Silencio

Crítica de Emiliano Fernández - CineFreaks

Los acólitos y el arte de apostatar

El regreso de Martin Scorsese, luego de la efectista y sobrevaluada El Lobo de Wall Street, es una epopeya religiosa acerca de la frontera entre la gloria y la muerte en un contexto de persecuciones despiadadas que ponen patas para arriba a la Inquisición…

A pesar de que Martin Scorsese se cansó de repetir a lo largo de los años que su intención de base siempre fue construir una nueva adaptación de la novela Silencio (Chinmoku) de 1966 de Shūsaku Endō, el resultado que hoy tenemos ante nosotros a partir de este más que demorado proyecto del director -que se remonta a principios de la década del 90- posee como referencia insoslayable la primera traslación cinematográfica del libro, encarada por Masahiro Shinoda en 1971. Estamos frente a una remake escena por escena de la odisea original japonesa, salvo por un par de diferencias notables: aquí está metamorfoseado y tiene menos preeminencia el episodio del samurái y su esposa, y el desenlace -por su parte- es más extenso e incluye un remate bastante peculiar, prácticamente antagónico. Aun así, el trabajo del norteamericano es admirable porque la obra no tiene absolutamente nada que ver con la coyuntura mainstream del séptimo arte de nuestros días y su lamentable levedad.

De hecho, si consideramos que vivimos en una época dominada por el cinismo, la cobardía, el egoísmo más pueril y el lavaje compulsivo de manos a nivel ideológico por parte de una fauna de burgueses que sólo pregonan la doctrina del acomodo económico/ laboral, en el fondo Silencio (Silence, 2016) más que cerrar una suerte de trilogía sobre los sacrificios de la fe, inaugurada por La Última Tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988) y continuada por Kundun (1997), lo que hace es saldar cuentas con las “preocupaciones católicas” de Scorsese y de paso criticar ferozmente la falta de valentía, coherencia y convicción de la anodina sociedad occidental contemporánea. Más allá de la tendencia a brindar demasiada información en el inicio, a lo que se suma un abordaje individualista de la cuestión del dogma que desdibuja en parte el sustrato social, el film reivindica la relación entre el sujeto y su ideología, un vínculo que sufre reiteradamente los embates del contexto.

La historia vuelve a girar en torno a dos sacerdotes jesuitas portugueses del siglo XVII, Sebastião Rodrigues (Andrew Garfield) y Francisco Garupe (Adam Driver), que marchan a Japón para buscar a su mentor, el Padre Cristóvão Ferreira (Liam Neeson), quien supuestamente renunció a su fe en pleno Período Edo, cuando el shogunato prohibió el cristianismo porque vinculaba a los misioneros europeos con una conquista política a largo plazo. Scorsese, aquí firmando el guión junto a Jay Cocks, se hace un festín al homologar a Rodrigues con Jesucristo y al personaje de Kichijiro (Yôsuke Kubozuka), el pescador borracho que lleva al dúo a tierras niponas, con Judas. La persecución de la que son objeto los sacerdotes pone en perspectiva la necesidad de acólitos de las religiones organizadas, la estructura de solidaridad comunal que inspiran, su agenda en el ámbito hegemónico local y la soberbia detrás de esa pose en tanto “saber único y totalizador” aplicable a todo el globo.

Hasta cierto punto se puede afirmar que la película asimismo funciona como un homenaje a determinados maestros que no habían tenido mayor cabida en el cine del realizador hasta la fecha: de este modo descubrimos un martirio símil Carl Theodor Dreyer, la soledad existencial de los antihéroes de Akira Kurosawa y el surtido de dubitaciones alrededor de la religión de Ingmar Bergman. La delgada línea entre la gloria y la muerte, una vez que Rodrigues, Garupe y los campesinos japoneses que los ayudan comienzan a caer presos y a ser torturados/ asesinados, se transita -de nuevo- mediante el arte de apostatar pisando el “fumi-e”, una estampita rudimentaria con imágenes de Cristo o la Virgen María. Scorsese no teme apuntalar una epopeya sadomasoquista y extremadamente minuciosa que reconoce las debilidades humanas y la paradójica búsqueda de iluminación, una senda que lo lleva hacia el terreno de la responsabilidad para con nuestros semejantes y su suspicacia a futuro.

Si bien Silencio no logra superar al opus original de Shinoda, una propuesta mucho más nihilista y menos convalidante hacia el catolicismo, sin duda trae a colación las distintas formas de vivir la religión, no tanto en su plano pragmático e institucional (hablamos de un entramado parasitario que condenó a la humanidad al oscurantismo y a masacres eternas durante siglos), sino más bien en lo que atañe al respeto y la sed de cierre cognitivo de los hombres en relación al mundo que los rodea (la ceguera de los aldeanos contrasta con el fundamentalismo cada vez más enflaquecido de Rodrigues y el oportunismo despiadado de las autoridades japonesas con el personaje de Issei Ogata a la cabeza, Inoue, en el film de 1971 el Magistrado de Nagasaki y hoy directamente referido como el “Inquisidor”). La ausencia de respuestas definitivas y la pasividad subyacente al credo son los dos ejes de una obra muy interesante que analiza un enfrentamiento destinado a la mutua incomprensión…