Sin tiempo para morir

Crítica de Maximiliano Curcio - Revista Cultural Siete Artes

En tiempos de cine de super héroes absolutamente superfluos y sin el más mínimo realismo concebidos, James Bond supo encarnar el prototipo de héroe de acción de carne y hueso, habitante de un tiempo infinitamente más romántico. Fenómeno de la cultura de masas y producto del cine industrial, representa un prototipo protagónico masculino que ha pervivido en el universo cinéfilo durante las últimas seis décadas. Este personaje de ficción, inspirado en tiempos de la Guerra Fría, fue creado por el periodista y novelista inglés Ian Fleming en 1953, quien, hasta su fallecimiento (en 1964) publicaría un total de doce novelas, con el intrépido agente secreto afiliado al servicio de inteligencia, como exclusivo protagonista. James Bond extrapoló su encanto al cine, al cómic y a los videojuegos, convirtiéndose en ese tipo de emblemas que exceden la forma artística para maravillar a diversas generaciones. Con licencia para matar y de cara a intrépidas misiones, este personaje encarna el glamour y el estilo desfachatado de un bon vivant experto en seducir mujeres tanto como en derrotar a los más temibles villanos.

Amante de los autos rápidos, las bebidas de etiqueta y la ropa elegante, Bond es un galán, playboy y conquistador, cuyo magnetismo fuera observado por el productor Albert Broccoli (hoy sucedido por su hija Barbara), encargado de llevar a la pantalla sus andanzas en más de una veintena de ocasiones. Este mito serial, eje de una de las franquicias cinematográficas más taquilleras de todos los tiempos, ha vivido épocas de gloria en los años ’60, gracias al personaje que interpretara el recientemente fallecido Sean Connery (protagonista de “El Satánico Dr. No”, “Goldfinger”, “Desde Rusia con Amor”). Luego de vivir un renovado esplendor en la piel de la otrora estrella de TV Roger Moore (“Vive y Deja Morir”, “Octopussy”), su fama decaería hasta ser rescatada de la mediocridad por el irlandés Pierce Brosnan (“Otro Día Para Morir”, “Goldeneye”).

Atravesando una segunda juventud, el 007 del nuevo milenio ofrecería su costado más oscuro y falible cuando el británico Daniel Craig se calzara el traje del protagónico más cotizado. Luego de una década y media y cinco películas (entre las que destacan “Casino Royale”, “Spectre”, “Quantum of Solace”), Craig dice adiós en la recientemente estrenada “Sin Tiempo para Morir”. Veamos que valores arroja para el análisis la última película del ¿inmortal? Bond:

Bastante más podíamos esperar del talentoso cineasta Cary Fukunaga (tan efectivo en las películas “Jane Eyre” y “Beasts of No Nation”, como en las series “Maniac” y “True Detective”). Escrita por los habituales Neal Purvis y Robert Wade, en “Sin Tiempo para Morir” abundan una concatenación de escenas de lucha resueltas livianamente; nos ilustran que la faceta más aguerrida de James Bond brillará por su ausencia en la presente entrega. Todo se resuelve demasiado rápido aunque Daniel Craig deje, como de costumbre, la entrega total en cada plano, en cada escena.

El presente film ostenta serias lagunas narrativas. Los motivos de la reinserción del expatriado Bond al circuito del servicio de inteligencia carecen de timing en su forzada resolución. Para colmo de males, su vínculo junto a la novata 007 no acaba de cuajar y cierta premeditada mutua incomprensión, convertida luego en recíproca aceptación, tiñe de liviandad el vínculo. Una ligereza que cotiza alto en la historia del agente secreto más famoso, pero que resiente la intención cuando la previsibilidad de la forma se amolda a un endeble contenido. Aunque bien, si James Bond nunca se tomó demasiado en serio a sí mismo, ¿porqué deberíamos preocuparnos?

Visualmente impactante, nada que objetar al respecto, Cary Fukunaga imprime sapiencia y dinamismo a su propuesta más mainstream a la fecha. La acción espectacular, eje central de este tipo de propuestas, sintetiza el dinamismo visual de “Misión Imposible” y la grandilocuencia omnipresente de la saga “Bourne”. La factoría Bond hace lo que mejor sabe para contentar a su audiencia. No obstante, nótese que las secuencias más vertiginosas se ven invadidas por el cliché: la resistencia corporal es sobrehumana y la eliminación del enemigo parece copiar, de modo automático, el estilo sistematizado de un videogame.

Quebrando las leyes de la física como último resquicio de lógica posible, Bond sale indemne de durísimos enfrentamientos en donde lleva las de perder. Es un super héroe inexpugnable de esos que la meca industrial adora replicar por generación espontánea. Este es un aspecto que el cine de acción ha echado a perder. Los masculinos del nuevo milenio poseen capacidades sobrehumanas para desafiar los más absurdos obstáculos. En tal sentido, la desproporcionada balacera ocurrida en el medio de un bosque cubierto de niebla y la poco feliz persecución de mil ruedas que sirviera como prólogo se ve resuelta de la manera más sorprendente, burda y exagerada. Bond roza el ridículo y ni se da por enterado. Es el cine de acción impostado y en absoluto verosímil que imperdonables franquicias como “Rápido y Furioso” han patentado.

Sin bien la última aventura de un reflexivo y crepuscular James no llega a tan aberrante extremo, un diseño caricaturesco de sus malvados de turno (desaprovechados los geniales Rami Malek y Christoph Waltz) y la insufrible gravitación de un científico desquiciado se suman a un par de decisiones narrativas francamente pueriles en su concepción. Una galería de intérpretes de gran valía adosa sus talentos a la presente propuesta. Una sugerente Ana de Armas, un circunspecto Ralph Fiennes y un entregado Jeffrey Wright completan el reparto de lujo. Mientras tanto, dos personajes femeninos de fuertes convicciones, como los interpretados por Lea Seydoux y Lashana Lync enriquecen el abultado metraje (casi dos horas y cuarenta y cinco minutos), aggiornando la pertinencia ideológica a los tiempos que corren. Aunque ninguna de ambas féminas sea responsable total del destino que les cae en gracia (Madelaine es secuestra y la ‘nueva 007’ es echada a un lado), es exigua la oportunidad de genuino protagonismo que les aguarda.

Para beneficio del más puro espectáculo, no nos detengamos a pensar acerca de la lógica endeble tras la propagación de un virus letal que traza siniestras líneas paralelas con la coyuntura mundial contemporánea. El uso de un arma bacteriológica y la condena terminal por el mero contacto llama la atención poderosamente (la película ya estaba lista para estrenarse en abril de 2020, pero debió ser pospuesta a causa de la emergencia sanitaria a nivel mundial), si nos remitimos a un peligro terrorista de escalada incontrolable. Allí está Bond para entronarse como el salvador que haga frente al mal invisible que amenaza con purgar la población mundial del modo más maquiavélico posible. Nada que no haya hecho antes…por el bien del entretenimiento.

La historia sabe ponerse lo suficientemente nostálgica cuando la partitura compuesta por Hans Zimmer lo requiere. Allí está la imperecedera melodía, para continuar dando vida al mito, sesenta años después. La magia no ha cambiado. El sarcasmo presente en ciertas líneas de diálogo recupera algo del misticismo de la franquicia, mientras el final épico que dinamita el peligro inoculado, en un acto de emotivo sacrificio, marcará un antes y un después en la historia del inigualable Bond. Guarden en su cineteca más espacio para la nostalgia. Un cuadro de la inolvidable M, encarnada alguna vez por Judi Dench, podría acompañarlos durante el visionado del film, solo si permanecen atentos a observar las paredes que revisten el interior del lujoso cuartel de operaciones.