Sinister

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

Toda imagen es terrible

Una de las películas más recordadas del año pasado es Súper 8, que desde su mismo título rendía homenaje a esta tecnología casera de filmación a través de las aventuras de un grupo de niños cineastas. En Sinister, vuelve a aparecer este artefacto ya perimido de la historia de la tecnología y también se lo asocia con niños, aunque ahora su signo no es la vitalidad creativa sino la muerte.

Todo empieza con un tópico del género de terror: un escritor (Ethan Hawke) que investiga crímenes reales se muda con su esposa y sus hijos a una casa donde cuatro integrantes de una familia fueron ahorcados en un árbol del parque y una hija desapareció.

El escritor encuentra un proyector de Súper 8 y varios rollos de películas en una misteriosa caja que aparece en el ático. Las cintas muestran escenas de crímenes cometidos en distintas décadas, de 1960 hasta el presente, con un elemento común: las víctimas siempre son familias.

Pese a que se ha cuidado de decirles a su esposa y a sus hijos que la casa donde se mudaron también tiene un historial sangriento, las perturbaciones no tardan en manifestarse. El niño mayor vuelve a sufrir pesadillas y episodios de sonambulismo (y aquí vale la pena abrir un paréntesis para destacar que uno de esos episodios genera la mejor escena de miedo de los últimos años), mientras que la niña empieza a dibujar figuras extrañas en las paredes de su pieza.

Entre la múltiples virtudes que presenta Sinister, hay que señalar el tiempo exacto que se toma el director Scott Derrickson (El exorcismo de Emily Rose) para desarrollar los personajes en profundidad, de modo que sus angustias y sus frustraciones resultan palpables, como si se tratara de personas reales y no simples marionetas de un juego macabro. En ese sentido, la presencia de Ethan Hawke es fundamental.

Otra virtud es el guion, que consigue fusionar una versión mitológica del hombre de la bolsa con un drama familiar y con la actualización de una idea supersticiosa e iconoclasta de los primeros cristianos que creían que las imágenes eran puertas por las que el demonio entraba en el mundo.

A esos dos rubros principales -actuación y guion- se les suma una banda sonora perfecta y una ambientación tal vez demasiado convencionalmente oscura, aunque matizada por visiones sutiles que la animan por momentos y que marcan con un trazo de luz espectral la ilusoria línea entre lo familiar y lo siniestro.