Silencios

Crítica de Marcela Barbaro - Subjetiva

Sin horizonte

Silencios se compone de varias historias. Eloísa (Marta Lubos), una mujer mayor y viuda que mantiene un comedor infantil con su amiga. Juan (Nahuel Pérez Biscayart), su nieto, carece de la presencia de sus padres, consume cocaína, roba dinero a su familia, su hermana padece trastornos alimenticios y se obsesionó con su vecina de enfrente Inés (Ana Celentano), a quien acosa telefónicamente. Inés, es soltera, vive sola y trabaja en un Instituto de recuperación capilar. Seducida por Juan comienzan una relación clandestina. El Padre de Inés (Duilio Marzio), está aislado del mundo, recluído en su departamento y extraño a la realidad. Tiene una clara indiferencia hacia su hija y finge estar bien. Vive al cuidado de una señora, Haydée (Stella Galazzi) que le roba las joyas de su esposa. En el pueblo donde vive Eloísa, hay tres jóvenes muy humildes que no tienen trabajo y viven de changas, no sólo ella les dará trabajo en su casa sino también, el cura de la zona, el padre Luis (Guillermo Arengo) empleará a uno de ellos con quien no podrá reprimir su pedofilia.

Silencios pertenece a la “categoría” de films que presentan varias historias de ficción, entremezcladas, que se irán relacionando bajo un denominador común. Primero se presentan brevemente y luego comienzan a desarrollarse. Las acciones tienen una consecuencia reflejada en el resto de las historias como un eco. Por ende, en el cierre de cada historia el final se relacionará indefectiblemente con las otras. Bajo esta misma estructura, se estrenó, recientemente otro film argentino Horizontal/Vertical de Nicolás Tuozzo.

¿Cuál es el denominador común en Silencios? Lo no dicho y la complicidad del silencio dentro de la sociedad con sus consecuencias. Ya sea en el seno de una familia, entre padres e hijos, entre un hombre y una mujer, entre un hijo y su madre y dentro de la Iglesia influenciando hacia afuera. Esos silencios serán los detonantes de la violencia contendida en cada uno de los protagonistas. Esta frustración lleva a los personajes a manifestar, no sólo un malestar latente sino a trastornos sexuales que despliegan o que reciben con una gran carga de agresividad.

Los conflictos dramáticos se desarrollan a través de un guión que no logra solidez, y el relato se vuelve arrítmico y por momentos, previsible. La cámara toma distancia y se aleja de los momentos críticos más que con discreción, con cierta falla resolutiva. La mirada de García Guevara se aleja del discurso optimista y se posiciona sobre una parte de la realidad en la que parece no concebir ninguna salida hacia el horizonte.