Spencer

Crítica de Diego Lerer - Micropsia

Esta suerte de biografía psicológica de la princesa Diana se centra en los tres intensos y dramáticos días navideños que pasa en una elegante y tenebrosa casa de campo de la realeza británica. Con Kristen Stewart, Timothy Spall y Sally Hawkins.

Una película de horror psicológico en un gigantesco caserón ubicado en la campiña inglesa –una especie de mezcla entre un film de la productora Hammer y una adaptación de una novela de Henry James–, SPENCER convierte la historia de Lady Di en un viaje cinematográfico al corazón de la angustia, la ansiedad y los miedos de una mujer atrapada en un mundo lleno de rituales y figuras espectrales también conocido como la realeza británica. Un espacio físico y mental que, como el hotel de EL RESPLANDOR, puede terminar por enloquecer a cualquiera que haya llegado allí lo suficientemente frágil y confundido.

Tal es el caso de Diana Spencer (Kirsten Stewart), que al comenzar el film ya lleva unos diez años viviendo en el seno de una de las familias más fascinantes y siniestras del planeta. Sus niños –los hoy adultos y complicados William y Harry– ya son lo suficientemente grandes para entender que sus parientes son un tanto raros y que su madre no se lleva del todo bien con la manera en la que se conducen en general y en cómo se comportan con ella en particular. Y su relación con Charles (Jack Farthing) ya está en ruinas, aunque ella parece seguir inexplicablemente enamorada de un hombre que ya tiene, de hecho, otra pareja a su lado. Cuando SPENCER comienza –con Diana manejando su auto por una ruta campestre y gritando al viento «where the fuck I am?»–, no solo parece hacer mención a haberse perdido en camino a la Casa Sandringham sino a su propia confusión vital, personal. ¿Quién es Diana y qué cuernos hace allí? La película tratará de responder la primera pregunta y plantear una potencial salida para la segunda.

Larraín le escapa por completo al decoro crítico pero respetuoso de series como THE CROWN. Si bien se los ve y escucha muy poco, los miembros de la familia real son mostrados casi como fantasmas que aparecen en salones como por arte de magia pero carcomen la cabeza de Diana desde adentro. Lo que hace su película, un poco a la manera en la que lo hacía JACKIE, es explorar visualmente el estado mental de su protagonista. La mujer ha llegado a Sandringham para «festejar» la Navidad y SPENCER la acompañará durante los tres regimentados y angustiantes días que pasará allí. De entrada vemos que el evento se presenta de un modo casi militar, con un ejército trayendo la comida al palacio y cocineros que deben actuar como silenciosos soldados a la hora de prepararla y servirla. Y Diana llega tarde, sin ganas de sentarse a la mesa con ellos (y menos de comer), destrozando cualquier protocolo y con algunas pocas tablas de salvación: ver a sus dos hijos, apoyarse en Maggie (Sally Hawkins) –una asistente que es la única que parece entenderla allí– y visitar la casa de su familia, que está ubicada muy cerca de ahí, solo que completamente abandonada.

Al llegar se topa con un personaje desconocido que la recibe. El tal Alistair Gregory (Timothy Spall, excelente y creepy) es un funcionario real al que la familia parece haber convocado para ocuparse especialmente que Diana cumpla con los rituales y obligaciones del evento, que son muchos. Ella los conoce –lleva años cumpliéndolos– pero ya está harta de seguirlos al pie de la letra, especialmente cuando la familia no hace más que marginarla y ningunearla. Hay que pesarse al llegar, entrar a cada evento a tiempo y en orden de rango, usar el vestido que otros le eligieron para cada ocasión y, por miedo a los paparazzi que supuestamente observan todo, cerrar cada puerta, cada cortina, cada entrada de luz al interior de la casa. A Diana, que ya llega en un estado límite de fastidio y angustia, estos protocolos rigurosos lo único que hacen es llevarla más y más al borde del estallido. Algo que la familia no puede permitir. O, al menos, no puede permitir que se sepa ya que, por otro lado, parecen hacer todo lo posible para causarlo.

SPENCER es una biografía psicológica y un ensayo audiovisual, una película que está a mitad de camino entre un relato tradicional de la realeza y lo que un cineasta como Aleksandre Sokurov ha hecho con míticos personajes de la gran historia del siglo XX como Hitler, Stalin o el emperador Hirohito. Alejándose de uno y otro extremo de ese péndulo formal de la biopic, el realizador chileno suma además una atmósfera de género para trabajar el estado de ánimo de su protagonista. La fotografía en granuloso fílmico, en 16 y 35 mm., de la DF francesa Claire Mathon (RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS, EL DESCONOCIDO DEL LAGO) y la extraordinaria y discordante banda sonora con derivaciones jazzísticas de Jonny Greenwood no hacen más que reforzar esa idea de trip mental que tiene la película. Y pronto también el guión da cuenta de ese recorrido abismal, incluyendo escenas brutales que –vemos luego– solo suceden en la perturbada cabeza de Diana.

Los únicos problemas que debilitan un poco la potencia de SPENCER están en algunos apuntes del guión que resultan un tanto subrayados y utilizan metáforas que bordean lo obvio, tanto en su «relación» con Ana Bolena –personaje trágico de la historia de la realeza con el que Lady Di se siente emparentada–, como en otros diálogos que se escuchan y situaciones que aparecen a lo largo de esos angustiantes días. Y, quizás, en que al enfocarse tanto en la experiencia de Diana dejando casi por completo de lado al resto de los Windsor –dando por sentado, a través de los hechos y lo que uno ya sabe previamente, el tipo de presión con la que operan sobre ella–, la película por momentos parece alimentar el mito de la fragilidad mental de la mujer. Dicho de otro modo, uno puede ver el film y sacar como conclusión que Diana bordeaba la histeria y no «ayudaba» demasiado a descomprimir la de por sí tensa situación.

De todos modos, mínimos reparos aparte, la película es una experiencia vivencial apabullante, que no llega a ser sórdida (en ese sentido, evita algunos problemas de otros films de Larraín) porque hay un evidente cariño por su protagonista y porque el resto de la familia abruma más desde la ausencia que de otro modo. Los mínimos intercambios de Diana con Charles o con la Reina Elizabeth (Stella Gonet) dejan en claro la crueldad y el doble discurso (la idea de las dos caras que ellos deben tener, la pública y la privada) con el que se manejan allí, pero la película interioriza esa violencia psicológica y la transmite desde la experiencia perturbada y cada vez más disociada de Diana. La necesidad de la joven de salir de esa casa para volver a la suya, vecina pero muy distinta en todo sentido, le da a SPENCER un recorrido dramático probable, un viaje en el que la protagonista busca, de todos los modos posibles, reencontrarse consigo misma, con su identidad, con quien ella era antes de meterse en esa infernal cueva de espectros. Y si eso implica dañarse a sí misma (hay algunas incómodas escenas autolesivas, reales o imaginarias), que así sea.

El clásico párrafo aparte es para la actuación de Stewart en el rol de Diana, ya que se trata de una película que es casi un unipersonal de la actriz. Si bien resulta una elección de casting llamativa y, al comenzar las acciones, su manierista y un tanto excesiva interpretación de la princesa puede resultar un poco extravagante (especialmente viniendo de una actriz que acostumbra a un tipo de actuación de baja intensidad dramática), de a poco uno se acomoda a que esa intensidad refleja más que nada la frustración, el fastidio y el desordenado estado psicológico del personaje. Los continuos primeros planos –cada vez más deformados– que Larraín y Mathon le aplican sirven también para entender que su actuación funciona en el contexto audiovisual que propone la película, que no es realista ni mucho menos. Al contrario, se trata de una película de horror fantasmal y Stewart interpreta a Diana como lo que quizás fue, una elegante y desesperada prisionera de la más cara y subsidiada institución psiquiátrica de Gran Bretaña: la realeza.