- ¿Qué rayos estás viendo? - Es la palabra de Dios en la TV. ¿No eres cristiano? - Soy cristiano pero no estúpido. Dios habla a través de ese hombre como lo hace a través de mi perro. - Tal vez deberías escuchar a tu perro. - ¿No eres indio?. ¿No deberías quemar salvia y bailar alrededor de la cama gritando como si te hubiera picado algo? - Soy católico. - Prefiero que me claves una lanza antes de ver esto. ¡Ese hijo de perra no reconocería a Dios, aún cuando se le trepara por el pantalón y le mordiera la punta del pene!. Humor negro. Violencia contenida que, cuando explota, no para. Un pasaje desolado y una historia de sacrificio personal que exige la sangre. En muchos aspectos Hell or High Water (que podría castellanizarse como "Aunque Llueva o Truene", una condición que debe cumplirse a toda costa y que se refiere elípticamente a la hipoteca que pende sobre la dupla de protagonistas del filme) es un filme de los hermanos Coen, aún cuando ellos no figuren en el sillón del director o en la firma del script. La presencia de Jeff Bridges refuerza la idea: aquí Bridges regurgita otro de esos maravillosos vaqueros cínicos que hace con tanta habilidad y que parecen ser su marca registrada. Pero Bridges va a la cola de la dupla principal - Ben Foster y Chris Pine -, los cuales parecen ir robando a tontas y locas a un montón de sucursales del mismo banco. ¿O acaso no todo es tan delirante y arrebatado como parece, y existe un auténtico plan detrás de todo esto?. software de sueldos y jornales Sistema Isis Hell or High Water contiene también una sarta de ponzoñosos dardos lanzados contra la industria del petróleo y la corporación bancaria norteamericana. La primera, por ser voraz y haber clavado sus colmillos en Iraq, relamiéndose con el barato petróleo extranjero y dejando a miles de texanos varados sin trabajo. La segunda, por haberse abalanzado sobre dichos desocupados, exigiendo la ejecución de préstamos e hipotecas, tragando propiedades y empobreciendo aún mas el paupérrimo escenario. Como dice el personaje de Gil Birmigham en un momento: "mis antepasados eran dueños de todo esto hace 150 años, y un día vino el hombre blanco y se lo arrebató. Y lo mas gracioso es que, después, los bancos llegaron y se apoderaron de todo, dejando a los blancos en la misma posición que mis ancestros.". Es dicho escenario lo que impulsa a los hermanos Howard a tomar cartas en el asunto: la matriarca de la familia ha fallecido, sólo les queda la hacienda y el temible banco que tiene la hipoteca está a punto de ejecutarla. Toby es un tranquilo hombre de familia, otro desocupado mas que carece de recursos para salvar la propiedad. Así que trama un plan salvaje - robar bancos y juntar el dinero para pagar la deuda en menos de una semana - y suma al demente de su hermano (un desquiciado ladrón de bancos que ha pasado la mitad de su vida en la cárcel) para ejecutarlo. Pero hay un motivo mas oculto para todo esto: dejar todo a los hijos de Toby - saneado financieramente, protegido por un fideicomiso hasta los 18 años - para que ellos sí puedan salir de la pobreza que ha acosado a los Howard desde hace varias generaciones. En el fondo la oveja negra y el padre desesperado han urdido un plan demente con nobles intenciones: no queda nada para ellos, mas que la adrenalina de la acción y la urgencia de hilar todo antes que los atrape (o los mate) la policía. Las perfomances son notables, no sólo de tipos de calibre reconocido como Ben Foster o Jeff Bridges sino también de un reprimido Chris Pine, el que parece un perro apaleado de aspecto inocente hasta que hace explosión la violencia que lleva en los genes. El tipo demuestra que sabe actuar y que está a la altura de los grandes. Hell or High Water es un filme de combustión lenta, donde importan mas los caracteres que la acción. Mientras que Ben Foster es salvaje e impulsivo, Chris Pine es más contenido y cerebral, y termina siendo la figura oculta de la historia. El es el verdadero villano (si se le puede aplicar el termino; en todo caso es un individuo aplicando metodos amorales para cometer un fin noble aunque personal) a quien persigue Jeff Bridges, el cual se deleita sacándole la piel a su compañero mestizo con toneladas de chistes racistas. Pero Bridges no es un monigote; es un tipo mucho mas inteligente de lo que su efervescencia verbal deja trasuntar. Hell or High Water es un gran filme. Dirigido por el responsable de Perfect Sense, escrita por el autor de Sicario, es una película sin desperdicio, y brilla por su substancia, aún cuando su final tenga algún que otro detalle que te deje que desear.
El nuevo oeste Sin nada que perder (Hell or High Water es su título original) nos cuenta la historia de los hermanos Toby (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Foster), que con el fin de salvar la granja familiar, emprenden un raid delictivo por los pequeños y desiertos pueblos del sur de norteamerica. Luego de asaltar el banco que los está dejando desahuaciados, la voz se empieza a correr y el encargado de detenerlos será el avejentado Marcus Hamilton (Jeff Bridges). Un duelo que va mucho más allá de lo generacional e ideológico. El cine western ya casi que tenía su certificado de defunción hacia finales de siglo XX y no pocos eran los que añoraban el regreso de uno de los géneros más prolíficos de Hollywood. En épocas de bullet time y anillos de Mordor, el retorno del cowboy parecía prácticamente imposible, sin embargo una nueva ola de realizadores lo ha traído de vuelta a través del revisionismo y la deconstrucción. Más allá de su popularidad y aparente simpleza argumental, las aventuras en el far west suelen ser plataformas metafóricas para denunciar o al menos discutir el estado contemporáneo de la sociedad americana. En los pueblos del western, sociedades religiosas y conservadoras, se cuestiona a la ley y los individuos deben tomar decisiones a contramano de su rígida moral. A la hora señalada de Fred Zinnemann y Sin lugar para los débiles de los Coen son parte de este particular grupo del que ahora también formará parte Sin nada que perder La crisis causó un nuevo western: Los hermanos Howard son una pareja nacida en la misma fábrica que Bonnie y Clyde, moralmente ambiguos y simpáticos para el habitual lector de policiales. Pero el atractivo de Tanner y Tobby no se queda sólo en el carisma y la “amabilidad” en el trato a sus víctimas, sino que apunta al descontento general del ciudadano promedio de Estados Unidos. Esa persona que quedó sin trabajo y sin un techo gracias a los negocios especulativos del sector financiero. El sistema en el que antes confiaban y que había fundado su país se cayó a pedazos y en este contexto la ley pierde sentido, porque sólo sirve para echarlos de sus casas. Ni siquiera la idea de pertenencia del americano de pura cepa sobrevive en este western. En el lado de los que se suponen son los buenos, esos que siempre habían alejado a los invasores, ahora están los mexicanos y los comanches. La tortilla se dio vuelta en el far west, ese sería el concepto con el que juega y retruca una y otra vez efectivamente este film. Sin nada que perder es un film sumamente destacable en todos sus aspectos. En primer lugar, Taylor Sheridan nos vuelve a entregar otro guión brillante, que al igual que su trabajo previo Sicario, sabe condensar solidez argumental con diálogos sagaces y profundos. En segundo lugar, hay un gran trabajo de dirección por parte de David Mckenzie, brindando dinamismo y suspense pero también dejando los tiempos necesarios para que se desarrollen momentos más reflexivos. McKenzie también logra un muy buen trabajo en lo que respecta a la dirección, por fin alguien puede explotar debidamente ese diamante en bruto que es Ben Foster. Párrafo aparte para el gigante Jeff Bridges, que ya es un experto en interpretar a viejos cowboys abatidos. Por último, no hay que olvidar el genial tema original del film compuesto por Nick Cave y, su usual compañero de los Bad Seeds, Warren Ellis (este no escribe comics) que funciona como una apertura inmejorable Conclusión: Sin nada que perder es un film tremendamente logrado y que seguramente se posicionará como uno de los platos fuertes en la temporada de premios de 2017.
Acción, adrenalina, dolor y desgarro en una apasionante película del cine independiente de Estados Unidos. El desenlace es excelente y le pone un gran moño a este western que cuenta con personajes muy bien construidos y con historias de vida que...
Todos los años aparece una película que le da vida nueva al género western/noir. Digo western/noir porque un año parece que vuelve el western (y al final no), y un año parece que vuelve el noir (y al final no). Los géneros no mueren: es más, toda esa canción de "el fin del (introducir género histórico aquí)" sólo sirve para que vuelvan con toda la furia. Ahora bien, el caso de Sin Nada que Perder es interesante, porque es tanto una (buena) película de crimen, como un (buen) western. Chris Pine y Ben Foster son hermanos que quieren recuperar la granja de su madre. Para poder pagar la deuda al banco, deciden robar varias sucursales por todo Texas, efectivamente pagándole al banco con su propio dinero. El director David Mackenzie se encarga de mostrarnos una y otra vez carteles de "Se vende" y "Liquidación" para establecer la historia en medio de la crisis económica de la que varias zonas de los Estados Unidos aún no se han recuperado. Al final de la película hay un discurso que dice que "la pobreza es una enfermedad", y la clara influencia del western y el crime noir en las imágenes nos llevan a pensar que Sin Nada que Perder es una meditación sobre las relaciones entre la cultura americana y su actual estado económico. Este es un aspecto que merece más atención; pero por ahora, basta decir que, como heist film, nos da para que tengamos. El guión (uno de los nominados al Oscar) fue escrito por Taylor Sheridan, quien también escribió Sicario (el film anterior de Denis Villeneuve, ahora nominado por Arrival); su trabajo en esta oportunidad se destaca por no caer en los clichés usuales, o más bien, por manejarlos de forma que no parecen clichés. Pine y Foster hacen bien sus papeles, pero el que recibió una muy merecida nominación al Oscar fue Jeff Bridges: él también toma un personaje trillado (el policía a punto de jubilarse) y logra hacerlo nuevo ante nuestros ojos. La frase "Hell or high water" significa algo así como "Hacer lo que sea necesario, pase lo que pase": ésta ha sido una de las filosofías más influyentes en la cultura norteamericana. Por eso los espectadores no se enfadan mucho con los protagonistas de este filme, a pesar de que sean criminales violentos; simplemente, están haciendo lo que haría cualquier "hombre americano". El triunfo de Sin Nada que Perder radica en que sigue los clichés no porque no se le ocurra nada mejor, sino porque sabe hasta qué punto ellos cumplen con lo que prometen. VEREDICTO: 8.0 - LOS REYES DE LA COLINA Sin Nada que Perder es un thriller con tintes de western que no decepciona, gracias a un guión bien armado y las actuaciones de sus protagonistas. Sus cuatro nominaciones al Oscar son totalmente merecidas.
Neo western antropológico Hell or High Water no es el típico western moderno, sino más bien una excusa para examinar minuciosamente a un sector de la sociedad norteamericana. En ese sentido es una película profunda e interesante, pero no extraordinaria. De hecho, y muy a pesar de que la crítica en general la haya aclamado, lo único extraordinario acerca de esta propuesta es su gran reparto. La voracidad financiera, el racismo y la violencia (en especial, el libertinaje en el uso de armas de fuego) son temas comunes en el trámite narrativo. Hell or High Water posee alguna que otra buena escena de acción, pero su compromiso no es el entretenimiento sino una mirada introspectiva dentro de la sociedad texana contemporánea. El resultado no es malo, pero se encasilla dentro de esas películas en las que el hilo conductor carece de contundencia. Más allá de su evidente costado antropológico, como ficción, Hell or High Water apenas cumple gracias a sus excelentes protagonistas y a una cinematografía correcta. Es una propuesta interesante desde lo temático, pero narrativamente estéril.
En una de las primeras escenas de “Sin nada que perder” un graffitti reza en una pared “3 veces a Irak pero no hay plata para nosotros”, y con esa declaración el espíritu del film queda grabado a fuego en el espectador. David Mackenzie retrata a dos hermanos del Estados Unidos profundo, de tierra árida que encuentran en el robo a sucursales de banco una válvula de escape para su presente comprometido económicamente. Sin nada que perder avanzarán hasta que un jefe de policía se obsesione por encontrarlos. Técnicamente impecable, y con un notable trabajo actoral (Jeff Bridges, Chris Pine, Ben Foster) y un guion hábil, esta película es una de las grandes novedades del 2017.
Cruzada contra la especulación financiera En esta maravillosa heist movie se unifican los robos a bancos con la denuncia del carácter predatorio del sistema capitalista y sus derivados, lo que genera un combo explosivo y muy valiente que se retroalimenta de la energía y causticidad de su humor… En casos como el de Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016) conviene llamar a las cosas por su nombre y aclarar desde el vamos que el principal responsable de que la película en cuestión sea tan buena es el guionista Taylor Sheridan, un señor con una larga experiencia como actor televisivo que viene de firmar la historia de Sicario (2015), del gran Denis Villeneuve. Si bien tampoco podemos desmerecer del todo los esfuerzos detrás de cámaras del realizador David Mackenzie, un escocés cuyo opus previo Starred Up (2013) fue una grata sorpresa dentro de un corpus de trabajo un tanto errático, a decir verdad la propuesta brilla por su estructura, sus diálogos sardónicos y la construcción meticulosa de unos personajes que le deben mucho al cine de Joel y Ethan Coen, en especial a la lectura de los directores en torno a géneros de barricada como el film noir y el western revisionista. Obviando en todo momento los estallidos berretas de violencia metadiscursiva a la Quentin Tarantino, la obra apela a los engranajes de la heist movie para tamizarlos con una denuncia setentosa de izquierda en relación a las injusticias y desproporciones del capitalismo, un sistema que privilegia la especulación continua por sobre el valor del trabajo, favoreciendo el oligopolio en todas las ramas de la economía y condenando a muerte a los pequeños productores y sus aspiraciones de sustentabilidad. La trama es muy sencilla: los hermanos Toby (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Foster) comienzan un raid delictivo furioso en el que roban varias sucursales del Midlands Bank de pueblitos olvidados de Texas. El primero tiene dos hijos varones y está separado de su esposa, y el segundo es un ex convicto -con un lindo prontuario de asaltos a bancos a cuestas- que mató al padre de ambos por golpeador. Rápidamente descubrimos que la motivación de los hurtos radica en el hecho de que la madre de los hombres murió dejándoles una hipoteca inversa que deben pagar de inmediato al susodicho Midlands Bank para no perder la casa familiar (“ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón…”). La contraparte por el lado de la ley -en consonancia con las otras ironías del relato- está conformada por dos Texas Rangers avejentados, Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y Alberto Parker (Gil Birmingham), unos señores que se viven lanzando dardos verbales mutuamente. Sheridan construye un ambiente perspicaz dominado por la crisis económica del interior agreste del sur de los Estados Unidos, la locura de la portación universal de armas, el ideal en decadencia de aquellos cowboys justicieros y la inmoralidad del accionar de los depredadores del entramado financiero y su apetito voraz y destructivo. Mackenzie asimismo consigue un desempeño excelente por parte de todo el elenco, en el que se destacan un Foster totalmente desatado y un Bridges más allá del bien y del mal, hoy sumando otra interpretación memorable a su extraordinaria carrera. La riqueza de los personajes, su humanismo concienzudo y los muchos detalles cómicos del film encuentran su complemento perfecto en la bella fotografía de Giles Nuttgens y la música compuesta/ seleccionada por Nick Cave y Warren Ellis, un combo portentoso a mitad de camino entre el country, el rock y el blues. Sin Nada que Perder funciona al mismo tiempo como un exponente enérgico de género y como un opus de corte político orientado a señalar a los buitres de los mercados regionales y cómo éstos acorralan a los ciudadanos hasta ahogarlos en deudas impagables, todo con la eterna connivencia de un Estado cómplice y patético…
Sin lugar para los jóvenes En el medio de un pueblucho texano dos hombres armados entran a robar un banco. Adentro se encuentran con un viejo vaquero, más estupefacto que asustado. “¡Pero si ni siquiera son mejicanos!” exclama. Uno de los ladrones lo encañona y le pregunta si tiene un arma. “Por supuesto,” responde el vaquero, orgulloso. Es tan solo la primera escena de Sin nada que perder (Hell or High Water, 2016) y establece perfectamente el mundo de racismo casual y armamentismo civil que prevalece en el corazón de los Estados Unidos. Los dos hombres son los hermanos Howard, Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster). Toby es un ranchero divorciado y el cerebro del dúo, Tanner es un ex convicto y un tiro al aire. Son como dos forajidos en el Viejo Oeste, con camionetas en vez de corceles, viajando por todo Texas y metódicamente robando el dinero de una cadena de bancos en particular. En principio creemos que su motivación es el afán de lucro, pero descubrimos sus verdaderas intenciones a medida que aprendemos más sobre ellos y su pasado. Del otro lado de la ley se encuentran el sheriff Hamilton (Jeff Bridges) y su ayudante Parker (Gil Birmingham), encargados de atajar la ola de crimen de los hermanos. El mestizo Parker tiene que sufrir en silencio la cómica discriminación de Hamilton, quien está a punto de retirarse y desearía que su compañero se relajara y fuera más compinche. La relación opera con la misma rivalidad y prepoteo fraternal que conduce a los hermanos Howard. Es una lástima que ambos dúos estén separados por la barrera de la ley, porque no hay uno más simpático que el otro. Este moderno Western criminal está dirigido por David Mackenzie y escrito por Taylor Sheridan. Sheridan, un actor de TV devenido en guionista, es el autor de Sicario (2015) y se nota. Ambas películas se plantean como versiones “definitivas” - suerte de destapes periodísticos - sobre los mundos que retratan. No tanto por su presentación como por los detalles de realismo con los que rellenan las historias - como si la historia proviniera desde dentro de ese mundo, y no estuviera relatada por un narrador invasor. El casting de la película es fundamental. El mundo de Sin nada que perder está poblado por personajes que le dan autenticidad, como el vaquero de la primera escena; tanto los hermanos bandidos como los comisarios que los persiguen se cruzan con gente que en apenas una o dos escenas inspiran personalidad e intimidad. Está la camarera gordita cuya lealtad se gana con una buena propina y una camarera milenaria que aconseja pedir comida por descarte (“¿Qué es lo que no quieren?”). Cuando el sheriff interroga a un trío de testigos - “viejos buenos muchachos” de Stetson blanco - los vaqueros no han visto ni oído nada, porque aplauden la rebeldía por principio. La banda sonora está compuesta por Nick Cave y Warren Ellis, un repertorio de country acongojado que por algún motivo no emplea ningún tema de Johnny Cash. Es otro de los elementos que construyen tan efectivamente la atmósfera de la película. El film está nominado a cuatros Óscares: Película, Guión, Edición y Actor de Reparto (Bridges). No es la primera vez que Bridges interpreta a un vaquero de la vieja escuela, y para Película tiene demasiada competencia, pero hasta que la Academia no invente el Óscar a Mejor Casting tranquilamente se podría llevar uno al Guión. El reparto de recepcionistas, meseras y demás papeles circunstanciales recuerda al de Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007) de los hermanos Coen. Hay un logrado cariño y reverencia por estas personas “reales” cuyas vidas son tocadas por la trama. Y como en tantas otras películas de los Coen, el final se distancia de la acción y el espectáculo para ofrecer un duelo de mayor orden - una puesta en común sobre lo que ha ocurrido, y por qué ha ocurrido, entre los sobrevivientes.
Sin nada que perder: No hay lugar para los débiles. Se estrena otro de los films nominado a los Oscars 2017. Una película con mucho humor negro y una visión descarnada del oeste americano actual. Si el título de esta reseña alude al film de los hermanos Coen del 2007 es porque es apariencia es similar al otrora cuento descarnado y voraz sobre personajes salvajes. Y aquí también los hay, aunque con una impronta de humor negro que enmascara un guión dramático, inteligente y de corte crítico social. Dos encapuchados han asaltado la sucursal local del Texas Midland Bank en un pueblito aislado de Texas. A los pocos minutos ocurre lo mismo en otra sucursal del mismo banco. Los responsables son los hermanos Tanner y Toby Howard (un maravilloso Chris Pine y Ben Foster, respectivamente), los cuales se encuentran en un furioso tren de saqueo, y planean robar mas locales del Texas Midland Bank en los próximos días. Es que el banco está renovando sus sistemas de video de vigilancia y por ello no quedan registrados en ninguna cámara. Pero el hecho no pasa desapercibido para el veterano Ranger Marcus Hamilton (un Jeff Bridges metiéndose en la piel de una cowboy viejo pero con todas las mañas del oficio), quien olfatea cuál va a ser el próximo golpe de los Howard. Cuando los robos tranquilos de los hermanos se transformen en un tiroteo en medio de la ciudad, Hamilton estará listo para darles caza de manera implacable. Quizás la traducción del título original (Hell or High Water) de a entender un poco más la trama y las metas de los personajes: “Aunque llueva o truene”. Es que estos hermanos criminales harán todo lo posible por cumplir su cometido, y la pareja de oficiales de la ley harán lo propio por capturarlos y encerrarlos a la sombra. Todo en el marco de un western moderno, gracias al magnífico guión de Taylor Sheridan, responsable del libro de Sicario (2015) y la partitura de Nick Cave y Warren Ellis quienes nos transportan a las zonas áridas de Texas y sus persecusiones de bandidos al son de la música country que no para un segundo, así como la historia. Una historia que teje sus redes a partir de los personajes, tan contenidos que en un momento la explosión de lo reprimido culmina en un clímax crudo y sin concesiones, llevándose con él el clima somnoliento que se venía sosteniendo como un ensueño de muchos, pero el derrotero de prácticamente todos. La historia que gira entorno a dos hermanos de clase baja, toca el tema de como las petroleras y los bancos se fue quedando con las propiedades de la población luego de la guerra que los estadounidenses le declararan a Medio Oriente y que dejó tantas bajas fuera como dentro del país. Sobre todo en lo económico, y por ende, en lo social. Jeff Bridges vuelve a deslumbrar con un papel a su medida, un Ranger malhumorado, de buen corazón y bastante sabio. Gil Birmingham es el compañero mitad indio y mitad mexicano que tiene que aguantar las bromas del viejo perro policía, pero que funciona como hermano menor y que mantendrá el legado de la ley. Un poco de esto se refleja en la relación de los hermanos interpretados por Ben Foster y un Chris Pine nunca antes visto, un papel que enaltece su performance y destaca sus vetas de actor dramático. Estos cuatro personajes conforman un espejo y una antítesis perfecta en la que se desarrolla esta historia donde Mackenzie brilla en el manejo de los planos (basta ver y enamorarse del plano secuencia inicial). En algunos países el film se nombró Comanchería. Hay una escena en un casino donde el personaje de Chris Pine tiene un entuerto con un descendiente de Comanches, y éste le significa el término Comanche: “Enemigo de Todos”. Y claro que sí, cuando no tenés nada que perder y tu vida se va, literalmente al tacho, TODO EL MUNDO ES TU ENEMIGO.
Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster) son dos hermanos rednecks, típicos americanos pobres del sur norteamericano que tienen su casa embargada, que odian a los bancos y deciden salir a robarlos (en parte, para cancelar la deuda, en parte como venganza anti-sistema). El comisario local Marcus (otro gran protagónico de Jeff Bridges) tiene como lugarteniente a Alberto, un hijo de mexicanos. A ambos, antes de que empiecen a investigar el caso, lo primero que le aclaran es: los delincuentes son blancos. Todo esto sintetiza de algún modo la realidad norteamericana. La famosa burbuja hipotecaria que explotó en 2008 todavía tiene secuelas y muchos de los afectados son americanos blancos pobres; estos tienen un gran resentimiento contra el sistema, son posibles votantes de Trump, lo mismo que aquellos que creen que el crimen se reduce a mexicanos y a hijos de inmigrantes. Este panorama, que se traduce entrelíneas, y sin trazo muy delicado, no guarda relación ni está a la altura de la trama: un simple policial con algún ribete de western (en especial por la relación entre los buddies policías, uno rubio, el otro mestizo), que por momentos resulta directamente soporífero. Haber ahondado en el drama hubiera dado mejor resultado, quizás. Lo cierto es que esta película, con su buena propuesta y fotografía, con actuaciones sólidas, candidata al Oscar en varias categorías, resulta una oportunidad desperdiciada.
Hermanos de sangre Para aquel que no lo sepa, la Comanchería (título con el que se estrenó Sin nada que perder en España) es el nombre común con el que se conoce a la región de Nuevo México situada al oeste de Texas, lugar en el que habitaron los comanches antes de la década de 1860. Este es el título escogido en castellano para la original Hell or Highwater (que se podría traducir como “contra viento y marea”), un neowestern que, de forma paradójica reivindica el universo que intenta reinventar. Estamos ante una película de policías y ladrones de las de toda la vida. Los segundos (dos hermanos que han hecho del pillaje su “modus sobrevivendis”) se dedican a saquear bancos por causas familiares y los primeros (dos rangers con muchos tiros pegados a cuestas) a intentar darles caza antes de que cometan su siguiente fechoría. Todo enmarcado en un contexto de hartazgo debido a la crisis galopante que todavía acucia a esa parte de Norteamérica, unos territorios castigados por las actuaciones sin escrúpulos de los bancos que ha llevado a sus habitantes a la precariedad y al desencanto generalizado. Es en estos apuntes de radiografía de la problemática existente donde el film halla su tono más adecuado para captar la atención y la empatía del espectador. Todos son víctimas del sistema y se agarrarán como un clavo ardiendo a cualquier posibilidad que se les brinde para poder curar las heridas de su angustia vital. El guion, firmado por Taylor Sheridan (quien ya sobresalió escribiendo los libretos de Sicario y de la serie de TV Hijos de la anarquía y que aquí tiene un pequeño papel en una se lo secuencias más bellas y emocionantes), nos brinda un alud de diálogos impagables que se mueven entre lo certero de su mensaje y una ironía nada complaciente. Cada escena se convierte en un estudio de carácter de una sociedad a la deriva, sobre todo en una primera parte de ritmo cadencioso y con un punto melancólico equilibrada a la perfección por estallidos de violencia puntuales. El director encargado de llevar a buen puerto la producción, aunque parezca mentira, es escocés y no americano, algo que no deja de sorprender por lo que tiene de personal la propuesta. Nos referimos a David Mackenzie, un realizador que habría que tener muy en cuenta ya que sus últimos trabajos (Convicto, Rock´n´love) superan con creces sus titubeantes y mediocres inicios (American Playboy, Obsesión). El elenco es tan bueno como parece: Chris Pine demuestra que sus dotes actorales van más allá del blockbuster de turno; Ben Foster confirma que es un secundario de auténtico lujo, capaz de actuar de robaescenas oficial ante intérpretes más consagrados, y de Jeff Bridges, qué vamos a decir, da vida a un tipo de personaje con el que se encuentra tan a gusto que hasta nos llega a parecer familiar. Bridges se mueve como pez en el agua en esos parajes polvorientos en los que su endurecido rostro refleja la astucia de la experiencia vivida. Punto y aparte merece la estupenda banda sonora compuesta nada más y nada menos que por el cada vez más imprescindible Nick Cave acompañado de su inseparable Warren Ellis. Ambos deleitan con una serie de composiciones sosegadas que se degustan como un buen trago de whisky en una cantina de cualquier pueblo perdido del viejo y lejano Oeste. Y por si fuera poco, a este ramillete de melodías exquisitas hay que añadir una serie de canciones del género musical conocido como “alt country” interpretadas por leyendas como Townes Van Zandt, Ray Willie Hubard, Colter Wall o Waylon Jennings. Hoy en día es difícil que una película te atrape desde el primer minuto absorbiendo toda nuestra atención tanto en los momentos más movidos como en los más pausados. Sin nada que perder lo consigue gracias a una pléyade de personajes que caen simpáticos aunque les veamos realizar acciones con las que nos llevaríamos las manos a la cabeza. Recomendada a todos aquellos amantes de los westerns crepusculares en particular y a todos los amantes del buen cine en general.
La historia de dos ladrones de bancos, en Texas en una época donde nadie asalta bancos, porque los verdaderos ladrones son las instituciones bancarias que ejecutan las hipotecas para quedarse con las tierras que son ricas en petróleo. Entonces estos dos hermanos, uno divorciado con dos hijos, otro un ex convicto en libertad condicional se ponen de acuerdo en un plan perfecto: robar muchas y pequeñas sucursales llevándose poco dinero chico, imposible de rastrear, con el objetivo de reunir solo lo justo para pagar la hipoteca que amenaza la propiedad familiar. Luego blanquean esa plata en los casinos, y ese cheque lo depositan en el banco acreedor. La belleza, la ironía de la jugada es única, captada sabiamente por su director David Mackenzie y con un gran guión de Taylor Sheridan. Todo el tiempo se ven lugares abandonados, pueblos muertos, carteles de remate, y también testigos reacios a delatar a los delincuentes. De lado de la ley el comisario compuesto por Jeff Bridges que da lecciones de actuación junto a los buenos trabajos de Cris Pine, Ben Foster y Gil Birminham. Con la aparición de los Rangers la acción se multiplica, la tensión y el suspenso mantienen en vilo al espectador, y la trama inteligente entretiene al máximo. Esta nominada para los Oscar por mejor película, guión, montaje y la actuación en rol secundario del gran Bridges. Es un western pero también un thriller endemoniado e inteligente. No se la pierda.
Si hasta los bancos nos roban… Se estrena este jueves 2 de febrero “Sin nada que perder” (Hell or high wáter) film con cuatro nominaciones a los premios de la academia incluyendo el Oscar a mejor película (mejor actor de reparto, mejor guión, y mejor edición). Bajo la dirección de David Mackenzie y el libro de Taylor Sheridan. La película transcurre en el oeste de Texas y trata sobre el encuentro de dos hermanos, Tanner que es un ex convicto (Ben Foster) y Toby Howard padre de familia recientemente separado (Chris Pine). Con motivo de la muerte de la madre y una granja endeudada a punto de perderse por su hipoteca, planean para salvarla cometer robos a diferentes sucursales de bancos. Con un sheriff pronto a jubilarse que los persigue de cerca (Marcus Hamilton rol interpretado soberbiamente por Jeff Bridges). Largometraje muy bien dirigido y con un buen libro. Entiendo que no escapa mucho de los lugares comunes. La fotografía está impecable y el elenco perfectamente elegido. El mensaje que deja es contradictorio e interesante. Tiene que ver con esa idea que tal vez muchos de los que tienen mucho (dinero, propiedades, etc) en su origen no lo hicieron de manera honrada. Dejando una fortuna y un buen pasar económico a sus familias pero también una deuda moral. Las cosas que hacemos por nuestros hijos… dice uno de los protagonistas sobre el final.
Las grandes planicies Así como los antropólogos toman una distancia epistemológica sobre su objeto de estudio, el realizador escocés David MacKenzie (Starred up, 2013) logra encontrar el tono perfecto para analizar la idiosincrasia norteamericana en todo su esplendor en su último film, Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016). La historia del guionista estadounidense Taylor Sheridan (Sicario, 2015) se centra en una intriga delictiva producto de la recesión económica y la crisis social en el estado de Texas, uno de los estados más retrógrados de los Estados Unidos. Dos hermanos comienzan un itinerario de robos bancarios para saldar una deuda contraída por la madre, que acaba de morir hace unas semanas. Para no perder la granja de la familia a manos de la empresa Chevron, que ha descubierto petróleo en sus tierras, Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster), que salió de la cárcel hace poco, desarrollan un plan para crear un fideicomiso tras pagar la deuda con el dinero robado y dejarle así un legado a los hijos de Toby para que no repitan los pasos de su padre. El oficial Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y su compañero, Alberto Parker (Gil Birmingham) elucubran durante la investigación sobre los posibles motivos mientras persiguen la sombra de los delincuentes y se divierten insultándose con bromas racistas como viejos amigos y camaradas de armas. Con algunas reminiscencias narrativas y visuales a Sin Lugar para los Débiles (No Country for Old Men, 2007) de Joel y Ethan Coen, el film de MacKenzie se adentra en la profundidad de Estados Unidos con un espíritu de denuncia para entrever la desolación, el miedo, la soledad, la ira y desesperanza en un territorio quebrado moralmente. Al maravilloso, lóbrego y diestro guión de Sheridan, y a una dirección expresiva y aquiescente de MacKenzie, se le suma el talento intempestivo de un Jeff Bridges único, el acompañamiento extraordinario de Gil Birmingham y una gran actuación de Ben Foster y Chris Pine. La fotografía de Gill Nuttgens busca en el terreno desértico las imágenes de una sociedad a la deriva que demanda la revisión del contrato social que sustentaba la esperanza de libertad y prosperidad. Sin Nada que Perder es un antipolicial que se burla de los Rangers de Texas, de los los ladrones de bancos, y propone una relación tensa entre dos parejas que antagonizan en sus personalidades alrededor de la taciturnidad y la extroversión descarada. La dialéctica entre estas dos relaciones compone una extraña química que combina la fraternidad de dos hermanos abusados por su padre y la amistad de dos policías con muchos años de servicio para crear una alegoría sobre la camaradería y la intimidad del aprecio fraterno. Con un final que homenajea a Lonely are the Brave (1962), el film de David Miller escrito por Dalton Trumbo, Sin Nada que Perder entrega indefectiblemente a sus personajes a una tierra yerma para generar una metáfora tan inocua como perturbadora sobre el alicaído sueño americano y sus esquirlas. La vida se asienta en el desierto como una gota que se evapora sin valor ni posibilidad de sobrevivir en medio de un territorio hostil y así se extingue sin pena ni gloria ni nada que perder.
"¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?” “Tres veces en Irak, pero no hay plata para nosotros”, grita desde una pared descascarada un graffiti escrito con letra temblorosa. El escenario no podría ser más desolador: un pueblo perdido de West Texas donde hay más polvo que gente. Pero a pesar de los nervios, los muchachos que van a robar esa sucursal olvidada del Texas Mid- lands Bank parecen contentos, como si fueran a saldar una vieja deuda, a tiros si es necesario. Ya en la primera escena, Sin nada que perder –una película heredera del espíritu crítico del nuevo cine norteamericano de los años 70– describe con un laconismo y una precisión ejemplares todo aquello que será relevante en los ajustados 100 minutos de película: escenario, tema y personajes. Cuesta pensar en una película de género actual que sea capaz de sostener –y enriquecer– todo lo que promete esa escena inicial como lo hace este policial tex-noir que ilustra de manera luminosa aquel viejo apotegma de Bertolt Brecht: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?” Presentado en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes del año pasado, el noveno largometraje del director escocés David Mackenzie parece salido de la nada, un poco como sus personajes. Salvo Starred Up (2013), casi ninguno de los films anteriores de Mackenzie tuvo circulación o prestigio internacional y ahora Hell or High Water (el título original significa “pase lo que pase”) es merecido candidato a cuatro premios Oscar: a la mejor película, guión original (Taylor Sheridan), actor secundario (Jeff Bridges) y montaje. El estupendo guión de Sheridan –un actor que ya había escrito el libreto de Sicario y ahora acaba de estrenar en Sundance Wind River, su primera película como director– trabaja con dos líneas paralelas que, como en todo buen noir, tarde o temprano están fatalmente condenadas a converger en un mismo punto. Por un lado, están los hermanos Howard, hijos y nietos de rancheros empobrecidos, víctimas de esas hipotecas usurarias con las que la economía estadounidense ha sostenido su vicioso sistema financiero durante décadas. El menor, Toby Howard (el carilindo Chris Pine) quiere salvar su rancho de esas garras, para dejárselo a sus hijos, y el mayor, Tanner Howard (Ben Foster), está dispuesto a ayudarlo: acaba de salir de prisión y no tiene nada que perder. Por el otro, está la ley: el viejo ranger Marcus Hamilton (un soberbio trabajo de Jeff Bridges), a punto de jubilarse, y su ayudante mestizo Alberto Parker (Gil Birmingham, una revelación), de sangre india y mexicana. Pero ni unos ni otros son aquí los villanos. Ese papel está reservado al Texas Midlands Bank. Cuando Hamilton busca testigos de uno de los varios atracos al hilo de los Howard, le cuesta encontrarlos, al punto de que uno de ellos le dice, con una sonrisa de satisfacción: “No vi sus caras, sólo vi un robo al banco que me robó durante 30 años”. La puesta en escena de Mackenzie va trabajando de manera tan sobria como elocuente no sólo la simetría de ese fatum entre asaltantes y policías sino también la construcción del espacio en el que dirimirán sus diferencias, una tierra yerma atravesada por distintas tensiones históricas y étnicas que tiene no sólo una tradición sino también un presente de violencia. “Esto de los permisos de portación de armas se ha vuelto un problema”, dice no sin humor uno de los hermanos Howard cuando tienen que escapar de una turba enardecida de ciudadanos que los persiguen a los tiros con sus propias pistolas y rifles. Es muy difícil sustraerse a citar algunas de las muchas líneas de diálogo del guión de Sheridan, una a cual más filosa que la otra, y que los actores disparan con la misma puntería con la que usan sus armas. En particular, Bridges y Birminghan, a cargo de la extraña pareja de rangers que mientras llevan a cabo su investigación van tirándose mutuamente, como viejos amigos, todo tipo de pullas muy graciosas pero también muy representativas de la desconfianza y el racismo sobre el cual está construido el tejido social de ese territorio fronterizo –hoy más caliente que nunca– que es Texas.
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Sin nada que perder: persecución y delirio en Texas Nadie daba nada demasiado por este film de género antes de su selección para el Festival de Cannes en mayo. Casi nueve meses después, esta modesta producción de 12 millones de dólares de costo no sólo se convirtió en un pequeño éxito comercial, sino que consiguió cuatro nominaciones a los Oscar, incluida una a mejor película. Este largometraje del escocés David Mackenzie narra las desventuras de los hermanos Tanner y Toby Howard (Ben Foster y Chris Pine), quienes cometen una seguidilla de fugaces asaltos a distintos bancos de Texas con la idea de juntar la plata suficiente como para reivindicarse ante una familia en crisis y tocada por la tragedia. Entre el thriller, la road-movie, la comedia negra, la buddy-movie, el melodrama y el western contemporáneo, este film cuenta además con el gran Jeff Bridges en el papel de un policía a punto de retirarse (un personaje tan decadente como querible que le sienta muy bien) que sigue a los ladrones con un compañero de origen comanche (Gil Birmingham). Este paseo por los géneros fundacionales del cine clásico norteamericano tiene un desparpajo y un delirio que lo convierten en un muy atractivo exponente clase B en la línea de varios films de los hermanos Coen (sin el regusto irónico ni el cinismo), de esos que ya no abundan en el cine contemporáneo. Por si fuera poco, la música original es de Nick Cave y Warren Ellis, y el soundtrack contiene temas de Townes Van Zandt, Chris Stapleton, Colter Wall, Scott H. Biram y otros. Imperdible.
Dos delincuentes perseguidos por las rutas de Texas, o cuando la hombría se tiñe de realismo. Tal vez David Mackenzie ni siquiera la habrá tomado como referencia, pero más de una vez Sin nada que perder remite a La ley de la calle (Rumble Fish), con Micley Rourke y Matt Dillon. No es que los hermanos del filme del realizador escocés que compite por el Oscar se parezcan a los personajes creados por Coppola en su película en blanco y negro, pero esa relación de hermanos, de necesidad, de pelearla por la ruta no ha sido fácil de reflejar en el cine. Y Dave Mackenzie lo logró. Ahí uno toma conciencia -porque hasta ese momento está tan metido en lo que ofrece la película que no puede salir de ella- de lo buena que es Hell or High Water. En La ley de la calle además de la relación fraternal hay quien persigue al “Chico de la moto”, que en Sin nada que perder es un ranger, interpretado por Jeff Bridges. Curiosa la construcción del personaje: Bridges siempre tiene la ironía a flor de piel, pero por eso mismo necesita estar en contacto (en confrontación, se diría) con alguien. Con otro. Los hermanos Howard son delincuentes de poca monta. Roban bancos a primera hora de la mañana, y se llevan de las cajas billetes de baja denominación. No necesitan un millón de dólares. La vida, nos iremos enterando, los ha separado, pero ahora están arriba de diferentes autos recorriendo Texas (Nueva México, en verdad, porque el filme tenía bajo presupuesto y tuvieron que rodarlo allí) con sus pasamontañas para no quedar expuestos. Hasta que Marcus Hamilton (Bridges) se mete en el asunto. Usted dirá, es otra de hermanos ladrones perseguidos por un policía a días del retiro. Sí. Es cierto, pero lo más acertado es que es “otra”, y no la misma que usted ha visto infinidad de veces en el cine, la tele o el cable. Cuando los protagonistas son tesoneros, tenaces y tienen sus principios es más fácil dejarse llevar por lo que les sucede y disfrutar y sufrir lo que viene de la pantalla y el sonido envolvente. Sin nada que perder es una película sobre la hombría, sobre la hermandad y sobre un Estados Unidos que social y económicamente se resquebraja. Los apuntes están allí, en el guión y en la imagen. Quien quiera mirar, que lo vea. El usualmente “cara única”, actor de un solo rostro, Chris Pine compone un personaje de verdad. Ben Foster tiene el rol del hermano mayor, que estuvo preso y que se arriesga allí cuando el menor bajaría un cambio. Y Jeff Bridges es tan querible, pero a la vez genera esa extraña sensación de rechazo: no queremos que le vaya mal, pero tampoco que atrape a los Howard.
PRECISA Y RIGUROSA Nos rodea un mundo que es hostil, sucio y violento, donde el barril de sangre -de soldados o de civiles indistintamente- parece ser mucho más barato que el de petróleo. David Mackenzie (Convicto, Rock’n’Love) expone un western que refleja una realidad donde no existen los buenos muy buenos ni los malos muy malos, sino personas con intereses llenas de grises. Para salvar la granja familiar de la hipoteca, tras la muerte de su madre, los hermanos Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster) Howard se lanzan a robar bancos en distintos pueblos texanos. Son dos personas distintas, uno divorciado con hijos que no tiene antecedentes penales y uno sin familia más que su hermano y que pasó la mitad de su vida en la cárcel. Sin embargo, el ranger veterano Marcus Hamilton (Jeff Bridges) no piensa resignarse en su última cacería y les estará pisando los talones. Todos irán hasta las últimas consecuencias. Cada minuto del metraje ayuda a construir personajes profundos con motivaciones reales y tangibles a través de sus acciones, y no se pierde ni un segundo en exposiciones burdas –ni con narrador ni sin él-. El guión es muy sólido, un lujo de Taylor Sheridan (Sicario) que atrapa sin subestimar al espectador ni abusar de los límites de lo verosímil. Las actuaciones dejan ver cada matiz de personajes realistas que logran empatizar con el espectador y llevan la historia de la mano hasta el final sin distraer. La película, a diferencia de las que generan estereotipos latinos desagradables –narcos colombianos, ladrones mexicanos, jefes de la mafia cubanos-, se burla de los estereotipos texanos y condensa en ellos el humor negro y ácido que atraviesa toda la película, dejándole a los espectadores menos sensibles una sonrisa casi permanente a través del relato. Además, el eje argumental es una crítica al sistema hipotecario que hizo colapsar la economía en 2008 y que hizo sufrir a gran parte de los personajes principales y secundarios. Sin embargo, la adrenalina que se vive en las persecuciones y las risas tienen su respiro cuando la reflexión entra por la ventana y sorprende a la audiencia mostrando las aristas de cada situación y cada personaje. Hay momentos que generan nudos en la garganta, especialmente cuando la acción llega sin anestesia ni planos dramáticos, sino la brutal realidad al estilo western. Al cóctel sólo queda agregarle la musicalización precisa y los planos que apenas dan un respiro en medio de la acción. No quedan dudas de por qué es un excelente candidato a los Oscar, especialmente en Mejor Película. SIN NADA QUE PERDER Hell or High Water. Estados Unidos, 2016. Dirección: David Mackenzie. Guión: Taylor Sheridan. Intérpretes: Ben Foster, Chris Pine, Jeff Bridges, Gil Birmingham, Dale Dickey, William Sterchi, Buck Taylor, Kristin Berg. Edición: Jake Roberts. Música: Nick Cave, Warren Ellis. Duración: 109 minutos.
Western a la altura de la nueva época El film se vale de una mezcla de policial y clásico del Oeste para describir el pulso social de la era Obama que permitió el nacimiento del fenómeno Trump. Hay una teoría que afirma que para retratar la sociedad estadounidense de una manera más genuina que Hollywood hay que buscar un director extranjero. La teoría está avalada por películas como "París, Texas", de Wim Wenders, o "Atlantic City", de Louis Malle, y ahora también por esta excelente "Sin nada que perder" del escocés David Mackenzie, que utiliza el género policial para describir el pulso social de la era Obama que permitió el fenómeno Trump. Escrita por el mismo guionista de "Sicario", Taylor Sheridan, la película es una original combinación de policial negro y drama social que quizá pueda definirse mejor como un auténtico western contemporáneo. Chris Pine y Ben Foster son dos hermanos de personalidades opuestas, abocados a robar sucursales de un mismo banco por desolados pueblos pequeños de Texas. La idea es robarle sólo al banco que está por quitarles el rancho familiar por no poder pagar la hipoteca, algo imperativo ya que en el lugar acaban de encontrar petróleo. Jeff Bridges, ofreciendo otra de sus grandes actuaciones -su trabajo está nominado al Oscar al actor de reparto; una de las cuatro nominaciones además de mejor montaje, guión original y película- interpreta a un ranchero de Texas a punto de jubilarse, y que guiándose por su intuición empieza a esperar a los ladrones en los pueblos donde podrían estar por robar otro banco. En su locura criminal, el más delincuente de los hermanos, que interpreta Ben Foster, juega a ser un comanche, mientras que el veterano ranchero se la pasa burlándose de la sangre india de su compañero mestizo, adecuadamente interpretado por Gil Birmingham. Este par de dúos de oponentes le da una particular simetría a la historia, que empieza de manera fuerte con una seguidilla de robos a bancos, se detiene luego hacia la mitad para centrarse en la descripción del ambiente y los personajes, y vuelve a recobrar la fuerza con un desenlace memorable. "Sin nada que perder" es rica en situaciones y diálogos que no son habituales, y su gran cualidad es que funciona en varios niveles, tal como sucede con lo mejor del género negro.
Con cuatro nominaciones a los premios Oscar -incluyendo mejor película y mejor guión original- llega a los cines argentinos Sin Nada que Perder (2016), un moderno western policial sobre las aventuras de dos hermanos que, ante la necesidad económica, deciden asaltar una serie de bancos para salvaguardar la hacienda familiar. Una historia sencilla, de pueblos olvidados, tipos duros y héroes de carne y hueso, que además retrata con agudeza y humor la vida rural en el interior de los Estados Unidos. Los forajidos en cuestión son los hermanos Tobby (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Forster). Ambos tienen personalidades bien opuestas: el primero es un padre de familia divorciado, astuto, frío y calculador; el segundo es un ex convicto roba bancos, impulsivo, sanguíneo y que viene de cumplir 10 años de cárcel por matar a su violento padre. Ante el inminente remate de la propiedad familiar por parte del “Midland Texas Bank”, Tobby diseña un plan que involucra una serie de asaltos a pequeñas sucursales de la misma entidad bancaria para luego levantar la hipoteca con el dinero robado. Pero claro, en esta épica cuasi romántica se enfrentarán al ácido e intuitivo Sheriff Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y al oficial Alberto Parker (Gil Birmingham), los encargados de darles caza. Dirigido por David Mackenzie y guionado por Taylor Sheridan (responsable del libreto de “Sicario”, de Denis Villeneuve) la película encierra una fuerte crítica social al sistema bancario, responsable del desguace y empobrecimiento de muchas poblaciones rurales, que al endeudarse mediante préstamos y créditos “accesibles”, luego terminan vendiendo sus propiedades por necesidad, a manos de intereses impagables. En este aspecto, "Sin nada que perder" es una especie de fantasía justiciera, en la que dos héroes de carne y hueso intentan vencer al sistema en su propio juego. Lo interesante, no obstante, es que Toby y Tanner no sólo deben luchar contra “el sistema”, sino también contra un montón de personas que, aún reconociendo perfectamente que el problema del pueblo son los bancos y sus prácticas corruptas, actúan para defenderlo. La inteligente mirada de Sheridan explora esta contradicción alumbrando el cinismo con el que algunas estafas flagrantes (las especulativas, en este caso) adquieren legitimidad y respaldo por el sólo hecho de ser “legales”, mientras que otras acciones, por más justas y nobles que sean, son “criminalizadas” por atentar justamente contra ese status quo. Mackenzie retrata con naturalidad y cierto humor absurdo la esencia de estos pueblos desolados del oeste de Texas: sitios sórdidos, aislados y fantasmagóricos, habitados por gente bizarra y ermitaña que por momentos nos recuerdan al mejor cine de los hermanos Cohen. La escena de la vieja camarera que les ordena a los policías que elijan su menú en función de lo que NO quieren comer se lleva todos los premios. Pero sin dudas, "Sin nada que perder" no sería lo que es sin la maravillosa química lograda entre las dos parejas protagónicas. En ese sentido, podríamos catalogarla como una suerte de “Buddy Movie del lejano oeste”. Bridges y Birmingham articulan una dupla tan disfuncional como divertida, mientras que Pine y Forster le dan vida a una relación de hermanos tan auténtica que uno podría creer que en la realidad también son familia. En ambos casos, pese a las idas y vueltas, discusiones y puntos de vista divergentes, se respira el cariño y compañerismo que sienten el uno por el otro. Las actuaciones en general son geniales (no sólo la de los protagonistas, sino también la de todos los pequeños personajes que pululan a lo largo del relato). Pero vale la pena destacar el papel de Ben Forster y el del interminable Jeff Bridges, que suma otro papel memorable a su extensa carrera y que, quizás, hasta lo termina coronando con una estatuilla dorada en los Oscar. La música y la fotografía son otros dos factores fundamentales que acompañan la tonalidad dramática y el sentido general de la obra. "Sin nada que perder" es un filme redondo que, como pocas veces, ofrece la posibilidad de ir al cine a disfrutar de un producto de calidad, divertido, cuidado y profundo.
Los hermanos Tanner y Toby Howard tienen un plan que deben llevar a la perfección y lo más rápido que puedan. Todo consiste en robar la mayor cantidad de bancos posibles de determinada empresa texana, misma compañía que está a punto de quedarse con la granja familiar, el único legado que tienen. Los hermanos Howard deberán ir a contrarreloj para conseguir el dinero de forma ilícita mientras son perseguidos por un veterano sheriff a punto de retirarse. Sin arrasar en la conquista de premios o nominaciones previas a los Oscar, nos llega Sin Nada Que Perder (Hell or High Water en su nombre original), quizás la película que viene haciendo menos ruido de las nueve ternadas a los Oscar, pero no por eso deja de ser un gran film. Lo primero que salta a la vista mientras vemos Sin Nada Que Perder es una constante sensación de déjá vu. Y es que es imposible para el cinéfilo de alma no pensar durante todo el metraje, que esta ante un film de los hermanos Coen. Tanto la dirección de David Mackenzie, como el guion escrito por Taylor Sheridan, son un total guiño/homenaje a los western modernos de los Coen. Así es como tenemos un film bastante crudo tanto en imágenes como en trama, pero a la vez cargado de un humor negrísimo, en especial por cortesía del siempre genial Jeff Bridges, quien quizás para la mayoría se venga repitiendo siempre en el mismo papel los últimos años, pero en esta ocasión le da unos matices a su personaje que lo hacen sobresalir a los demás y justifica totalmente el porqué de su nominación al Oscar. Pero el resto del elenco no se queda atrás. Ben Foster vuelve a dar muestras sobradas de que es un actor que merece mucho más reconocimiento del que recibe, y Chris Pine, como viene demostrando en sus últimos trabajos, deja en claro que está para bastante más que encasillarse como el Capitán Kirk. A las buenas actuaciones, hay que sumarle el buen pulso con el que está escrita y dirigida la película. El nivel de tensión va in crescendo hasta el obvio y necesario tiroteo del final, que si bien peca de muy cinematográfico con respecto a lo que se venía contando, la buena dirección de David Mackenzie lo compensa haciendo que siempre entendamos quien esta disparándole a quien, alejándose de la cámara con Parkinson o los miles de cuadros por segundo. Hell or High Water es de las nueve nominadas al Oscar, la que tiene una de las propuestas más convencionales; sin sorprender tratando de innovar u homenajear algún genero en particular; y es en su simpleza donde radica su mayor fortaleza. Para quienes busquen un buen western urbano, de esos que salen en cuenta gotas actualmente, miren Sin Nada Que Perder. Si buscan un buen film, sin pretensiones, y con algún gag bien bizarro y una historia simple pero entretenida y solida, también tienen que ver Sin Nada Que Perder.
En estos últimos años el neo-western volvió a cobrar fuerza en el cine norteamericano con buenas producciones como Sin lugar para los débiles (de los hermanos Coen), Los tres entierros de Melquiades Estrada (dirigida por Tommy Lee Jones), El último desafío (Arnold Schwarzenegger) y Red Hill de Patrick Hughes, el director de Expendables 3, que no pasó por las salas locales. Este subgénero básicamente toma los elementos clásicos del western tradicional para adaptarlos en un contexto moderno. Sin nada que perder es una de las mejores producciones que se hicieron dentro de este estilo y también se fusiona con el policial negro. Los hermanos Howard, que componen Chris Pine y Ben Foster, tranquilamente podrían haber sido creaciones de Elmore Leonard (El tren de las 3:10 a Yuma), quien en sus relatos de cowboys solía trabajar bastante esta misma combinación de géneros. Con un conflicto extremadamente sencillo el director escocés David Mackenzie presenta una radiografía brillante de la eterna relación de los norteamericanos con las armas de fuego y la violencia, que forma parte del ADN de su idiosincracia. Muy especialmente en esos pueblos postergados de Texas, que integran el escenario principal esta película, donde el espíritu del viejo Oeste todavía sigue presente. Hay una escena fantástica de este film donde los hermanos ladrones escapan de un banco y empiezan a ser atacados por los vecinos del lugar en las calles, quienes obviamente están todos armados. Esa situación grotesca que parece salida de una vieja película de cowboys es completamente realista porque la gente que habita esos pueblos, en efecto, viven armados. Sin nada que perder presenta un conflicto que vimos numerosas veces en el género western y el policial y en ese sentido el film no pretende ofrecer nada nuevo. Sin embargo, el atractivo de esta propuesta pasa por la narración de Mackenzie, quien construyó a la perfección la tensión del relato y las interpretaciones de los tres figuras principales. Esta es la primera vez en la que podemos ver a Chris Pines construir un personaje donde se pierde por completo en el rol. Un trabajo que demuestra claramente cómo se desaprovecha su talento en otros filmes. Pine acá sorprende con una labor dramática muy interesante que esperemos siga explorando, ya que está para más que encarnar roles superficiales en producciones pochocleras. Jeff Bridges para variar la rompe como un implacable sheriff, quien es mucho más sagaz de lo que aparenta. La escena en que expresa su opinión sobre el fútbol, que los norteamericanos denominan Soccer, es maravillosa. En el caso de Ben Foster, que es un tremendo actor subestimado, su labor en este film sorprende un poco menos, ya que en el pasado interpretó roles intensos similares. De todos modos llega a tener sus escenas destacadas, especialmente esos momentos íntimos que comparte con el rol de Chris Pine. Sin nada que perder es la primera película que llega a los cines locales del director Mackenzie y seguramente más de un espectador se tentará con buscar sus trabajos previos, luego de disfrutar esta producción. Una de las grandes opciones que se encuentran disponibles en la cartelera a partir de esta semana y recomiendo no dejar pasar.
Sin nada que perder es una muy grata sorpresa y un gran hallazgo. Porque pese a su nominación al Oscar había algo que no me terminaba de cerrar antes de verla. Cuando me di cuenta que estaba contemplando un western y que encima este era muy bueno a pesar de estar situado en el presente me entregué por completo. Una vez que entré en ese mundo quedé totalmente atrapado porque la atmósfera que genera es increíble. Algo similar a lo ocurrido con Sin lugar para los débiles (2007) pero aquí me atraparon más los personajes que en la gran cinta de los Coen porque los sentí más reales. El director David Mackenzie desarrolló todo muy bien a través de una narrativa sólida in crescendo ni bien avanza la historia -con la música en un rol fundamental- para que el espectador descubra las diferentes capas de los hermanos Howard. Así es como re significamos a Chris Pine, quien lejos de ser un carilindo o Capitán Kirk le muestra al mundo sus verdaderas dotes actorales. Lo mismo sucede con Ben Foster en un rol que debería cambiar el curso de su carrera. Bien merecida está la nominación para Jeff Bridges, pero el hombre la tiene muy clara en cómo interpretar a estos cowboys rudos, abatidos y justicieros. Buen drama al presentar una realidad social, mucho dinamismo en los diálogos y acción e incluso alguna risa por un chiste bien puesto hace que Sin nada que perder sea una de las joyas de esta temporada de premios aunque no trascienda en el tiempo luego de su estreno.
Una tragedia americana. La siguiente crítica cuenta la trama del film, aquellos que no lo hayan visto aun están avisados. El cine norteamericano, el más rico y sofisticado del mundo, ha sabido desde siempre tener una mirada crítica y descarnada de su propia sociedad. A lo largo de las décadas toda clase de cine ha convivido sin problemas y una parte de ese cine ha sido aquel que observaba las tragedias que en diferentes momentos se vivían en suelo norteamericano. No hablamos de esos pobres films que se caían de boca con sus protestas superficiales, sino de aquellas obras trascendentes que podían retratar la aldea y a la vez el mundo, que sabían mostrar un mundo en el cuál héroes y villanos convivían en un mismo personaje, en un mismo escenario, sin que hubiera ganadores y perdedores. Esas tragedias americanas han tenido diferentes estilos, pero se les reconoce un hilo que la une y confirma su solidez. Al ver Sin nada que perder se puede recordar film diferentes entre sí pero con puntos en común como Viñas de ira de John Ford, La última película de Peter Bogdanovich, Un mundo perfecto de Clint Eastwood y La pandilla Newton. La historia es la de dos hermanos tienen un plan para asaltar bancos. A medida que avanza la trama sabremos cual es el motivo de dicho plan y también conoceremos la forma en la que operan. No desean otra cosa más que pagar la deuda que pesa sobre la granja de la familia que han heredado. En ese terreno hay petróleo y si lo pierden también perderán la posibilidad de aprovecharlo. Los hermanos no son iguales, uno ha salido de la cárcel y ha estado siempre al margen de la ley, el otro no tiene antecedentes y solo busca lo mejor para sus hijos que viven con su ex mujer. El dinero es para ellos, la herencia es para ellos. El plan es no lastimar a nadie, la pelea es contra los bancos. El objetivo no es robar para siempre, tan solo llegar a una cifra. Pero desde las primeras escenas la desolación del lugar y el tono del film anuncian la tragedia. No hay que ser adivinos, la película nos anuncia a cada momento que el camino llevará más tarde o más temprano hacia un desastre. En paralelo conoceremos a un oficial de policía llamado Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y a su compañero Alberto Parker (Gil Birmingham), quienes terminarán a cargo de la investigación. Pronto descubrirán que los habitantes de los pueblos no sienten desprecio por los ladrones, al contrario. Lentamente el espectador vivirá lo mismo. La película acierta al hacer que nos identifiquemos tanto con los asaltantes como con los dos policías. Pero es obvio que no podrán salir todos felices de la historia. Es más, tal vez ninguno salga victorioso del enfrentamiento. Esa carga pesa sobre los espectadores que saben que alguno va a fracasar y no hay lugar para escaparse de eso. Aun en los bellos espacios abiertos que la película retrata, el clima es asfixiante. La tierra parece seca, la vida parece apagarse a cada instante, hay una indiscutible maestría en el director que es capaz de expresar tanto con imágenes y no depender tanto de los diálogos. Western moderno, tragedia, policial, Sin nada que perder esa una película que abreva en una larga tradición de narración clásica y está filmada y actuada con una solidez digna de un clásico. Su retrato social va más allá de Estados Unidos, sus personajes habitan y sobreviven en un mundo injusto. Combaten entre ellos mientras un enemigo mayor los supera. No están idealizados, ni son condenados. Si hay una victoria será a un precio enorme. El ladrón y el policía terminan condenados a vivir para siempre con ese peso, unidos por las muertes que pesan sobre ellos. Con las películas mencionadas anteriormente Sin nada que perder comparte espíritu, tono y género. Pero comparte sobre todo su extraordinaria calidad cinematográfica.
Chris Pine y Jeff Bridges se destacan en este western moderno nominado al Oscar Tanner (Ben Foster) y Toby Howard (Chris Pine) son dos hermanos que viven en el estado de Texas y que se han propuesto robar el mayor número de bancos de la zona en un breve periodo de tiempo. No son ladrones profesionales, uno es un ex convicto y el otro es un padre divorciado con dos hijos. El objetivo de este dúo, es reunir la cantidad de dinero necesaria para levantar una hipoteca y no perder la granja familiar. Dirigida por David Mackenzie, la película resulta atrapante desde la primera secuencia. Y no solo porque la historia es potente, y los actores trasmiten empatía, sino porque cada plano está compuesto como una obra pictórica, aprovechando la inmensidad de las locaciones, la luz brillante del medio oeste americano y la sordidez de los personajes. Plagada de humor negro, de acción y momentos de tensión desbordante, climática, homenajea al western clásico sin por eso darle la espalda a la modernidad y a los conflictos actuales, problemas de la economía que pueden afectarle a cualquier "hijo de vecino". A la vez, es un retrato de la "América más Profunda", aquella que está arraigada a las tradiciones, con todo lo bueno y todo lo malo que eso conlleva (incluido el desprecio a las tribus originarias). Hay cierta melancolía y desolación, que se hace evidente en la construcción de los mundos personales de cada uno de los personajes, bien delineados y lejos de los estereotipos. Las dos parejas protagonistas, los hermanos ladrones, y los Rangers que los persiguen (impagables Jeff Bridges y Gil Birmingham), son historia convergentes, dos puntas de un mismo ovillo que terminan tocándose en un clímax explosivo.
Crítica emitida por radio.
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Acertadas actuaciones, gran dirección de David Mackenzie y un conciso guión dotado de sutiles cuotas de humor negro, hacen de "Sin nada que perder" un western moderno con un giro fresco y original que expone, con el oeste de Texas como escenario y la crisis financiera como trasfondo, un drama moral donde buenos y malos se confunden. Una Texas desértica y desolada, aquella América blanca, de mestizos, mexicanos e indios que eran ninguneados e insultados, es el escenario de este western moderno que ofrece una abrumadora mirada de una sociedad contemporánea decepcionada y herida, donde los bancos no se roban a caballo sino en coche, los jinetes atan sus caballos en las gasolineras y los indios regentan casinos. Sin nada que perder tiene como protagonistas a Chris Pine y Ben Foster, dos hermanos con una hipoteca que pagar para lo cual deciden asaltar las pequeñas sucursales del banco al que deben, convirtiéndose en forajidos a los que un veterano sheriff a punto de jubilarse y su compañero, interpretados por Jeff Bridges y Gil Birmingham, respectivamente, se obsesionan en darles caza. David Mackenzie, que parece inspirarse en gran medida de los hermanos Coen, se nutre de un conciso guión de Taylor Sheridan -el actor convertido en guionista que debutó el año pasado con Sicario- y pequeñas dosis de inteligente humor negro para dar cuenta de la idiosincrasia texana muchas veces sin necesidad de pronunciar palabra, mostrando en acciones y con sus personajes desahucios, pobreza, mala educación y un legado de violencia característico. Sin nada que perder mantiene aquello de los tradicionales western, dos vaqueros identificados como los defensores de una causa justa, abnegada y redentora convertidos en forajidos y perseguidos por un Marshall cuya ultima misión en su vida es atraparlos, y es a la vez retrato y metáfora social de una época de crisis financiera y confuso cambio, donde una línea muy delgada separa buenos y malos y ambos se alternan en cruzar. El relato permite brillar lentamente personajes rodeados por un hálito romántico y trágico, donde indios y vaqueros luchan juntos por la justicia en una causa que éticamente deben defender pero en la cual coinciden con sus enemigos.Jeff Bridges sobresale como ese sheriff de movimientos lentos, tan astuto y quejoso con comentarios racistas constantes hacia su compañero -nativo americano-, fiel a su código de honor y chapado a la antigua que se ve sobrepasado por una contemporaneidad donde aliados y enemigos se confunden.Chris Pine y Ben Foster, dos hermanos muy diferentes unidos por un objetivo en común, hacen creíbles sus personajes aunque Foster añade algunos matices finos y poderosos que realza su personaje. Sin nada que perder va equilibrando con sutileza y al ritmo de una banda sonora ecléctica -compuesta por Nick Cave y Warren Ellis-, violencia, nostalgia y reflexión, en un relato en el que familia, fraternidad y aquello de que “quien roba a un ladrón....", hará que el espectador vaya saltando de un bando al otro.
A medias western y a medias thriller de ladrones y policías, es la historia de dos hermanos, Toby y Tanner Howard, que tras la muerte de la madre roban bancos para evitar que ejecuten el hipotecado rancho familiar. Los tipos no son profesionales. Toby (Chris Pine), un divorciado que intenta recomponer relación y saldar deuda con sus hijos y su ex. Tanner (Ben Foster) acaba de volver: se ha pasado diez de sus 39 años preso. El plan de los hermanos entraña cierta justicia poética y bien contemporánea: pagar la deuda para salvar la casa materna con el dinero robado al mismo banco que la está por ejecutar. El director inglés, David Mackenzie y su guionista, el actor y director Taylor Sheridan (que escribió Sicario) desarrollan un argumento inteligente con amorosa atención a los detalles, de los que se nutre la película y que dibujan, con el aporte de la fotografía, un mapa humano del oeste de Texas, pampas áridas habitadas por gentes de armas llevar. Son esos pueblos cuya fotogenia ofrece múltiples colores y sensaciones parecidas a la soledad -un único banco, un único bar atendido por una señora malhumorada- entre caminos polvorientos surcados por coches destartalados, como el de los protagonistas. El fresco de personajes que aparecen por esos caminos enriquece y llena de gracia el fantástico guión, que estuvo en la blacklist de 2012, la lista que se publica anualmente con los libretos que gustaron pero no llegaron a producirse. Un guión cuya estructura opone a la pareja de hermanos la formada por los veteranos rangers que los persiguen, el memorable Jeff Bridges como Marcus Hamilton y su compinche, el mestizo Alberto (Gil Birmingham). Y que saca el jugo a la dialéctica entre el amor duro, filoso, que se profesan los hermanos en su diferencia, y estos policías que se soportan como entrañables jubiladas pero pueden meterte un tiro entre los ojos a trescientos metros de distancia. Hay que verlo a Bridges con respiración de epoc, trepando una colina, o molestando a su compañero con una artillería de chistes cariñosamente racistas, pero tratando con notable dulzura a una cajera mexicana. Por la convicción y verdad que transmiten sus intérpretes -a través de diálogos precisos, reveladores, a menudo desopilantes-, bien merecería la película un premio al elenco todo. No hay forma de no quererlos a estos personajes, ni malos ni buenos, mientras la película viaja entre el género clásico y la crónica de una de tantas historias de la crisis norteamericana. Y nosotros, contagiados por su humor y sus emociones, viajamos con ella.
La trama se desarrolla dentro de un ambiente rural con toques de western, tiene acción, adrenalina y se relaciona con el policial negro. Contiene un toque de los hermanos Coen y Quentin Tarantino. La historia es sencilla pero se potencia con las actuaciones por un lado: Los hermanos Howard, Tanner (Ben Foster), el hermano mayor, vehemente, impulsivo, violento, recién salido de la cárcel y Tobby (Chris Pine), el menor. Por el lado de la ley están: el experimentado y a punto de retirarse Marcus Hamilton (Jeff Bridges, su personaje esta excepcional) y su compañero mestizo Alberto Parker (Gil Birmingham). El director Mackenzie maneja muy bien los tiempos y el ritmo, tiene buenos diálogos, humor negro, momentos conmovedores, un ambiente desértico, robos, bancos, venganzas y una buena banda sonora. Un buen desenlace. Con 4 nominaciones a los Premios Oscar.
Sin nada que perder llega con cuatro nominaciones al Oscar, incluyendo el de mejor película y guion. El filme dirigido por David Mackenzie es un hibrido de géneros que honra la tradición de los policiales ambientados en el oeste de Texas. Estamos en época de los premios Oscar y la cartelera se empieza a llenar de películas nominadas a los famosos premios de Hollywood. Una de ellas es Sin nada que perder, quizás el título más desconocido hasta ahora. El filme dirigido por David Mackenzie fue ganando adeptos desde el año pasado gracias a su prematura circulación por la red y llega con cuatro nominaciones a los premios de la Academia: mejor película, actor secundario (Jeff Bridges), guion original (Taylor Sheridan) y montaje. En Sin nada que perder hay autos y camionetas y el caballo aparece sólo como un animal doméstico. El filme está ambientado en el presente y utiliza con inteligencia el personaje de Jeff Bridges para hablar del ocaso de una generación, la misma que sometió a sus ancestros indios. Marcus es un policía a punto de jubilarse y su manera de proceder es la de la vieja escuela. En Texas o se es ladrón o se es policía, no hay otro horizonte posible en una de las tierras más devastadas por la malas políticas económicas. Allí se acumulan la “basura blanca” y los analfabetos de campo, que trabajan toda su vida para pasarse la pobreza de generación en generación, como si se tratara de una enfermedad genética. Esto la convierte en una lectura pesimista del pueblo de Texas, y es aquí donde se empiezan a ver sus principales problemas. Por ejemplo, la representación del habitante promedio es demasiada estereotipada, y el personaje de Bridges es el indicador que lo confirma, ya que está al borde de lo caricaturesco. Sin nada que perder es también una película sobre los padres, sobre los hijos y sobre los hermanos. Tanner (Ben Foster) y Toby (Chris Pine) son dos hermanos muy unidos que se dedican a robar bancos. Uno de ellos es un marido divorciado que tiene dos hijos adolescentes. Los hijos son su vida y ponerle fin a la malaria económica es su objetivo principal. Las actuaciones no son sobresalientes, pero se ajustan perfectamente a la historia. El guion tiene la virtud de cruzar el western con el subgénero de robo a bancos y la road movie policial, con toques de thriller noir, y todo en el seno de uno de los lugares que en sí es otro género: el oeste de Texas. Otro elemento que le juega en contra es la pulcritud de los planos, que la acercan más al registro nítido de las series televisivas que al de una verdadera heredera del western sucio del oeste de Texas. Lo mejor de la película es su banda sonora, compuesta por Nick Cave y Warren Ellis, dos músicos que comprendieron desde hace rato el espíritu de la Norteamérica profunda (difícil no conmoverse con el rasguido desgarrador de sus guitarras acústicas). La película está bien, tiene una historia que entretiene y que cuenta con un par momentos potentes. Pero no llega con la fuerza suficiente para ganar la estatuilla dorada.
América salvaje Sin nada que perder actualiza algunos tópicos del western y los lleva a Texas en el siglo XXI, al país crepuscular y salvaje de Donald Trump. Los westerns transcurren a fines del siglo XIX en el oeste de los Estados Unidos. Hay sheriffs, indios, cowboys, caballos, pueblos con sus bares y sus bancos, llanuras resecas y prostitutas. Pero en el fondo lo que cuentan los westerns es la llegada de la civilización a un lugar que hasta hacía pocos años era una anarquía, un sálvese quien pueda; cuentan los estertores de esa época en la que si un forajido violaba a tu mujer, tenías que ir a buscarlo con unos amigos y cagarlo a tiros, quizás con la ayuda del sheriff pero no necesariamente de la ley. Los westerns mitificaron el nacimiento de los Estados Unidos. Sin nada que perder no transcurre en el siglo XIX sino hoy, en pleno siglo XXI en Texas, pero todo tiene un ambiente de western: los bares son los típicos diners americanos, están los bancos, los indios, el sheriff, los forajidos y las llanuras resecas; pero los caballos están fuera de campo -se los menciona, nunca aparecen- y los indios ya están totalmente asimilados a la sociedad liberal. Más allá de estas diferencias, el alma del western está ahí: una sociedad en la que las instituciones son débiles o inexistentes y los individuos hacen justicia por mano propia, en este caso no solo mediante la violencia sino también mediante el engaño. Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster) son dos hermanos que asaltan bancos. No son profesionales ni mucho menos: son bastante torpes, pero como los bancos tampoco son muy grandes, logran hacerse con algo de dinero. No demasiado, tampoco. Marcus Hamilton (Jeff Bridges, en un papel por el que quizás gane el Oscar) es el sheriff que -previsiblemente- está a cerca del retiro. Junto a su compañero Alberto Parker (Gil Birmingham), un descendiente de indios y mexicanos, va a perseguir a los hermanos, que torpemente dejaron demasiadas pistas en su camino. La trama es sencilla y no da demasiadas vueltas. Desde el comienzo sabemos que Marcus dará con Toby y con Tanner, aunque él tampoco parece demasiado empecinado en eso. Sin nada que perder es un neo-western o podría ser un policial pajuerano ambientado en una ciudad en la que todos duermen la siesta y a nadie le importa demasiado nada: ni al ladrón robar y escapar, ni al policía atraparlo. Luego veremos cuál es el objetivo final de los hermanos, pero en el camino los personajes dialogan con una cadencia contagiosa acerca de ese mundo crepuscular al que parecen no haber llegado las mieles del capitalismo. En uno de los primeros planos puede verse un grafiti: “tienen dinero para hacer la guerra en Irak pero no para nosotros”. Esa es la clave política según la cual hay que leer la película: un western en el país de Trump, en el que todos están abandonados por el Estado, incluso el sheriff que termina haciendo justicia usando el rifle de un ciudadano común. (Puede ser divertido hacer el ejercicio de imaginar a quién votó cada personaje: todos a Trump, desde el ladrón hasta el sheriff, pasando por los camareros y los cajeros del banco; quizás Tanner no haya ido a votar, ¿pero a Hillary? Nadie.) Como todo buen western, Sin nada que perder termina con un duelo. Pero en este caso no es un duelo de pistolas sino de lenguas: héroe y antagonista -pero no es claro cuál es cuál- se tiran dardos verbales para cerrar una película perfecta, crepuscular, pequeña, árida, que captura como pocas el espíritu de los westerns clásicos. La semana pasada pudimos ver La La Land: Una historia de amor, que intenta imitar los musicales clásicos sin actualizarlos y en el camino, como inevitablemente pertenece al siglo XXI, se derrumba pese a la picardía de su director Damien Chazelle. Sin nada que perder es cómo sería un western si el género hubiera nacido ayer, no imita los clásicos sino que se nutre de sus ideas y filosofía, los invoca como un medium y se deja poseer. Pensándola bien, no debería resultarnos sorprendente: la victoria de Donald Trump nos hizo ver que el Salvaje Oeste aún existe y vota.
PUNTAJE 75% - Crítica emitida en Cartelera 1030 –Radio Del Plata AM 1030, sábados de 20-22hs.
El western es un género que, actualmente, no tiene mucha cabida con el público en general. Westerns eran los de antes, y con algunas contadas excepciones, es un género que se quedó para siempre en la Era Dorada de Hollywood. Hay nuevas variaciones, lo que podría llamarse neo-western, y Hell or High Water entra ampliamente en ese apartado. La película escrita por el brillante Taylor Sheridan, que nos dio recientemente la excelente Sicario de Denis Villeneuve, no redescubre la rueda ni el fuego con su historia, pero la dota de personajes grises y una trama pausada pero electrizante que cautiva a la audiencia.
SEÑORES DE LAS LLANURAS En un pueblo olvidado del oeste de Texas un par de forajidos roban algunos bancos y se dan a la fuga; por su parte la policía (un par de viejos rangers) comienza a perseguirlos imaginando dónde se puede dar el próximo golpe. La anterior es la sinopsis de Sin nada que perder, pero podría ser el argumento de unas cuantas olvidadas películas de cowboys. Es que el film de David Mackenzie es un western antes que cualquier otra cosa. Ya sabemos, el género del oeste transcurre durante el Siglo XIX, la era que construyó la identidad norteamericana; y se ubica geográficamente en el territorio árido que va, más o menos, desde el centro del país a la costa de California, es decir lugares como Arizona, Texas, o Nuevo México. Allí en Texas, corazón del conservadurismo estadounidense, transcurre la historia de los hermanos ladrones Tanner (Ben Foster) y Toby Howard (Chris Pine) y los viejos policías Marcus Hamilton (el monumental Jeff Bridges) y Alberto Parker (Gil Birmingham). En la construcción de estos cuatro personajes y sus vínculos está un poco la clave del éxito del film de Mackenzie: hay una serie de redenciones, remordimientos e injusticias que ponen en discusión la moral y ética; aquí la justicia la resuelven los hombres ajustando cuentas, y si es necesario a los tiros. Es que al igual que en cualquier western, el Estado nacional junto con sus leyes y normas parece no alcanzar al territorio donde transcurre la ficción. En el Siglo XIX la razón era que el país estaba en plena construcción y normalización; en el Siglo XXI el Estado ha cedido al poder de las corporaciones por lo cual la población está a merced de los bancos y la usura infinita. Mackenzie no sólo se queda en ofrecernos un western actualizado de colores pastel y tono seco, aprovecha una cantidad de recursos de otros géneros que ayudan a que Sin nada que perder nos deje cierta sensación de extrañeza. Porque por momentos el western cede frente al policial, la buddy movie o incluso a la road movie pasando por el drama indie. Podríamos señalar el excesivo subrayado que el director aplica a la realidad social retratada en su película, parece que todos los personajes de reparto estuvieran ahí para decir una línea en contra del sistema bancario, que por otro lado es cierto que es injusto y sádico. De hecho, quizá esa crítica un tanto superficial y políticamente correcta al sistema económico estadounidense sea la razón de que esté nominada al Oscar a mejor película. De todas manera, lo que despeja toda duda acerca del valor de Sin nada que perder es su utilización del humor. Un humor que descoloca, que nos quiere hacer reír cuando no nos predispuso para eso. Un humor efectivo e incorrecto que, por ejemplo, nos obliga a reír de una cantidad de chistes racistas que el personaje de Bridges utiliza para burlarse de su compañero interpretado por Gil Birmingham, y que son fundamentales para entender el vínculo entre ambos, una relación que, de paso, recuerda a la de la pareja protagonista de Más corazón que odio (The searchers, John Ford, 1956) interpretada por John Wayne y Jeffrey Hunter. Sin nada que perder es una película que acumula una cantidad de decisiones arriesgadas de su director que pueden llegar a descolocarnos en un principio, pero también es de esos films que saben sobrevivir al análisis posterior con el cual nos damos cuenta que es muy buena.
Cuatro nominaciones al Oscar –incluyendo mejor película y guión– recibió esta extraordinaria mezcla entre western y policial acerca de dos hermanos que roban bancos en el Oeste de Texas y los dos policías que los persiguen. Con grandes actuaciones de Jeff Bridges, Chris Pine y Ben Foster, la película hace recordar a los mejores exponentes del cine de género de los años ’70. Amanece en un pequeño y dormido pueblo del Oeste de Texas, la misma zona –potencialmente violenta, salvaje, visiblemente quedada en el tiempo y plagada de ciertos arquetipos– que vimos en la reciente ANIMALES NOCTURNOS. Gente que porta armas 24 horas al día y no teme dispararlas, que toma botella tras botella de cerveza en los porches de sus casas campestres (“nadie se emborracha con cerveza”, dice un personaje cuando otro le advierte que debe manejar), que desconfía de la autoridad y que, muy probablemente, años después de lo que se relata en SIN NADA QUE PERDER, haya votado a Donald Trump. Al borde de las rutas, señales de la crisis inmobiliaria de 2008, con sus casas abandonadas y sus carteles ofreciendo créditos para pagar deudas. Siglos atrás, corazón del territorio comanche. En medio de esa calma de pueblo olvidado dos hombres enmascarados entran al banco más triste del mundo y lo roban. Quieren solo el cambio de la caja, nada más. Se suben a un auto y salen a toda velocidad. Un rato después hacen lo mismo en otro banco. Aquí sí hay una persona que les dispara al irse pero todo es muy veloz y vuelven a salirse con la suya. Los ladrones en cuestión son hermanos: Toby y Tanner. El primero (Chris Pine, con look Marlboro Man) es, claramente, el menos experto e incómodo de los dos. El otro (Ben Foster, en un papel hecho a medida) es un ex presidiario que sabe muy bien lo que está haciendo y, a diferencia de su hermano, parece disfrutarlo. Lo que no sabemos bien es cuál es su plan, ya que son muy insistentes en no tomar más dinero que el de las llamadas cajas chicas (“Nada de billetes encintados”, le dice Tanner a una de las cajeras) y se ocupan de enterrar el coche tras cada atraco y cambiarlo por otro. Estamos en un territorio de western, de policial clásico que parece remitir a modelos clásicos del cine norteamericano. SIN NADA QUE PERDER hace una interesante operación/conjunción entre dos modos de acercarse a ese universo: el policial más puro y duro de acción de los ’80 y el un tanto más reflexivo y “temático” de los ’70. Entre Sam Peckinpah, Sidney Lumet y Walter Hill, con un pie en las novelas de Jim Thompson y otro en las de Larry McMurtry, la película del británico David Mackenzie (HALLAM FOE, STARRED UP) con guión de Taylor Sheridan (SICARIO) opera como un perfecto thriller de acción y suspenso pero también explora en profundidad a un grupo de personajes atravesados por problemas personales y enfrentados a la citada crisis económica. Y hasta se hace espacio para el humor y para reflexionar sobre la conflictiva historia de un lugar atravesado por el racismo, la violencia y la expropiación de la tierra. Los otros dos personajes del filme son sus perseguidores: dos policías de los Texas Rangers encargados de encontrar a los culpables de estos robos. Marcus (Jeff Bridges, cuya presencia aquí acumula ecos de varios de sus filmes de los ’70) es el clásico agente de la ley a punto de retirarse que conoce el paño de memoria y se da cuenta que estos no son ladrones convencionales. En su tarea lo ayuda Alberto (Gil Birmingham), que es mitad comanche/mitad mexicano y con el que tiene una relación de esas que parecen de maltrato pero en realidad son puro afecto y compañerismo. Marcus se burla de él y lo fastidia (sus comentarios son claramente racistas aunque dichos como al pasar), pero todo en un tono humorístico que deja en claro que se necesitan el uno al otro. Como Marcus se da cuenta, los hermanos tienen un plan concreto para hacer lo que hacen pero es mejor no revelarlo aquí. Sus robos tienen un sentido, si se quiere, ético (los carteles al costado de la ruta que hablan de deudas y crisis no están ahí porque sí) y un deadline cercano, lo cual pone a los personajes en un movimiento contrareloj perpetuo. Pero la lógica y el formato del “operativo” es complicado de llevar adelante con precisión. Toby es el necesitado organizador y Tanner su ayudante experto, y la trama los llevará a cometer otros robos, siempre con el viejo sabueso Marcus tratando de predecir cada uno de sus movimientos. SIN NADA QUE PERDER funciona como un thriller clásico con aroma a western pero también como una retrato lleno de empatía hacia todos sus personajes. Raro es el policial que no pone al espectador de uno de los lados de la balanza, pero Mackenzie no lo hace nunca. Y aunque Tanner sea lo más parecido a un sociópata que tiene la película, el motivo de sus acciones lo vuelve redimible. Lo mismo sucede con Marcus: uno debería, en los papeles, preferir que el policía racista texano no logre cumplir con su misión y permita a los hermanos salirse con la suya, pero hay un carisma y un profesionalismo en cada uno de sus pasos que es imposible no ponerse también de su lado. La película recorre escenarios y hasta situaciones similares a las de SIN LUGAR PARA LOS DEBILES, el filme de los hermanos Coen basado en la novela de Cormac McCarthy, pero aquí no hay lugar para el cinismo ni para grandes discursos. De hecho, los “grandes temas” que la película pone sobre la mesa (el rol de los bancos en la crisis, las familias quebradas, la historia violenta de Texas, la persecución de los comanches) suelen aparecer en comentarios casuales, hasta graciosos. El clima del filme se construye momento a momento, escena a escena, y Mackenzie pone tanta atención en las situaciones en apariencia intrascendentes (dos mozas de muy distintos bares brillan en sus breves roles) como en las más propulsivas: los robos, las persecuciones, los tiroteos. Y la música incidental de Nick Cave y Warren Ellis, que incluye canciones de Townes Van Zandt, Waylon Jennings y Chris Stapleton, entre otros (ver playlist abajo), es otro aporte sin el cual la película no tendría el mismo peso elegíaco. SIN NADA QUE PERDER es una película modélica, un ejemplo claro de que se puede hacer un cine popular e inteligente, potencialmente masivo pero no banal, relatos de suspenso y acción que no subestimen al espectador ni lo obliguen a desconectar la mitad del cerebro antes de entrar a la sala. Viendo la película fluir parece hasta sencillo pero por las poquísimas veces que aparecen filmes así, evidentemente, no lo es.
Le alcanzó con haber sido el Dude de El gran Lebowski para transformarse en actor de culto, megaestrella de la cinefilia internacional y a la vez intérprete reconocido. Eso sucedió hace dos décadas y hoy, ya en sus 60, Jeff Bridges se da el gusto de ganar premios, recibir elogios más o menos desmedidos y de paso cosechar luego de una carrera siempre interesante. En este caso el paso adelante es Hell or High Water, mezcla de western con film de gángsters que nos muestra a don Jeff como el hombre de la ley en un pueblo del polvoriento sur estadounidense. Hasta su región llegan dos hermanos en busca de dinero fácil (efectivos en su cancherismo border Ben Foster y Chris Pine) a través de robos exprés a bancos de la zona, de a uno por pueblo y en todos los casos de la misma firma. Bridges, en su rol de Marcus Hamilton, pone todo el perfil sureño al asador y logra una composición notable, incluso pese a los recurrentes chistes sobre la próstata, la jubilación y otros tips de estos años a los que recurren los guionistas de Hollywood cuando tienen en un elenco a algún veterano de la actuación. La trama avanza entre los tiros y frases de hermanos de sangre que se lanzan los ladrones y las picantes conversaciones del sheriff Marcus con su compañero, el oficial Alberto Parker (el actor de origen comanche Gil Birmingham). Así es que se llega hasta un potente clímax en tiempo de balas repicando en el piso y pegando de lleno en el blanco del cine de género. David Mackenzie, director que viene de producciones casi independientes para los presupuestos habituales de Hollywood, se revela aquí como un realizador de pulso firme, que se lleva bien con el clima polvoriento y planta personajes bien delineados en pantalla. Y la intensidad la pone en desdibujar líneas morales, lo cual, sin mayores brillos, le suma a la trama y al resultado general. Bonus track: el film tiene 4 nominaciones al Oscar; Mejor Película, Mejor Guión, Montaje y Mejor Actor Protagónico (Jeff Bridges, serio candidato).
Hay un famoso dicho que reza: “Ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón”. Podría decirse que de esta premisa parte Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016) que acaba de ser estrenada en las salas argentinas. Desde que la película comienza, la cámara entabla una complicidad con nosotros, los espectadores. La primera escena reconstruye el recorrido diario de una de las encargadas de un banco. Las imágenes se desplazan con fluidez para tentarnos, incluso; tentarnos a seguir observando y ser consumidos por la emoción. Después, con el desarrollo de la trama, y mientras conocemos a Tanner (Chris Pine) y a Toby (Ben Foster), caemos en cuenta de que también está siendo empleada la inteligencia en este plan, y no por llevar a cabo un robo, sino por cómo llevarlo, a quién perjudicar al final en todo esto. Esta historia, donde los hombres están tan presentes, no exuda un machismo como sería de esperarse. Mackenzie no se intimida en mostrar el cuerpo desnudo del hombre a las puertas de su retiro en el caso de Marcus (Jeff Bridges), en contraste con la energía sexual de Toby o la calma de Tanner. Cada uno tiene su temor que lo acompaña. Y aunque los roles de las mujeres son circunstanciales, dejan en claro su valor en la trama. Tienen cierta tristeza en sus ojos, aún la camarera, quien es la más animosa. A fin de cuentas, esta historia texana muestra todas las aristas de un robo, y no solamente desde el punto de vista de los perseguidos y los perseguidores. Tampoco olvida que todo robo viene dado por la presión que ejerce el contexto económico. No se trata de víctimas aquí, sino de personas que intentan subsistir. Todos lo intentan desde su trinchera. Como curiosidad, la película acaba de ser nominada a cuatro Oscars: Mejor Película, Mejor Actor de Reparto para Jeff Bridges, Mejor Guión Original para Taylor Sheridan y una muy merecida para Mejor Edición. Es improbable que gane en alguna de estas categorías, pero son nominaciones donde la película adquiere valor. Los giros de la trama son contados con precisión y el elenco, encabezado por Bridges, se amalgama con naturalidad.
Pasatiempo. La idea de tiempo es inexplicable, ya lo sabemos. Nos es imposible de definir con exactitud al tiempo. Pero sí, tal vez, lo podemos sentir. Podemos sentir que Sin Nada Que Perder es una película lenta. Lenta jamás es sinónimo de aburrida. Piénsese en un baile lento. Tal vez signifique llegar a lo sexual más rápidamente. Por eso, la lentitud, no necesariamente se debe pensar como un error. Pensar lentamente tampoco es un defecto. Tomarse el tiempo necesario, significa automáticamente darse el tiempo para pensar. Lo automático significa necesariamente la ausencia de tiempo para pensar. Necesitamos de tiempo para poder tener nuevas ideas. Aquí, el Texas Renger Marcus Hamilton (Jeff Bridges) intenta atrapar a dos ladrones de bancos en Texas. Detectives pueblerinos buscan a fugitivos pueblerinos. Por eso los tiempos se aletargan. Cada ser humano vive con la velocidad de las costumbres de su entorno. Que Marcus trabaje y piense a otra velocidad no significa que los delincuentes le saquen ventaja. Así, estos tiempos dilatados, nos dan herramientas para seguir atentamente los razonamientos de los personajes. Podemos disfrutar las justificaciones de los hechos que se suceden. Podemos entender y divertirnos con la trama socioeconómica que se pone en juego en la película. De esta manera, en Sin Nada Que Perder, las imágenes, las acciones y el montaje van tomando un ritmo pausado. Acompañando la particularidad de sus personajes. Todo se amalgama en varios niveles, mezclándose en el mismo compás. El personaje de Jeff Bridges, es un héroe patético, que en la ficción no será recordado por nadie, pero que para los espectadores será difícil de olvidar, por más que el tiempo pase.
Atracos, desamparo y balazos en una Texas desolada y polvorienta “Qué es robar un banco después de los que ellos nos han robado”. El mensaje suena furioso y resignado en medio de una Texas polvorienta donde los carteles del camino sólo anuncian créditos y deudas. Pueblitos afligidos y sin salida, y pobladores aburridos y desolados le ponen clima, aridez y melancolía a esta película magnífica, socarrona y testimonial, que nos trae cuatro personajes inolvidables y sobre todo la cara de la crisis desde la mirada de un aburrido vecindario que ve a los ladrones con la misma simpatía con que ven a a los policías. Western de la nueva época, con las 4x4 remedando a las cabalgatas justicieras, con diálogos perfectos y elocuentes que están allí para dar información sobre el lugar y sus criaturas, como debe ser. Dos hermanos se largan a robar bancos. Lo que buscan es saldar una hipoteca. Uno de ellos salió de la cárcel. El otro está esperando poder ponerse al día con esos bancos que lo dejaron sin nada. Quiere dejarles a sus hijos un mejor futuro, “porque aquí la pobreza es como una enfermedad que se transmite de generación en generación”. Enfrente tienen a dos rangers que están de vuelta. Un sheriff (magnifico Jeff Bridges) y un descendiente de comanche, los que fueron “señores de estas llanuras”. Hay mucha humanidad en estos cuatro tipos que copian a su paisaje, seres desolados, sin horizonte, puestos al costado de la ruta. Guión perfecto, acción, pincelazos sutiles. Cine de alta escuela, intenso, llevadero, sin tiempos muertos, con ese buen hermano que se juega todo por el otro, con otros personajes fuera de lugar y tiempo y ese sheriff que antes de jubilarse necesita alguna historia caso que le dé sentido a su recorrido. Hay acción, hay humor, hay diálogos certeros y sabrosos apuntes sobre el lugar y su gente. Un western de la nueva escuela que tiene un único villano: esos bancos que se van quedando con todo.
Sin Nada Que Perder, la nueva película de David Mackenzie, una de las nominadas al Oscar a Mejor Película. Los hermanos Tanner y Toby Howard (interpretados por Ben Foster y Chris Pine) cometen una serie de robos a la misma entidad bancaria en distintos pueblos de Texas. Lo que los lleva a cometer esos delitos es obtener dinero para salvar una granja que han heredado, acuciada por la usura de los bancos. Aparecen en escena quienes investigan estos atracos, Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y Alberto Parker (Gil Birmingham), dos Ranger de Texas que seguirán las pistas que van dejando los primeros en su raid delictivo. El guión de Taylor Sheridan, responsable de Sicario, deja en claro que los verdaderos criminales de este relato son los bancos, como nuevos villanos en el cine. Instituciones que son salvadas por el Estado en caso de colapsos económicos pero que son empresas que, con letra chica e intereses abusivos, dejan más víctimas y daños colaterales que las producidas por la delincuencia. La película bajo la dirección del escocés David Mackenzie muestra el robar como un hecho con cierto romanticismo, la puesta en escena del dicho “ladrón que roba a un ladrón…”, con una descripción descarnada y desencantada del presente, con conciencia de que el género de robo a banco siempre tuvo un atractivo del suspenso asociado a cierta noción de acto de justicia. Porque en este caso no se trata de perfectos planeamientos, sino de episodios realizados con cierta torpeza y desesperación. Los distintos contrapesos de los cuatro personajes principales: un hermano ex convicto, dispuesto a todo; otro presionado por las circunstancias, separado y con dos hijos varones; un sheriff próximo a jubilarse de mala gana, que descarga su mal humor con dardos verbales plagados de racismo y su compañero indio, se destacan por sus balanceados matices. Humor negro, persecuciones, tiros, pintura social en paisajes polvorientos, cafeterías con camareras de antología y tipos que han cambiado el caballo por camionetas 4×4, que hacen uso y abuso de la portación legal de armas, chistes racistas y tensiones sociales son los elementos con los que se vale Sin nada que perder, que ayudan a saber quiénes son los votantes de Donald Trump y confirman lo que todos sospechábamos: que hay otra USA, además de la retratada en las grandes ciudades, como New York, Los Angeles o Chicago. Las melodías hipnóticas de Nick Cave y Warren Ellis acompañan a la perfección los aires desolados de los paisajes desérticos y pueblos solitarios de Texas. Las excelentes actuaciones tienen sus puntos altos en un Jeff Bridges colosal y el mejor trabajo hasta la fecha de Chris Pine, más dos actrices que resaltan en los breves momentos en que aparecen: Margaret Bowman y Katy Mixon. Se sabe, no hay papeles pequeños para grandes intérpretes. Sin nada que perder es la representación perfecta de lo que debe ser un western moderno, situado en el presente. Con su guión casi de orfebrería, tensión que no decae ni abruma y un ritmo creciente que deriva en resoluciones lógicas y coherentes. Una sencillez apabullante en la suma de detalles y que derivan en una de las películas más redondas del panorama actual.
En una Texas dorada por el sol y fotografiada hasta su máximo de belleza, dos hermanos se dedican a robar bancos. Son robos pequeños, algo torpes incluso, que se concentran solo en el cambio y dejan los billetes grandes. Hay algo de euforia y de locura en la forma en que los dos festejan al final de un golpe, algo de esa alegría del robo como justicia contra los poderosos que construyó el cine, pero los golpes de los hermanos contra distintas sucursales del mismo banco son menos espontáneos de lo que parece: se trata del mismo banco que está por ejecutar la granja que heredaron de su madre, endeudada hasta el día de su muerte, pero que a pesar de todo les dejó esa tierra donde se acaba de encontrar petróleo. Sin nada que perder (2016), que tiene algo de noir y otro tanto de western -o más bien coquetea con el género desde lo visual y desde ciertas referencias explícitas, de cierta autoconsciencia que no deja de ser irritante- está escrita y dirigida por un escocés, David Mackenzie, cuya película más conocida quizás sea Perfect sense (2011), una insoportablemente solemne historia de ciencia ficción en la que una epidemia asolaba al planeta Tierra y privaba a las personas de sus sentidos, uno por uno. En ese contexto dramático Ewan McGregor y Eva Green se enamoraban al ritmo del relato en off de la actriz, poético y sentencioso. Quizás algo de esa manera de procesar el cine de género con cierta pretensión, como dotándolo de belleza desde el exterior más que confiando en su propia potencia, está presente en Sin nada que perder, que deslumbra por sus planos infinitamente pensados y posados pero puede generar el deseo de que esos golpes de belleza se apaguen para dar lugar a una narración más fluida, más preocupada por desplegar a sus personajes que por hacerlos posar contra los fondos de pantalla de la historia del cine. La película parece embelesada con su propia creación, una Texas decadente sembrada acá y allá de carteles que ofrecen soluciones a los ciudadanos endeudados, granjas semi abandonadas y las bombas que extraen el petróleo como única promesa de dar el batacazo y salir de pobres-en ese sentido, el casino cumple un papel tan importante como la tierra-. Por eso toda la aventura de los hermanos adopta matices dramáticos y urgentes: uno de ellos, Tanner Howard (Ben Foster, cargado de mohínes hasta el punto de que por momentos se tiene la impresión de estar viendo a Zack Galifianakis), está en libertad condicional y está jugado; el otro, Toby (Chris Pine), solo quiere velar por una ex esposa y dos hijos casi adolescentes que apenas lo toman en cuenta, para evitarles el destino de penurias al que parecen condenados. Obviamente la película logra que nos pongamos del lado de los hermanos y su causa, pero un sheriff interpretado por Jeff Bridges se va a interponer en el camino de los dos hasta llevarlos a un desenlace que recuerda (incluso demasiado) al de Humphrey Bogart en High Sierra (1941), de Raoul Walsh. Sin nada que perder es mejor que la mayoría de las películas, casi deslumbrante y algo caricaturesca al representar un territorio de justicia por mano propia donde todos están armados, al punto de que en uno de los golpes de los hermanos Howard, un montón de ciudadanos en camionetas persigue a los tiros a los ladrones incluso antes de que llegue la policía, y Tanner tiene que dispersarlos a fuerza de disparos de ametralladora. Entre tantas virtudes, quizás la mejor manera de explicar su costado irritante sea observar que tiene música de Nick Cave, lo que da cuenta de un modo de aproximarse a los géneros mediado por una mirada más intelectual y refinada que busca y resalta en ellos, sobre todo y antes que el sentido, la poesía.
LA TIERRA BALDIA Se dice que el graffiti expresa colectivamente lo que colectivamente se quiere expresar. Ha de ser por eso que previo a cualquier línea de diálogo se pueda leer en una de las paredes un pueblito de Texas la frase: “Tres veces en Irak, pero no hay plata para nosotros”, con la que el director explicita su punto de vista ideológico desde el vamos. ¿Quién es ese “nosotros”? Gente como los hermanos Howard, rednecks, descendientes de rancheros empobrecidos, vampirizados por hipotecas usurarias destinadas a sostener el sistema financiero. Toby (Chris Pine) es el menor de los hermanos. Viene de perder a su madre y quiere salvar el rancho familiar para dejárselo a lo que queda de su familia. Tanner (Ben Foster) acaba de salir de la cárcel y se suma a la cruzada. Es el único plan que le queda. Si en Breaking Bad Walter White contactaba a Jesse Pinkman tras hacer las cuentas y saber que solo mediante la venta de droga ilegal podría reunir el dinero para mantener a su familia antes de morir de cáncer, la estrategia de los Howard es más directa y acaso más justa: van tras las pequeñas sucursales del Texas Midlands Bank robando pequeñas cantidades de dinero para recuperar lo que les fue (legalmente, vale aclarar) quitado. Se sabe: ladrón que roba a ladrón… El dúo que le irá en zaga será aquel conformado por el ranger próximo a retirarse Marcus Hamilton (Jeff Bridges, quien ganaría con justicia su segundo Oscar) y Alberto Parker (Gil Birmingham, el Daniel Lanagin de House of Cards), su compañero medio indio, medio mexicano. La tierra baldía que comparten los cuatros hombres será el escenario de un duelo, pues encontramos en Sin nada que perder –el título que tiene en Argentina esta película- casi todos los elementos del western. Pero si este género pasó a la historia por saber registrar el nacimiento de una nación, Hell or High Water es el registro de su agonía. Neowestern, entonces, que deja ver lo que Deleuze y Guatari describen en Rizoma: “Norteamérica actúa mediante exterminios, liquidaciones internas, no solo de los indios sino también de los granjeros”. El brillante guión original de Taylor Sheridan, acompañado por una notable banda de sonido a cargo de Nick Cave y Warren Ellis, demuestra que la pareja de los “forajidos” y la pareja de “la ley” son más simétricas que antagónicas y que el verdadero enemigo es el omnipresente sistema financiero que está en las piedras y en el aire, y contagia los cuerpos y las mentes de una enfermedad que es dejada estratégicamente de lado de los tratados de psiquiatría: la pobreza. Toby, Tanner, Marcus y Alberto están condenados a habitar la tierra estéril de la civilización moderna. Nada florece en el progreso y los sueños se pagan con algo más que dinero. El director inicia su noveno largo con una frase en un muro y elige cerrarla con un enfrentamiento verbal. Su apuesta por la palabra es clara. Acaso el cine sea uno de los pocos espacios fértiles para hacerle frente al fin de la historia.//∆z
Sin nada que perder parece la respuesta al what if (que pasaría si...) los hermanos Coen dirigieran un guión escrito por Cormac McCarthy. Sin embargo el guión (nominado al Oscar) es una propuesta original del actor devenido en guionista Taylor Sheridan, que ya supo mostrar sus facultades en la escritura del libreto de Sicario. Detrás de la simple historia de dos hermanos que asaltan bancos para pagar una hipoteca surge, sin demasiado que escarbar, una segunda lectura mucho más audaz que se atreve a cuestionar a la industria del petróleo y a las grandes corporaciones bancarias norteamericanas. Detrás de todo asaltante de bancos debe haber un representante de la ley. El Sheriff de turno no es nada menos que Jeff Bridges en un papel que bien podría interpretar sin leer el guión y que parece un pariente no tan lejano del Tommy Lee Jones de Sin lugar para los débiles. Un texano de la vieja escuela pronto a jubilarse que persigue a los maleantes por todo el estado tratando de adelantarse a cada jugada de los forajidos hermanos, Chris Pine y un soberbio Ben Foster en lo que quizás sea la mejor interpretación de su carrera. El director de fotografía Giles Nuttgens se encarga de mantener un tono de tensión e intriga entre tanto desierto, acompañado por los acordes de guitarra salidos de las partituras compuestas por Nick Cave y Warren Ellis. Ecléctico y trepidante, el guión nos sitúa en pueblos de Texas que nos teletransportan al viejo Oeste Americano con reminiscencia a los Westerns más clásicos de Hollywood.
David Mackenzie nos trae un neo western con atracos a bancos, incontables tiros, gran sentido del humor y a su vez un drama desolador. Desde la primera secuencia de Sin Nada Que Perder, el director dará cuenta que veremos un film con elementos que remiten al género americano por excelencia: el western. Dos hombres encapuchados, a pura adrenalina, asaltan un banco ubicado en un pueblo del sur profundo de los Estados Unidos. La destreza es poca, el apuro mucho, y es así que escapan en un vehículo robado, al que más tarde enterrarán para no dejar rastros. Esta es la presentación de los hermanos Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster), quienes se dedican a robar bancos, no por avaricia ni diversión, sino por una situación que presenta pocas salidas. Una hipoteca, de años sin pagar, apremia sobre la hacienda rural familiar. La madre de los hermanos ha fallecido y le ha heredado las tierras a sus nietos, los hijos de Toby. Por su parte Tanner salió recientemente de prisión y solo acompaña a su hermano en este plan porque lo quiere y porque desea que la nueva generación de la familia crezca sin apuros económicos. En contraparte al dúo delictivo, están los Texas Rangers Marcus (un notable Jeff Bridges) y Alberto (Gil Birmingham), que los perseguirán de condado en condado sin tregua. Marcus está a un paso de retirarse, pero el mismo oficio y el miedo a la soledad, hacen que esta opción se dilate. Como un viejo sabueso, será una especie de guía para su compañero, además de intuir todo lo que pueda llegar a suceder en la zona de los atracos. En Sin Nada Que Perder, el western se recicla y se fusiona con otros géneros como el cine de acción, el thriller y hasta el mismo drama. Los extensos planos que se pierden en la llanura del desierto y se funden con el polvo, registran la inclemencia del clima en una tierra sin ley. David Mackenzie, también, tiene la habilidad de retratar a las duplas que transitan este espacio con empatía. Ninguno de ellos es demasiado bueno, ni demasiado malo, y todos sus actos tienen un motivo de redención. De forma clásica, sencilla y austera, esta película pone en relieve, no solo una construcción narrativa impecable, sino también a una sociedad más resquebrajada que el piso estéril del propio desierto.
Un Western hoy, es imposible Sin Nada que Perder es la primer película en ofrecer (sin proponérselo) un retrato ambiental del Estados Unidos de la era Trump. El film entiende que hay algo perdido y que las medidas para recuperarlo pueden no ser las más inteligentes, pero en lugar de presentar propuestas prefiere retroceder para encontrar las posibles causas. Vanishing Point (Richard Sarafian- 1971) fue la primera en entender que la road movie tenía que ser la continuación necesaria del western pero también entendió (y ahi la clave fundamental del género) que como dijo Marshal Mcluhan por aquellos días la nueva sociedad iba hacia adelante viendo por el espejo retrovisor. Si el western fue la esperanza de fundar una comunidad (entendida también como familia social), la road movie fue la certeza en que el ser humano sólo puede evolucionar individualmente y ayudado por una maquina. Sin Nada que Perder (Hell or High Water) transita entre esas dos ideas justificándolas e intentando infructuosamente resolverlas. Vuelve sobre la historia de la road movie para rozar la superficie del western (nunca llega a abrazarlo) intentando juntar retazos que le permitan completar esa parte de la historia que se perdió hace tiempo para recomponerla. Hacia el final de dicha búsqueda (y hacia el final del film) lamentablemente se declara incompetente. Aún así, deja algunas ideas interesantes. Sin Nada que Perder vuelve sobre la historia de la road movie para rozar la superficie del western. Desde la secuencia inicial el número tres rige la composición. Los dos protagonistas, en un auto, dan movimiento a la cámara que gira alrededor de una mujer (empleada de un banco sabremos después) que con su caminar completa el movimiento que los otros (por características del espacio donde se desarrolla la acción) no pueden. Cuando la mujer enciende un cigarrillo puede leerse en una pared: “3 tours in Iraq but no bailout for people like us” (tres tours en Irak pero ninguna asistencia para gente como nosotros). Cuando la mujer se dirige hacia la puerta del banco tres cruces la esperan al final del estacionamiento. El número tres va a intentar recomponerse a lo largo del film: Los dos hermanos se reúnen justo después de la muerte de su madre, Toby tiene un hijo y está divorciado, etc. Ese circulo que forma el plano secuencia inicial cuando ambos hermanos se encuentran con la empleada del banco no va a volver a repetirse. Sin Nada que Perder tiene el balance justo entre los planos contemplativos que aseguran tener una nominación a los Oscar y la acción dramática que asegura tener una buena película.
En esta contundente película sobre dos hermanos víctimas de una economía en picada David Mackenzie, su director, se mete de lleno en la competencia más importante de premios de la industria. Comancheria en su nombre alternativo; nos brinda en sólo 102 minutos un viaje hacia la desesperación, la promesa de venganza y justicia a base de tiros y grandes actuaciones. Jeff Bridges, Chris Pine y Ben Foster dan vida a individuos que siguen sus respectivos sistemas de códigos, podemos señalar quien es el bueno y el malo, pero gracias al excelente guión de Taylor Sheridan (nominado en la terna de Mejor Guion Original por este trabajo), los grados de escala entre blanco y negro se tornan grises. HellOr High Water resulta un hibrido de dos clásicos: Heat de Michael Mann y No Country for Old Men de los hermanos Cohen, no obstante, Sheridan da un toque único que ya es una marca registrada en sus trabajos: Los personajes tienen escrito desde el comienzo su destino final (Sicario, también obra de Sheridan es el ejemplo claro). Ahora bien, lo importante en una buena película no es llegar al destino sino, disfrutar el viaje, y Hellor High Water es un flor de viaje!. Cabe destacar la excelente fotografía a cargo de Giles Nuttgens (Dom Hemingway), que muestra como los problemas económicos “infectan” la vida diaria de todo personaje en pantalla.
Mezcla de thriller, western y road movie, drama familiar y hasta comedia, "Sin nada que perder" es un producto mestizo que sale bien parado desde todos los puntos de vista que se lo enfoque. Película de bajo presupuesto del director inglés David Mackenzie y candidata a cuatro Oscar, se destaca por el trabajo de los actores, incluidos unos memorables secundarios que duran minutos, un guión sólido, suspenso y acción, y unos diálogos donde todo lo que se dice tiene sentido, hasta los momentos que desafían a la corrección política. No sobra ni falta nada y todo está dosificado con precisión incluso el humor constante y la ironía. Los protagonistas son dos hermanos, Tanner y Toby Howard, a cargo de un brillante Ben Foster y Chris Pine, que intentarán dar un desahogo a su desastrosa situación financiera, producto de una hipoteca impagable por la que perderán su campo y la destartalada casa familiar. Para eso, cuando Tanner sale de la cárcel, deciden robar pequeños bancos. Eso, según dice incrédulo uno de los personajes secundarios, ya no se hace. Y estos dos hermanos tan distintos en su carácter, sin embargo lo hacen intentando no matar a nadie. Solo quieren meter la plata en una bolsa y huir a otro pueblo para volver a robar a esos bancos que en varias ocasiones el guión transforma en el malo de la película.
No es país para viejos Esta realización heredera casi directa, desde la estructura y constitución de los personajes principales y antagónicos, del filme de los hermanos Coen, ganador del premio mejor película en 2008. Casi una road movie policial, con indicios claros de western moderno, que tiene en su hándicap cuatro nominaciones a los premios de la Academia, incluyendo mejor película, claro esta. La narración abre con un paneo sobre una pared, un grafiti y nos enfrenta a la frase “Tres veces en Irak y no hay dinero para nosotros”, lo que anticipa el descontento de los habitantes donde transcurrirán las acciones. Toby Howard (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Foster) son dos hermanos, típicos yankees sureños.Tanner desheredado por la madre que acaba de fallecer, no tiene nada, un pasado que mejor no recordar, un presente esquivo, ni futuro posible. Toby divorciado, dos hijos que lo evaden, su casa embargada por un banco a punto de sustraérsela. Deciden salir a robar el mismísimo banco, para cancelar la deuda o como venganza o lo que se pueda hacer. Como dice el refrán: “Nadie roba un banco, comete venganza”. El recorrido de un par de días robando las sucursales de un mismo establecimiento, con un plan riguroso. El encargado de la pesquisa y persecución de los “malvivientes” (en el sentido más completo del término), es Marcus Hamilton (Jeff Bridges), un ranger a punto de jubilarse, secundado por Alberto Parker (Gil Birmingham), mestizo de sangre comanche y mejicana, personaje y actor. Entre ellos se establecen, desde el excelente guión, los mejores diálogos y la posición política del texto. Criticas subyacentes, y no tanto, que va desde la segunda enmienda, los derechos civiles, hasta las políticas financieras, con su explosión del 2008, todavía pagando las consecuencias, incluyendo testigos del robo del banco que sólo vieron eso, no a quienes lo ejecutaron, como si se estableciera en línea de equilibrio. Luego refrendado por las imágenes de un paisaje desolador e infecundo. Recorrido plagado de carteles tal cual el grafiti del inicio, que no hablan pero expresan. Todo con un ritmo que no decae, personajes increíbles que hacen a que el desarrollo vaya como sobre rieles y sin sobresaltos, apoyándose en una muy buena dirección de arte, fotografía incluida, y un muy buen diseño de sonido, banda musical a priori, y muy buenas actuaciones, destacándose Jeff Bridges, nominado al premio como actor secundario. (*) obra de Ethan y Joel Coen, del 2007-
Hace algunas semanas se estrenó en nuestro país Sin nada que perder, película que inexplicablemente contó con cuatro nominaciones a los Oscar –incluyendo Mejor Película y Mejor Guión Original– y que además produjo un consenso general positivo por parte de la crítica, algo que, al menos para esta redactora, resulta aún más difícil de entender. Si nos concentramos exclusivamente en sus aspectos cinematográficos, la mayoría de las nominadas este año a los premios de la Academia iban de regulares a directamente malas, pero dejando eso de lado, lo sorprendente la mayoría de críticas positivas sobre la película que nos concierne. Al parecer, la mayoría de los críticos la encontró entre muy buena y excelente, y más o menos con los mismos argumentos: que se trata de un western crepuscular que captura el espíritu de aquellos westerns clásicos, que actúa el gran Jeff Bridges, y que se está frente a una obra trascendente, que hasta recuerda a películas de Ford y de Eastwood. Mas bien estamos frente a, quizás, la primera película que explica por qué ganó las elecciones presidenciales un tipo como Donald Trump en Estados Unidos. Y desde esa línea ideológica se planta la película ya a partir de la primera escena, que muestra una seguidilla de carteles destartalados en los que pueden leerse inscripciones que aluden a la crisis de 2008 y a la guerra de Irak, mientras un auto transita por una ruta desolada hacia un pueblo fantasma, quedado en el tiempo, de Texas. Un pueblo donde la gente vive armada y borracha en los porches de sus casas es el peligroso contexto en el que los hermanos Toby (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Forster), de personalidades bien opuestas (el primero, un padre de familia bienintencionado, y el segundo, un ex convicto, ladrón de bancos y loco de remate), juegan a los forajidos que luchan contra el gran villano: el sistema bancario encarnado en el Midland Texas Bank, que está a punto de rematarles la casa. Ante este hecho inminente, ambos planean una serie de asaltos a las sucursales bancarias más perdidas en el far far west para levantar la hipoteca de su propiedad con el dinero robado. Cuando el más pirado de los hermanos empieza a perder los estribos y comienzan a llamar la atención de la penosa policía local, la tarea de atrapar a esta suerte de justicieros recae en el sheriff Marcus Hamilton, encarnado por un Jeff Bridges en piloto automático, sobreactuando la decadencia, y en su compañero mitad comanche, mitad mexicano, Alberto Parker. La intención de la película de lograr con ellos una dupla al estilo buddy movie, en la que el sheriff texano y, por supuesto, racista, le hace chistes al otro sobre su procedencia, resulta fallida y se agota en los primeros dos gags. Así de rápido se agotan las ideas también, en una narración cada vez más digresiva –vean la escena de la moza vieja y mandona que les ordena a los policías qué pedir del menú– en la que los diálogos empiezan a ocupar escenas enteras diseñadas exclusivamente para transmitir un mensaje, el de la decadencia subrayada, forzada e impuesta hasta que un punto en el que ya no es posible encontrar ni un solo rasgo fílmico, sino un montón de diálogos sobre temas importantes: el rol de los bancos en la crisis, las familias quebradas, la persecución de los comanches y la violencia en Texas. El único (anti)héroe en este lío es Chris Pine, que brinda una actuación notable: es el único que logra mantener un registro mesurado, pero no hay mucho más que pueda hacer dentro de una película que no confía en la imagen cinematográfica. Pura demagogia disfrazada de western para quienes se dejan enamorar fácilmente por planos abiertos de paisajes desérticos e imaginan espejismos de un género.
Si un objetivo tienen en claro los dos hermanos es el de pagarles con la misma moneda a aquellos cuervos que esperan, impacientes, a que se den la cabeza contra el piso. Y a ese plan lo cumplen robando en esos bancos que les robaron todo a ellos simplemente para volver a poner todo su dinero bajo la protección de esas instituciones, como para darle un toque cínico a la acción de convertirse en unos Robin Hood en botas de cuero. Pero lo cierto es que ese plan, brillante en su gesto irónico, demuestra lo poco que entiende Mackenzie la moral del western. Aquí, el peso de lo ambiguo de sus acciones es cargado por Toby, quien quiere que todo se haga de la manera más limpia y amable posible, sin matar a nadie y tratando bien a los empleados. Que quede claro: él es una buena persona que hace algo malo por buenos motivos. La zona gris de sus actos queda deliberadamente fuera del conflicto, restándole una importancia que se intuye vital para entender las formas en las que en el mundo se desarrollan el bien y el mal, que, lo sabemos, nunca son tan inconfundibles, sino que más bien se mezclan, se chocan y se contradicen aún en las más excepcionales de las situaciones. La mesera a quien le deja doscientos dólares de propina lo comprende mejor que él.
El cine necesita salir a robar bancos La película de David Mackenzie encuentra nuevos bríos, de asaltos y persecuciones. Se perfila una crítica social lúcida. Para perpetuar la tradición del gran cine, tal vez haya que volver a las fuentes. Los géneros cinematográficos están ahí, a la espera de ser retomados y refundados. Algo que sucede, irónicamente o las más de las veces, desde otras cinematografías -la oriental, como ejemplo superlativo‑ y las series televisivas. Hay excepciones, brillantes, como la misma La La Land. Sin necesidad de asumirse como un musical de Donen o Minnelli, La La Land se sitúa en su contexto, relee su género, y atisba un porvenir fílmico‑digital que es raro. Desde una premisa parecida, puede pensarse Sin nada que perder, otra película consciente del género en el que se enmarca, en este caso el western, para disparar hacia otras preguntas, acordes con una época distinta y un cine cambiante. Uno de los méritos del film del escocés David Mackenzie -con nominaciones al Oscar por Mejor Película y Guión‑ es el de actualizar su género sin mecerse en homenajes pretéritos. Y lo hace mientras arroja una mirada cáustica sobre la situación económica y social. El cine -mercancía, al fin y al cabo‑ es expresión misma de estas contrariedades. Por eso, cuando el policía comanche rememora su historia ancestral, la conquista sufrida ante el hombre blanco, y el desplazamiento que éste ha sufrido ahora en manos de los propios bancos, se plantean dos cuestiones. Por un lado, porque se remite expositivamente al poderío financiero, capaz de lograr hipotecas malsanas y miseria planificada. Por el otro, porque se dialoga con la misma historia cinematográfica americana, en donde el western ocupa un lugar nodal. En este caso, Sin nada que perder no necesita de parlamentos, sino de puesta en escena; es decir, articula los lugares comunes al western pero desde un verosímil cercano, en la Texas actual. Al hacerlo, logra dinamizar su sustancia fílmica y, por ende, al cine mismo. En cuanto a lo argumental, la historia remite a dos hermanos ladrones de bancos (Ben Foster y Chris Pine). El foco de los robos son las sucursales de una misma entidad financiera, responsable de la situación en la que viven. Pero esto es algo que la película expondrá de a poco y, lo más importante, de modo plural, al hacer trabar contacto con otros personajes, sean conocidos o extraños. La contraparte simétrica la significa el dúo de rangers dedicado a capturarles, uno de ellos con edad cercana a la jubilación (Jeff Bridges), el otro es el comanche ya referido, interpretado por Gil Birmingham, quien verdaderamente posee ancestros indígenas. Entre una y otra pareja se estructura la tensión dramática, en donde se tejen más semejanzas que diferencias, pero con las contradicciones del caso: perseguidores y perseguidos parecen roer miserias similares mientras el verdadero culpable oficia de maestro titiritero. Ahora bien, de lo que se trata es de narrar un western, así que más vale que haya calles polvorientas, atracos, persecuciones, tiroteos y piñas. Todo esto es puesto a la orden del día, en una Texas cuyos ciudadanos portan armas en el cinto, así como sucedía en el Far West. Si el enfrentamiento entre los rangers y los forajidos es el caldo que bulle, con estridencia final, lo que pareciera dar a entender Sin nada que perder es la necesidad de un llamado a la camaradería para la refundación social (o cinematográfica). Si el western es el trasfondo simbólico de esa nación sin límite geográfico que se llama Hollywood, más vale que se aúnen fuerzas y se enfrente el móvil financiero que hoy produce esas películas, las más de las veces tan lamentables. (Claro que esto no es más que una suposición). De acuerdo con las reglas, todo western culmina con un duelo. Pero el desenlace es ambiguo, nadie es demasiado heroico, nadie demasiado villano. En todo caso, quienes sí encarnan la villanía no son vistos pero sí sentidos: sus tretas financieras están, percuden, producen millones en ganancias. Una de las secuencias finales emula el clásico enfrentamiento desesperado de Humphrey Bogart con la policía en Alta sierra. Su mismo director, Raoul Walsh, volvió a filmar ese mismo guión en el western Colorado Territory, ahora con Joel McCrea. La tecla caída y rebelde de esos personajes perseguidos, que procuran su lugar, es la que toca Sin nada que perder.
Cuando se trata de analizar las nominadas al Oscar uno tiene que tener un especial cuidado: Se tratan de historias que uno tiene que mirar desde el lado de la academia, y entender (o no, en muchos casos) por qué está en el podio de las elegidas del año para llevarse el premio. Y al encontrarnos con “Hell or High Water” notamos, al terminar, que cumple perfectamente como película que entretiene y que tiene unos puntos a destacar muy sobresalientes. Ahora…¿responde a la pregunta de por qué está entre las nominadas? Creo que no, la opción más viable es que es la famosa “película chica cuya nominación es el premio” y en ese caso se lo merece. En “Hell or High Water” nos encontramos con Tanner (Ben Foster) y Toby Howard (Chris Pine), dos hermanos que viven en el estado de Texas y que, tras la muerte de su madre, se proponen atracar el mayor número de bancos de la zona en un breve periodo de tiempo. Pasando a destacar al film “Hell or High Water” es una muy buena película de suspenso, con escenas de acción muy bien articuladas y cuyo timón lo tienen la trinidad de actores excelentes que se formaron en esta producción: Chris Pine, demostrando que puede hacer muchos más que los papeles a los que lo adhieren, Ben Foster (un excelente actor con papeles tremendos) que acá se destaca de nuevo por inculcarle una personalidad de loquito a su personaje y Jeff Bridges que está muy bien por su sheriff incorruptible y que tiene grandes momentos cómicos. Por momentos la película remite a los clásicos western con escenas muy bien orquestadas en cuanto a su fotografía, planos y tratamiento de las persecuciones, con una clara influencia de muchas películas conocidas por su ambiente sucio y polvoriento. Mérito del director David McKenzie, que si bien no está entre los ternados este año su labor merece mencionarse en cuanto portal se hable de él. Si bien la trama se suelta con ligereza y nos inculca un grado de tensión muy particular creo también que la prensa mundial se fue para cualquier lado con algunos elogios exagerados que la nombraban como “la película del año”, “la merecedora del Oscar” y mucho más. Estamos en tiempos en donde cuando una buena propuesta llega al cine y maravilla a la mayoría muchos creen que debería tener premios. Nada más lejos de la realidad. “Hell or High Water” es una muy buena película con grandes toques de suspenso y digna de verse y recomendarse, pero excederse con los elogios puede causar finalmente una decepción, y quizás eso es lo que me pasó al verla. Vayan con cautela. Puntaje: 4/5
“Aprendí más sobre lo que es la sociedad burguesa, el capitalismo, etc., leyendo las novelas de Balzac que con el conjunto de los historiadores, economistas e investigadores de estadísticas profesionales de su época” Fredrich Engels Sin nada que perder (Hell or High Water) es un film que retrata a las poblaciones rurales de Norteamérica que han sido saqueadas por los bancos y las políticas económicas de los gobiernos de turno. Pero a no engañarse, Sin nada que perder es en su esencia un policial que, a través de los diálogos hace una ajustada radiografía de esa zona del país donde el racismo, la pobreza, la voracidad financiera se muestran de una manera cruda y directa.hell2 Dos hermanos blancos (Chris Pine y Ben Foster) desarrollan un raid delictivo robando bancos del medio oeste norteamericano para tratar de salvar una situación familiar, los robos convocan la atención de un veterano jefe policial a punto de jubilarse (el inoxidable Jeff Bridges) y su acompañante mitad comanche mitad mexicano (Gil Birmingham). hell-or-high-water_7Cada fotograma que vemos, cada diálogo que escuchamos parece anticipar el triunfo de Trump que supo hacer funcionar la ambulancia (metáfora peronista por excelencia) para juntar a todos los olvidados y maltratados de la gestión demócrata y hacerles creer en una nueva desilusión. Dirigido por David Mackenzie (10 de mayo de 1966), un escocés que tiene muy buenos antecedentes en películas que logran una buena mixtura de drama social y policial como Starred Up (2013). Mackenzie invierte el slogan martinfierrista: es profeta de una tierra ajena. Logra un film superior sin estridencias apostando a un sólido guión con excelentes actuaciones y diálogos donde cada detalle cuenta. Cris Pine sigue siendo ese actor inexpresivo pero funciona bien en el film quizás porque su cara se oculta una buena cantidad de tiempo detrás de un pasamontañas, Ben Foster evoluciona en cada película y Jeff Bridges es cada vez más clásico, y camaleónico, bien acompañando por Birmingham. Mirá también la nota sobre todos los nominados al Oscar 2017 Sin nada que perder, estrenada en el festival de Cannes del año pasado, acumula cuatro nominaciones al Oscar 2017 a mejor film, Actor de reparto (Bridges), edición y guión original y todas parecen justas aunque en la gran fiesta del cine del norte lo justo se reemplaza por lo políticamente correcto.
Por Lucía Salas, a favor: Primero, un regalito: https://open.spotify.com/user/11123139161/playlist/7821faJkaRQYYyCGjXi7WL ¿Qué sentido tendría hacer una remake de High Sierra (1941) de Walsh? Todos, es una obra maestra. De hecho lo hizo Walsh en 1949 en Colorado Territory con McCrea por Bogart, Colorado por California y western por policial. Mackenzie se instala en el medio de los dos: semi policial y semi western. ¿Cómo puede ser? Con un dúo protagónico que no se junta hasta el final. Por un lado un ladrón de bancos (Chris Pine), por el otro un Texas Ranger (Jeff Bridges). El primero es uno de esos bisnietos de esos viejos de Tobacco Road, viejos que estuvieron por perder la granja en los ’30 y tuvieron que hipotecar hasta lo que no tenían, que quiere sacudirse la pobreza como si fuera una enfermedad y la cura fuera robarle a un ladrón. El plan no es un sofisticado robo de bancos con explosivos y desencriptadores de contraseñas de caja fuertes al estilo siglo XXI sino el asalto a mano armada con pasamontañas en la cara como si fuera el pañuelo de un bandido del oeste que sólo es posible en esa tierra de nadie que es Texas del oeste, que es como una república aparte en la que tienen sus propios bancos y un ratio de posesión de armas de 1:1. Lo acompaña el desquiciado del hermano, un colorado que acaba de salir de la cárcel y que lo sigue a todas partes con tal de tener un poco de acción. Como le decía el médico de High Sierra a Humphrey Bogart, dos tipos que viven corriendo hacia la muerte. Los otros dos tipos que van corriendo hacia la muerte son el Texas Ranger y su compañero, un ranger de familia mexicana que tiene cara de indio al cual Bridges no para de atosigar a chistes un segundo, paciente como nadie, tiene una forma sutil y casi completamente invisible de cuidar a Jeff Bridges casi como si fuera un padre al que hay que tapar con una manta a la mañana temprano porque se quedó dormido trabajando en el sillón. Marcus Hamilton es un viejo ranger que está por pasar a su versión de muerte absoluta: el retiro. Uno de esos tipos para los cuales la vida es perseguir y atrapar criminales y esta es su última misión. Ya está viejo y poco ágil, agarrar a estos dos hermanos es quizás lo último que haga, aunque le cueste dormir a la intemperie un par de noches vigilando el banco que cree que están a punto de robar. En Hell or high water es la vida en efectivo. Los ladrones entran al banco con armas y se llevan la plata de la caja, los policías interrogan testigos y persiguen a los criminales por la ruta. La única forma de resolver el caso en con un encuentro real, en el lugar. No pueden rastrearlos, ni perseguirlos en helicóptero, sólo pueden perseguirse o escaparse o tirotearse. Los cuatro personajes andan rondando un lugar que es el centro de la mismísima nada, el único lugar en el cual todavía es posible robar un banco y salirse con la suya como si fuera 1941. Es que en ese lugar es 1941, o mucho antes. Hay vacas cortando la ruta, gente que va al mercadito a caballo, empalizadas, fuego que sale de todos lados. El estado está literalmente prendiéndose fuego y parece que ya no quedara nada más que pasar el tiempo. Eso es algo de lo que se ve todo el tiempo porque en el medio de esos dos protagonistas y sus compañeros la película tiene una especie de déficit de atención horizontal. Ese lugar parece el más plano del mundo y cada vez que alguno se sube a un auto a la película se le ban los ojos hacia los restos de lo que alguna vez fue un lugar habitable donde ahora están rematando todo, prendiendo todo fuego para sacar el petróleo, lo único que vale la pena ahora está bajo tierra y todo lo que está por encima es una ruina. El otro déficit de atención que tiene la película es personal. En esa mezcla entre el policial (la parte de la película que le pertenece a Jeff Bridges) y el Western (la que le toca a Chris Pine) que dura un par de días, con esa lógica cuerpo a cuerpo y cuerpo a tierra los protagonistas se van a ir cruzando con algunas de las pocas almas que quedan en ese páramo, como una especie de ultimo registro antes de que un pozo de petróleo agriete el suelo y se hundan todos en el centro de la tierra para siempre. Si hay algo que no resignaron ninguna de las parejas de contrincantes es esa forma de vivir que se mueve por curiosidad, herederos de una época de pasarse todo el día hablando de nada en un bar o investigando a base de entrevistas. La moza de un bar que por poco no le dispara a Jeff Bridges por sacarle los 200 pesos de propina que le dejó Chris Pine después de charlar un rato, la empleada del banco que se resiste a abrirles la caja del banco hasta el pico máximo de su mal carácter, el comanche que le dice al hermano loco que comanche significa “enemigo de todos”, la vieja que trabaja de decirles a los que van a comer al restaurant en el que está lo que van a comer y tomar, los vaqueros que se aparecen de la nada en el medio de la ruta quejándose de que es el siglo XXI y están arreando ganado para alejarlo de un incendio, el padre que aunque sabe que no puede volver a la familia vuelve todos los días a arreglar algo para ver en qué se convierten los hijos que tiene. La idea de solamente pasar el tiempo cobra profundidad porque se empieza a ver que en realidad donde parece que nadie estaba haciendo nada en realidad todos se están prestando atención entre todos y que no es que están pasando el tiempo esperando a morirse sino porque hay un verdadero placer en estar en un lugar simplemente comiendo o tomando algo, viendo si hay algo nuevo que se mueve, charlando mientras todo se hunde. Sobre todo si son dos tipos que van a robar el banco que les robó toda la vida. De a poco ese lugar deja de ser el medio de la nada y se vuelve el centro de algo, no sólo el centro de estos dos protagonistas sino de todos los que andan alrededor.
Cuando veo un film en el que la primera toma es muy buena, elaborada, con una descripción perfecta de lo que me quieren contar, pienso, ¡qué buena película que voy a ver!. Y así fue. El director David Mackenzie y el escritor Taylor Sheridan, nos sumergen en la historia de dos hermanos, Toby y Tanner Howard, que asaltan bancos, llevándose solamente el efectivo de las cajas , con un propósito concreto Y claro que atrás de ellos hay dos policías, Marcus Hamilton y Alberto Parker, muy experimentados, que van atando de a poco cabos para tratar de resolver esos asaltos en los pueblos. Pero esta película va más allá que la mera anécdota de asaltos y persecuciones. Es un relato muy íntimo entre dos hermanos, uno granjero, el otro que recién acaba de salir de la cárcel cumpliendo una condena y además una crítica al estado que se genera a partir de la posibilidad de poder tener un arma cada habitante. El relato se situa en Texas, EEU, lugar donde está permitido el uso particular de armas y en el desarrollo de la película vemos cuan peligroso es esta normativa. Excelentes actuaciones de Chris Pane ( Toby Howard ) y Ben Foster ( Tanner Howard ) como los hermanos , y de Jeff Bridges ( Marcus Hamilton ) un jefe de policía que está a días de poder jubilarse con una caracterización muy elogiable de este personaje que es digno de destacar , y su ayudante latino Gil Birmingham (Alberto Parker ) amigo inseparable de su jefe. Excelente película, altamente recomendable, con un ritmo que no decae en ningún momento, con una fotografía a cargo de Giles Nuttges que es fantástica ,capturando maravillosas imágenes del Oeste de Texas, sobre todo en los momentos íntimos del relato.
Tarde pero seguro arribó Hell or High Water de David Mackenzie (Sin nada que perder para Argentina) un filme que pone en cuestión el concepto de camaradería. Al conocido estilo “texano” la película narra la historia de cómo, una vez cruzados ciertos límites, ya no hay forma de regresar a cero. Dos hermanos, Tanner (Ben Foster) y Tobby Howard (Chris Pine) se embarcan en un raid delictivo qué busca llegar a los botines preferentemente a través de billetes de cualquier denominación (lo que haya en la caja). Encapuchados y con armas que parecen de juguete estos dos reos improvisados asaltan sucursales bancarias como si nunca hubieran abandonado sus juegos de infancia. La curiosidad no sólo se presenta ante el robo de grandes cifras en pequeños billetes, sino cuando cada vez que ingresan a una sucursal las víctimas lejos de amedrentarse buscan desafiarlos. ¿Quién podría hacerle frente a dos ladrones armados y sin experiencia? Si bien los robos ocurren en pequeños pueblos del sur de Texas, la localización pueblerina no le resta peligro a los hechos que de por sí con el correr del metraje se irán profesionalizando. A su vez, es lógico que ante el delito aparezca la ley, y ésta viene representada a través de la figura de Marcus Hamilton (Jeff Bridges) el sheriff en jefe. Notable este personaje al borde de su retiro que lleva la pasión por su trabajo en las venas, y mientras entrena al sucesor comparte con él sus secretos mejores guardados (todos aquellos pormenores de una profesión que se basa más en la astucia de la experiencia que en la prevención del crimen). Por eso, Sin nada que perder, se divide en dos grandes partes (el crimen improvisado y la ley en decadencia) que alternadas conforman la estructura narrativa de este western con una batalla entre vecinos, los maleantes y la ley que denota la espectacularidad del cine mainstream, pero con un duelo trunco. Un duelo donde hay posiciones enfrentadas a la hora del ocaso pero cuyas armas jamás dejarán escapar una sola bala. Hay una constante carga irónica que invade cada diálogo del filme y lo hace permeable. Es decir, más cercano, más real, más humano. Allá donde las posiciones antagonistas del bien y el mal se oponían de forma rígida, Mackenzie, sin embargo, propone fisuras programadas burlándose del género, pero también haciendo una crítica al estado actual de la cultura. Hoy en día todo puede ser debatido y hasta ridiculizado, inclusive cuando la vida está en peligro. Más allá del tema y las motivaciones de los personajes y el protagonista, lo que el filme viene a decir es que hay grietas sociales, políticas y económicas que el arte no puede ignorar aún, cuando de cine comercial se trate. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
Los hermanos sean unidos "Hell or high water" es una película poderosa que combina con mucha pericia el género del western con la denuncia social de un Estados Unidos que ya no es la tierra tan prometida que solía ser. Dirige el escocés David Mackenzie ("Starred Up", "Perfect Sense") mientras que el guión estuvo a cargo de Taylor Sheridan ("Sicario"), un lindo team que logró un producto intenso, duro, filoso, por momentos divertido y definitivamente entretenido. La trama se centra en dos hermanos texanos del estrato más pobre de un Texas en crisis, que ponen en marcha un plan de robos hormiga a bancos ubicados en distintos pueblos industriales olvidados de la zona con el objetivo de poder salvar el rancho familiar y darle a sus hijos algo más que una existencia ausente. Los dos hermanos están interpretados por un Chris Pine y un Ben Foster muy maduros y profesionales en su tarea. Son creíbles, son carismáticos y permiten al espectador comprometerse con su situación y dilemas morales. El policía que investiga los robos y emprende la caza de nuestros protagonistas es nada menos que el gran Jeff Bridges, que como siempre cumple y supera incluso las expectativas. El policía recio es un rol que a Bridges le sale con mucha facilidad, y aquí además le suma al personaje una personalidad sabia e intrigante. Todos los personajes de "Hell or high water" tienen de hecho esa rapidez y prepotencia del sureño estadounidense. Las atmósferas que logra Mackenzie a lo largo del film son muy buenas. De entrada sentimos esa aridez, ese calor abrazador y esa decadencia de un Texas en crisis económica, también logran transmitirnos muy bien esa soledad, esa personalidad recia y sufrida del cowboy moderno, empobrecido por la crisis industrial. Por otro lado la narración es muy buena, con algunas licencias cómicas entre medio que solo nos hacen querer cada vez más a los personajes. "Hell or high water" es un thriller dramático que engatusa, que mantiene interesado y que nos deja pensando algunas cuestiones que tienen que ver con la justicia social. Definitivamente es una película muy recomendable.
Los hermanos sean unidos. Con perfil bajo pero alta calidad llega a los cines “Sin nada que perder”, nominada a cuatro premios Óscar. ¿De qué se trata Sin nada que perder? Dos hermanos se unen para asaltar la mayor cantidad de bancos posibles en Texas, con el fin de reunir el dinero para salvar las tierras que dejó su madre antes de morir. Uno es Tanner (Ben Foster), ex convicto , y el otro es Toby (Chris Pine), divorciado y con niños. Tras ellos irán dos policías (Jeff Bridges y Gil Birmingham). Dos contra dos, en un duelo western moderno. ¿Con qué te vas a encontrar? En principio, si me decís Texas, robo de bancos, algo de western y… la verdad es que, solo con eso, es una película que no me entusiasmaría ver. Pero luego de los primeros minutos de metraje, los prejuicios estilo este-no-es-mi-tipo-de-cine-que-hago-acá quedan enterrados por completo. Porque, a fin de cuentas y más allá de gustos, el cine que se disfruta es el bueno. Y “Sin nada que perder” es probablemente una de las mejores propuestas que encuentres en pantalla este año. La película dirigida por David Mackenzie tiene un tremendo guion (nominado al Óscar y merecedor del premio), con afiladas líneas de diálogo, de absoluta incorrección política y crítica social. Si el guión es bueno, la película lleva las de ganar. El relato tiene una premisa simple pero el gancho está en la riqueza de los personajes, sobre todo en la dialéctica entre los dos oficiales: un Jeff Bridges con merecida nominación al Óscar, haciendo del jefe experimentado, y Gil Birmingham, en la piel de un arisco policía mitad comanche mitad mexicano. Los diálogos entre ellos dos valen toda la película. Los hermanos no se quedan atrás y también permiten ese juego de opuestos todo el tiempo, sumada a la picardía de “ladrones buenos”. Sí, claro que hay dosis de western en todo esto. Está la ley y están los marginales, habrá duelo sin cuenta regresiva y habrá parajes desamparados donde solo habitan cowboys. Pero lo interesante de “Sin nada que perder” es que no descansa en un convencional héroe vs villano, sino que tiene la inteligencia de plantear un dos contra dos donde no se puede tomar partido. “Sin nada que perder” ofrece una película bien construida, con una gran banda sonora y personajes inolvidables contando una historia que no da respiro. ¡No te la pierdas! Puntaje: 10/10 Título original: Hell or high water Duración: 102 minutos País: Estados Unidos Año: 2016
Me cuesta mucho ser objetiva cuando una historia me moviliza tanto como esta. “Sin nada que perder” es una montaña rusa hasta lo más hondo del alma del espectador con esta historia de un sistema hecho para despojarte de todo y el lazo inquebrantable entre dos hermanos. David McKenzie muestra con una maestría impresionante cómo orquestan un robo dos hermanos con el fin de pagar una hipoteca y poder salvar su herencia en Texas. Los paisajes siempre son cautivadores ya que nos muestran los rincones más adorados de nuestro imaginario western, pero son usados con inteligencia porque en realidad nos muestra cuán enorme y hostil es este lugar lleno de polvo para nuestros personajes. El guion, ganador de la lista negra del 2012, es uno de los elementos de más valor en la obra final ya que los personajes poseen esta característica de estar siempre al borde del abismo y sin embargo ser funcionales a pintarnos este Oeste de Texas. Sin diálogos excesivos, ni monólogos epifánicos, nos encontramos con el corazón en llamas de estos cuatro personajes: dos y dos, para mostrarnos un espejo y que no hay malos y buenos. Los hermanos Howard no tienen mucho en común. Tanner es un delincuente que apenas puede estar fuera de prisión y Toby fue desempleado de una extractora de gas. Cuando la madre de ambos muere, ya no parecen tener nada en el mundo más que la tierra que los vio crecer. Del otro lado, Marcus, un épico Ranger en la piel dde Jeff Bridges, es un hombre viudo que solo le queda retirarse de su puesto, lo que implica quedarse también fuera del sistema. Con él, Alberto, un hombre con la paciencia y el afecto para poder siempre lidiar con la pedantería de su Ranger. Entre el gato que no quiere cazar al ratón y el ratón que no tiene la confianza de poder salir victorioso, es donde se teje esta historia de diálogos contundentes y una violencia ante el hecho de sentirse un constante daño colateral. Mención aparte para la música, que se merece particular atención. Entre la camaradería y la nostalgia, estos tonos de country nos pintan el polvo del campo. Sin dudas, uno de los mejores y más crudos relatos de este año.
Sucede de vez en cuando, que, ante tanta corrección política, surge una película en temporada de premiaciones, que sigilosamente logra meterse entre las candidatas en varios rubros, incluyendo el de Mejor película; sucedió con Fargo, con Her, con Nebraska, por citar algunos casos; y es el caso de "Sin nada que perder", que, entre otras premiaciones y categorías, compiten en los Premios Oscar a Mejor Película. Su director es David Mackenzie, de quien hasta ahora en nuestro país solo habíamos visto ese paso en falso que resulta ser Amante a domicilio; pero aun en aquella, cuando el delirio femenino maduro por Ashton Kutcher se corría, podíamos ver una subtrama sobre una sociedad en decadencia moral y económica. Esa misma decadencia, mucho más explícita y corrosiva es la que expone el guion de Sin Nada que perder, firmado por Taylor Sheridan (Sicario). Tanner Howard (Ben Foster) acaba de salir de prisión y se topa con la dura realidad del contexto, las oportunidades se acabaron para todos. Decide regresar al hogar de su familia para encontrarse con su hermano Toby (Chris Pine), separado con un hijo. Mamá Howard acaba de fallecer y el plan de Toby será dejar en herencia a su hijo el terreno familiar en el que parece, hallaron petroleo. Pero hay un problema, las famosas estafas que los bancos realizaron con las hipotecas que desataron la crisis de 2009 y aun hoy pesan. Tanner y Toby deciden unirse en un raid delictivo para juntar el dinero que les permita saldar la hipoteca, y lo harán robando sumas mínimas, sin violencia mayor, en las sucursales del mismo banco que los estafó. La otra arista de esta historia estará en los dos policías, Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y Alberto Parker (Gil Birmingham), que investigan el caso del robo a los bancos e intentan darles captura a los ladrones. Las áridas locaciones de Texas servirán de contexto para desplegar una historia en la que no parece haber buenos y malos, cada uno arrastra su desgracia y puede hacer daño en busca de su salvación. El desarrollo será similar al de una road movie sin necesidad de un gran despliegue, más centrado en una correctísima creación de personajes. La historia avanza de modo lento pero contundente, haciendo que nos compenetremos con cada uno de ellos. En esta creación de personajes, las interpretaciones juegan un factor fundamental y los cuatro dan todo de sí. Entre Foster y Pine hay química de hermandad, rivalidad y dolor, son opuestos y son iguales; los actores se comunican con miradas y componen sus personajes detalladamente llevándose puros aplausos. En el juego entre Bridges y Birmingham, claramente el guion inclina la balanza hacia Bridges quien compone a un policía a punto de retirarse, rencoroso, xenófobo e irascible, actuando como una suerte de comic relief tan efectivo como incómodo; el actor de Trom lo compone con esa naturalidad tan propia desde su creación para Crazy Heart. Birmingham actúa como co-equiper, y no desentona. Es difícil ponerse en el lugar de Tanner y Toby, su justicia hará sufrir a otros, pero también, en su camino, ayudan a quienes se encuentran pasando circunstancias similares a las de ellos, actuando una suerte de redención invertida. Asimilarlo al film argentino de Marcelo Piñeyro que da título a esta reseña no costará demasiado, aunque en el caso de los personajes de Sbaraglia y Alterio la balanza estaba mucho más inclinada y no se llegaba al nivel de corrosión social que presenta el guion de Sherydan. Todo es preciso, y juega su rol para que no podamos despegar los ojos de la pantalla. Desde una fotografía socia y paisajista, un montaje suave y ágil sin recaer en momentos abruptos, hasta una banda sonora que acompaña perfectamente la situación en cada momento. Simplemente no hay fisuras. Uno sale de ver Sin nada que perder con una profunda amargura, pero no por haberse cruzado con un producto fallido, todomlo contrario, porque Mackenzie y Sherydan logran traspasarnos toda la realidad palpable que quieren demostrar, de modo asertivo y contundente, sin dejar lugar para los grises y las medias tintas. Un hermoso mazazo, eso es sin lugar para los débiles, y ojalá se lleve cuento premio se le cruce por delante.