S.O.S: Familia en apuros

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Verdadera explosión de defectos

Comedia familiar sobre abuelos, padres, hijos. Billy Crystal y Bette Midler hacen de padres de Marisa Tomei, que hace que está casada con Tom Everett Scott (pero no se lo cree mucho). Marisa y Tom actúan que tienen tres hijos: la nena mayor, dos nenes menores. Marisa y Tom deben viajar (bah, Tom debe, Marisa quiere acompañarlo y él quiere ser acompañado).

Como los padres de Tom -los abuelos "titulares"- están de viaje, Marisa y Tom deben llamar a los abuelos suplentes, para peor suplentes con pocos minutos en cancha, y en quienes no confían como continuadores temporarios de la crianza que ellos, como padres, imparten. Entonces se enfrentan dos modelos de crianza. La más "tradicional y normal" que actúan -como pueden, detrás de rostros inverosímiles- Billy y Bette. Y la más moderna y basada en todas esas teorías que circulan como modas y que algunas van quedando. Para resumir: Marisa y Tom no les dan azúcar a sus hijos, no los retan, no les ponen límites (en especial a los varoncitos, a la nena le ponen presión para que sea música; sobre todo le pone presión Marisa, que tiene asuntos pendientes con sus padres). Ya imaginan el final: todos aprenden algo, todos superan algo, todos reconocen algo.

Lo convencional no es un problema insalvable, la falta de originalidad tampoco. Pero en S.O.S.: familia en apuros (un título que hace doler los ojos y los oídos) los problemas son mayores, los defectos son todos: estamos sin duda frente a una de esas películas que no se descartaron al terminar porque la variable de la calidad no es motivo suficiente para hacerlo cuando se invirtieron millones de dólares que de todos modos se recuperarán con creces. Acá todo salió mal, pero todo, al punto de que Marisa Tomei no está sexy. Y al punto de que Billy Crystal lucha contra situaciones imposibles para ponerles algo de gracia y, con todo su talento cómico, apenas acierta en una ínfima proporción. Sí, claro, están los yerros básicos: la música explica emociones como si los espectadores fuéramos chimpancés y no de los más brillantes; los derroteros problema-solución (ejemplo: el tartamudeo del hijo del medio) no se pulieron para sacarles los bordes gruesos de la obviedad absoluta; las metáforas forzadas (el amigo imaginario del hijo menor) se explican tantas veces que dejan de ser metáfora.

Hay muchas películas con todos estos defectos y que se conforman con ser mediocres y no ofensivas, pero aquí estamos en presencia de un cualunquismo narrativo y cómico pocas veces visto en un producto mainstream: las situaciones no se conectan, se amontonan porque a alguien se le ocurrió una idea base (o el final de una secuencia que prometía ser gracioso) y allá fueron, sin atar nada. Así, se nos inflige un momento de skate y pis sin sentido más allá de poner a un nene en peligro, se nos enrostra un baño inverosímil y ridículamente sucio en un espacio que afuera es limpio (pero como a alguien se le ocurrió un chiste con Billy Crystal seguramente hubo que forzar todo), y se nos exhibe un juego inconcebible e incomprensible con una lata que sirve para mostrar un momento de diversión y unión familiar que es impuesto como una obligación y al que no se llega con lógica ni con fluidez ni con nada que se asemeje a eso que conocemos como eficacia industrial ni como decoro mínimo. Vemos esta película y nos duele la inteligencia, nos duele querer a la comedia, nos duele nuestra fe en algunos actores y actrices. Nos duele, finalmente, nuestro amor por el cine.