Soy el número cuatro

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

El hombre que cayó a la Tierra.

Algo que proviene del espacio exterior, se abalanza sobre el mundo y se interna en el bosque, lanzado a toda velocidad como un animal salvaje, marca el comienzo espectacular de la película. Los sobrevivientes de un planeta invadido vienen a parar a la Tierra. Sus perseguidores también. En un ambiente de cuento de extraterrestres, la pequeña película de Caruso envuelve una historia de teenagers cuyo humilde encanto se deriva en parte de albergar clichés como si fueran los últimos vestigios del mundo conocido.

La premisa de Soy el número cuatro podría ser: si nos invaden qué nos queda sino resguardarnos en estas cosas humanas conocidas, por ejemplo el paso traumático por la preparatoria, reglamentariamente odiosa para los chicos sensibles, con sus matones de esquina; o la tímida desesperación que anida en las entrañas de un pueblo chico. El director construye todo ese mundo familiar para venir a interrumpirlo con la aparición de sus fuerzas galácticas en pugna. El número cuatro del título es un chico a punto de ser cazado por sus enemigos, alguien que va hacia la adultez mientras descubre, como cualquier superhéroe al uso (pongamos Peter Parker), que tiene poderes descomunales para defenderse y que debe aprender a administrar como es debido. La diferencia es que este chico sabe desde el primer momento que su vida no puede ser como las de los demás, por lo que padece la soledad de su doble personalidad aumentada por el condimento de un desarraigo esencial. Cuando va a la casa de una compañerita y conoce lo que es una familia siente la punzada de una rara añoranza, originada en la ausencia de lo que nunca se tuvo.

La película describe un vacío por oposición y con eso le alcanza para dotar a su protagonista de un aura de justa nobleza. Una pelea con un monstruo comedor de pavos que tiene lugar dentro de un aula que queda literalmente destrozada, así como la presencia siempre amenazante de un oficial de policía, parecen sindicar la prescindencia de las instituciones en lo que respecta al estupor de los adolescentes protagonistas, ya sea el de los que buscan un hogar o el de los que quieren alzar vuelo y dejar el suyo.

En sus paisajes diurnos, de pleno sol, o en las escenas de noche, en calles desiertas de un barrio que duerme satisfecho de su llaneza y rectitud, la película no se priva de ofrecernos ráfagas de una melancolía irrenunciable. Buscar un hogar o irse de él. La chica se queda sacando fotos hermosas, con su familia, que es adorable pero medio plomo, aislada del resto de sus compañeros de colegio; el chico, en cambio, porque es un perseguido y no le está permitido establecerse, debe partir junto a sus nuevos amigos, conjurados en una guerra secreta a espaldas del mundo, al menos mientras dure aquello que los amenaza (que aparenta ser eterno). Soy el número cuatro parece establecer todo su moderado andamiaje dramático bajo el signo de un sentimiento de desamparo universal. Sumando lugares comunes, a veces dignos de una telenovela, y el gusto indisimulado por un cine fantástico de diseño sencillo, levemente nostálgico, la película se las arregla para emitir un modesto esplendor a contrapelo del cine industrial actual.