Somos una familia

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Nada mejor que una bella familia unida.

Ni prestigiosa ni chabacana, ni profunda ni del todo frívola, la comedia del veterano realizador francés, recordado por su Cyrano, no es ni más ni menos que un amable divertissement, con un excelente elenco de distintas generaciones.

El regreso del realizador francés Jean-Paul Rappe- neau (famoso internacionalmente por su adaptación cinematográfica de la obra Cyrano de Bergerac) luego de doce años de inactividad lo encuentra trabajando en un terreno típicamente francés. Por tema, tono y trasfondo. En realidad, Somos una familia es varias películas en un mismo envase: drama familiar relleno de desavenencias, peleas, secretos, descubrimientos y reconciliaciones; pintura de clases (diversas) y ambientes (también dispares); vodevil sofisticado con una pizca de comedia romántica al uso. No todas esas películas funcionan de la misma manera ni ofrecen la misma cantidad y calidad de virtudes. Asimismo, la suma de todas ellas no refleja ni sus logros más acabados ni sus deméritos más evidentes. En principio, Rappeneau logró rodearse de un reparto de notables actores y actrices que atraviesa tres generaciones, gracias al cual dispuso de un piso sobre el cual transitar firmemente y cuya interacción casi siempre cumple y dignifica. Comenzando por su protagonista, un Mathieu Amalric que, en la piel de Jérôme Varenne –el hijo mayor de una familia de cierta tradición y moderada alcurnia– ofrece una de sus usualmente equilibradas y casi siempre interesantes interpretaciones.

Jérôme es un exitoso ejemplar de animal del ámbito gerencial que regresa temporalmente a París, vía Shanghái, junto a su prometida. Hay una excusa argumental para ello, por cierto, pero lo relevante es que ese inesperado regreso se topa con una novedad ligada a la antigua casa del clan, en eterno litigio legal luego de la muerte del pater familias y observada con buenos ojos por un emprendimiento inmobiliario de envergadura. Hacia la imaginaria Ambray enfila el protagonista, sin saber que la visita relámpago al hogar de su infancia se transformará en una odisea personal de varios días. Culpa de algunas viejas amistades, ciertas revelaciones consanguíneas y el magnetismo de esa mansión de varias plantas apartada del centro del pueblo. Gilles Lellouche (El Amigo), Marine Vacth (La Joven) y Karine Viard (La Otra) –siguiendo una nomenclatura no literal pero absolutamente lógica– completan una parte de ese casting soñado, además de la experimentada Nicole Garcia, en el rol de la madre de los Varenne, y el alcalde encarnado con usual bonhomía por André Dussollier.

Las vueltas de tuerca, encrucijadas y desvíos de Somos una familia son muchos y variados; Rappeneau, a su vez el guionista principal, se las arregla para que el ritmo –por momentos endiablado– no decaiga en momento alguno. Los momentos más refulgentes del film son aquellos en los cuales el humor deja de lado el costumbrismo para entregarse por completo al enredo, como esa extensa secuencia cerca del final, en medio de un concierto festivo, en el cual los múltiples cruces y choques de personajes lo muestran en posesión del secreto del éxito cómico. No puede afirmarse lo mismo de todas las instancias dramáticas, generalmente marcadas por una cercanía con lugares comunes bastante enraizados. Ese desequilibrio entre luces y sombras comienza a hacerse más pronunciado en la segunda mitad, coronada por una coda innecesariamente empalagosa, que aterriza en la trama como un extraterrestre en plan invasivo. Ni prestigiosa ni chabacana, ni profunda ni completamente frívola, Belles familles (título irónico perdido en la traducción) no es ni más ni menos que un amable divertissement que podrá no ser inolvidable, pero posee algunos de los encantos lúdicos inherentes a todo pasatiempo de relativa nobleza.