”. El problema es que, a veces, se ignora cuán arduo es el camino hacia la madurez para algunos que, como manotazo de ahogado, idealizan cualquier influencia para tratar de construir un mundo personal. Esto es lo que el bizarro realizador Harmony Korine sugiere en el centro de la espectacular Spring Breakers: Viviendo al Límite (Spring Breakers, 2013), un crudo, sincero e intenso viaje al fondo de una extravagante fantasía de nenas, armas y excesos situado en el reino de los hijos de la era MTV y el imperio Disney.

La afinidad de Korine por el mundo adolescente se remonta al inicio de su carrera, con los guiones de Kids y Ken Park, retratos de púberes de clase media baja (en especial, de la llamada “basura blanca”) perdidos frente al sexo, las drogas y las expectativas de la cultura estadounidense. Ahora, el realizador vuelve a tocar ese universo de dudas y malas decisiones en una película que, si bien es su producción más comercial, no deja de ser más controversial que casi todo lo que llega a la cartelera local hoy en día, con su ostentación de mujeres en bikinis, sustancias y dealers repletos de armas, así como la destrucción de la imagen pura de las figuras de la fábrica de Mickey (Selena Gomez, Vanessa Hudgens y Ashley Benson). Después de todo, era imposible que el mismo tipo que ideó a los homicidas con placer por los tachos de basura de Trash Humpers saltara de la nada a hacer una película de fiesta al estilo de Proyecto X.

Para probarlo desde el primer fotograma, Korine arranca con un lento y largo pasaje de la playa de Miami, tierra prometida para nuestras comunes protagonistas, Faith (Gomez), Candy (Hudgens), Brit (Benson) y Cotty (Rachel Korine, esposa del director). Las mujeres desnudas quedan atraídas casi de forma magnética a la cámara, los hombres transpiran y escupen cerveza sobre ellas, la música está a todo volumen, la imagen salta de la pantalla al borde de la saturación, y el descontrol vacila entre lo subversivo y lo decadente al estilo de un producto como Jersey Shore o Girls Gone Wild.

Pero para las chicas, es el escape perfecto de la rutina y, quizás, un portal al paraíso. Por eso, ante la falta de dinero para cumplir sus sueños e irse de vacaciones de primavera (una tradición anual de los estudiantes de América del Norte), Candy, Brit y Cotty roban un restaurante para cubrir los gastos (“Pretendan que es un jodido videojuego”, se dicen como preparación).

Al llegar a la tierra del sol y del neón, las cuatro chicas quedan enceguecidas por el ambiente de rebeldía y llevan la locura del momento al máximo nivel, al destrozar el orden público y agarrando cualquier droga o bebida para tragarla como caramelo. Pero la diversión en algún momento tiene que parar, y la policía arresta a las muchachas. Sin dinero e indefensas ante la ley, su salvación viene en la forma del hipnotizado Alien (un demente e irresistible James Franco, en uno de los mejores roles en lo que va del año), rapero y criminal de poca monta, uno de los tantos seguidores de la búsqueda del sueño americano según el gangsta rap y la figura del Tony Montana de Scarface, que se la pasa todo el día presumiendo su plata, su arsenal, sus perfumes y sus shorts de todos los colores. Este blanco en ropas de negro, que lleva su obsesión estética por la cultura del hip hop a un extremo deliciosamente ridículo, será el encargado de llevar al rebaño de chicas a las verdaderas calles salvajes, en donde la pérdida y el redescubrimiento se unirán al peligro y la muerte.

El cuento de Korine varía entre dos ritmos: por un lado, está el puro descontrol que homenajea al videoclip y al juego, con la banda de sonido del dubstep de Skrillex; por el otro, se encuentra una parte introspectiva adornada con las notas de Cliff Martinez. Combinados con la cautivadora y vivaz fotografía de Benoît Debie, se crea un mundo que bambolea entre el sueño y la pesadilla de nuestras protagonistas.

Es que este es el punto del film que, a pesar del frenetismo, de la unión de géneros y de la irreverencia, evita la explotación barata y se sumerge en lo profundo de la vida adolescente sin glorificar, apuntar dedos o ahogar con ironía, iluminando el período en la vida en el que la percepción de la inocencia se derrumba y rompe en pedazos. Todo queda claro en el punto más alto del film, cuando el personaje de Franco aprovecha un atardecer junto al mar para tocar en su piano y cantar con las chicas el tema Everytime, de Britney Spears, dando pie a un montaje de caos que es tan estúpido como hermoso. Para entonces, no es difícil adivinar que Korine (otro bad boy más) se encariñó de sus sujetos, ya que nos invita a entender a estos marginales que, si bien no tienen el mejor juicio y cometen errores terribles, cuentan con una pasión tan ardiente por descubrir la vida ideal que es imposible no admirar. Incendiaria, bella, hilarante, reflexiva y brutal, Spring Breakers merece el estatus de culto que seguramente tiene guardado para dentro de unos años.