Sólo un hombre

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Ejemplo del cine arty de alta gama

Puntapié inicial en dirección cinematográfica para el reputado diseñador de vestuario texano Tom Ford, Sólo un hombre parece concebida como la confección de un traje a medida. Encuadres cuidadosamente pespunteados, imágenes de buena caída, la exacta traslación de un modelo bidimensional (el guión) a su hechura en tres dimensiones (la película). El corte resultante luce como inevitablemente debía lucir: calculada, impecable, elegantísima, inerte.

Tal vez el motivo de su participación en competencia oficial en el Festival de Venecia, en septiembre pasado, haya sido que, con ese pelo cuidadosamente recortado y esos anteojos de celuloide, grandes y negros, Colin Firth parece una cita viviente de Mastroianni en 8 y ½. Es lógico que sea así: basada en una novela del escritor británico Christopher Isherwood, Sólo un hombre transcurre en 1962, un año antes que la película de Fellini. Ganador de un premio en Venecia y nominado al Oscar por este papel, Firth es aquí George Falconer, uno de esos profesores universitarios de Letras a los que el cine suele imaginar contenidos, suavemente irónicos y reprimidos. George, menos que otros: basta que un alumno de mechón sobre la frente y pulóver de angora lo presione un poco, para que Falconer (apellido que remite a John Cheever, tal vez por eso del closet) se bañe con él de noche, a orillas del Pacífico. Profesor en un college de Los Angeles, por más que se permita esas distracciones, Falconer viene de sufrir una pérdida de la que no logra reponerse: la de su amado Jim (Matthew Goode, que ya en Match Point parecía el suplente de Rupert Everett), en accidente automovilístico.

La única compañía que le queda a Falconer es su amiga Charley (Julianne Moore), ricachona piola, británica como él, que además es su vecina. Y la única capaz de lograr que el circunspecto profesor se saque el saco, se despeine un poco y baile un rato a gogó un rhythm and blues de John Lee Hooker. Pero no en público sino en el living de la supercasa de Charley. Esclavos del chic modernista, parecería que todos tienen supercasas aquí. La del protagonista, construida por su novio arquitecto, es una suerte de avanzada japonesa en Santa Monica, llena de líneas rectas, grandes ventanales y puertas corredizas. No es que el duelo que atraviesa Falconer no se sienta (primeros planos sobre su rostro, eventualmente sobre una lágrima, permiten hacerlo) sino que queda subsumido en la elegancia general. Particularmente reveladora es la escena en la que, disponiendo su suicidio, George echa sobre la cama un traje gris, una camisa blanca cuidadosamente planchada, una corbata gris plomo, estudiando la gama de su traje fúnebre.

Prototipo de lo que podría llamarse “cine arty de alta gama” (algunas películas de James Ivory, films como Las horas y adaptaciones literarias varias sirven como ejemplo), que el personaje esté obsesionado con la muerte (la de su pareja, la suya, la muerte como fin) luce perfectamente en consonancia con una puesta en escena como pensada por el equivalente fúnebre de una wedding planner. Luce: ésa es la palabra clave aquí.