Sinónimos: Un Israelí en París

Crítica de Marcelo Cafferata - El Espectador Avezado

A veces, los premios internacionales generan una expectativa desmedida al recibir ciertos estrenos en el circuito comercial. Algo de esto sucede con “SINONIMOS: UN ISRAELI EN PARIS” que tanto por la trayectoria de su director, como por el hecho de haberse hecho acreedora del Oso de Oro al mejor filme y el premio FIPRESCI en la última Berlinale, hacían poner la vara demasiado alta.
Nadav Lapid es un director israelí que había llamado poderosamente la atención con su ópera prima “POLICEMAN” pero por sobre todo por su segundo filme “La maestra de Jardín” que ha tenido inclusive una remake americana con el protagónico de Maggie Gyllenhaal y que ahora se juega por una propuesta completamente imprevisible, arriesgada y original, pero con algunos resultados fuertemente dispares.
“SINONIMOS” tiene puntos de contacto con la vida del propio realizador, quien en su momento dejó Israel para establecerse en París en los años 2000, hecho que aparentemente no le ha sido demasiado fácil porque abre la película con el protagonista llegando a un departamento completamente vacío en el que será literalmente despojado de todas sus pertenencias en la primera noche que se queda a dormir allí.
Si bien esa desnudez que se presenta y el frío congelante que azota el departamento sin nada que cubrirse, es el disparador de la historia, hay mucho de simbolismo que será lo que articule gran parte de la película, siendo por momentos una simbología más a mano para el espectador (la desnudez como desprotección, el vacío del departamento como la soledad y la falta de contención) y en otros momentos se tornará más criptica e inasible.
Así se presenta en esta primera escena a Yoav (Tim Mercier) a modo de apertura de este viaje migratorio que es el punto de inicio para que luego se dispare en varias direcciones.
Huyendo de un país en guerra permanente, el objetivo de Yoav es nacionalizarse francés y entre sus sueños más inexplicables está el deseo de ser enterrado en el cementerio Père Lachaise –uno de los más importantes y bonitos del mundo, en donde están las tumbas de famosos artistas de todos los tiempos-.
Cuando acudan a socorrerlo la pareja de vecinos Émile y Caroline, es casi inevitable que surja la tensión y que aparezca, perfectamente dibujado, ese triángulo que se irá armando a partir de ese primer encuentro de virilidad expuesta y necesidad de cobijo.
Tal como el protagonista nada en la indecisión sintiéndose tan atraído por Caroline en algunos momentos como por Émile en algunos otros, esa dualidad también estará presente, siempre a dos aguas, respecto de su identidad (se niega a hablar su idioma de origen contraponiendo un francés exquisito y fluido que suponemos, no cualquier inmigrante maneja con esa ductilidad), esa búsqueda de atracción y repulsión que genera, al mismo tiempo, este nuevo territorio identitario.
Lapid sabe lo que quiere expresar ya que es parte de su historia y de su propia construcción, pero en esa oportunidad echa mano a una narración disgresiva, difícil de seguir, por momentos en apariencia incoherente y episódica.
Si bien hay un eje central que enhebra todo el discurso que es indudablemente ese proceso de perder parte del pasado para instalarse y recrearse en una nueva nacionalidad, en un nuevo país, los recursos que utiliza Lapid, sumamente cinematográficos no siempre tienen la precisión y la coherencia que ha demostrado en su cine.
Momentos que guardan una solemnidad teatral, diálogos que presentan más ribetes literarios que cinematográficos y una edición fragmentaria, tal como las escenas, no contribuyen a que, como espectadores, podamos sumergirnos fácilmente en la historia.
De todos modos, Lapid logra hipnotizarnos con la cámara pero tanto la extensión de más de dos horas como las líneas secundarias que no logran a veces llegar a ningún destino (un interesante y arriesgado encuentro con un fotógrafo queda como deshilvanado del resto de la trama aunque es una de las escenas más intensas y mejor construidas de la película) hacen que las sensaciones frente a “SINONIMOS” se dispersen.
Una película que tiene todos los elementos formales y técnicos para contar una gran historia, pero que no llega a emocionar sino simplemente a dejar plasmada una historia de transición, en una puesta en escena madura y arriesgada, pero por momentos tan fría y distante como caótica e inconexa.