Sordo

Crítica de Micaela Gorojovsky - Cinemarama

El segundo largometraje de Martínez se sumerge en la vida de cinco actores sordos y su intérprete, o al menos eso es lo que en un primer momento se espera. Con una temática limítrofe a la de su película previa, Estrellas (2007), el director corporiza las historias de aquellos que ocupan un lugar inesperado, por fuera de lo previsto. Que se encasille a Sordo como un documental no es errado, pero tampoco le hace justicia a la complejidad de registros que conviven entreverados en cada secuencia, o incluso en cada plano. El quid de la cuestión no es ponerse la capa de detective y rastrear en qué escenas lo que transcurre es la pura verdad y en cuáles no, sino entregarse a ese régimen ficcional que es el que finalmente da forma a la película. El juego con los límites entre ficción y realidad le da otro espesor al tema de base y, afortunadamente, es lo que garantiza que Sordo no sea un alegato simplista sobre las capacidades diferentes. El largometraje muestra puntos de conflicto y resolución, por ejemplo, en las relaciones interpersonales entre los actores, en el proceso creativo de la obra de teatro que quieren montar y hasta en las secuencias más autobiográficas, en las que los protagonistas son filmados en su cotidianeidad. Ese ritmo que progresivamente se va generando se opone a cualquier defensa panfletaria de las minorías y logra construir una poética propia. Además, si hay algo que la película deja en claro desde la primera secuencia es que esa lástima bienpensante la tiene sin cuidado.

Por suerte, hay muchos recursos en Sordo que contradicen su tesis inicial, que es alcanzar un tipo de expresión teatral en la que los oyentes deban adaptarse al lenguaje de señas de los actores y no a la inversa. Por ejemplo, la película misma está subtitulada, hay primerísimos primeros planos (lo cual indica que la cámara no está supeditada a captar el sistema gestual mediante planos más abiertos) en general, todo está dado como para que el oyente pueda entender a pesar de no manejar el mismo código. Tampoco se diviniza la figura de los protagonistas por su discapacidad, y se los muestra con los prejuicios que cualquier otro ser humano tiene. Suponer, como lo hace la declaración de principios de la apertura, que el objetivo del trabajo de estos actores será una obra que se cierra en su propio lenguaje de señas es, sin duda, un callejón sin salida, por lo que esta idea –que solo se usa en un primer momento por su alto poder de impacto– se va matizando cada vez más. Lo que queda es la construcción de un nuevo código compartido y equitativo al que todos podamos acceder. Ese es el horizonte de la obra de teatro con la que los protagonistas sueñan y la gran utopía que se desarrollaría en la última escena de la película, que acaso queda fuera de campo por estar aún en construcción.