Silencio

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La ecuación parece familiar: Scorsese + religión. Ya es una obviedad recordar que la filmografía del tipo está conformada mayormente por calvarios, sacrificios y otros artefactos cristianos. En el conjunto asoman algunas películas que abordan frontalmente el tema de la religión: La última tentación de Cristo, Kundun y ahora Silencio. Otra obviedad, ya que estamos: Scorsese puede extraer motivos religiosos de sus relatos de seres marginales, malvivientes y desclasados porque, al menos en lo que toca al cine (de la conciencia que se ocupen otros), el director no se muestra como un convencido pleno, sino como un creyente con dudas. La duda es lo que entrelaza el drama de sus personajes con la imaginería católica y algunos de sus mitos fundamentales. Scorsese es más humanista que creyente, la fe no es una práctica a la que sus personajes se entregan fanáticamente, sino una vía de autoconocimiento, un conflicto que mantienen consigo mismos. Silencio es más o menos eso: una variación sobre el viejo tema de la fe elaborado (una vez más) desde una mirada dubitativa, más atenta al barro de los hombres que a las promesas de la divinidad. La película sigue a dos misioneros jesuitas que viajan a una aldea japonesa con el fin de encontrar a un cura perdido y, de paso, tratar de ganar adeptos en el camino. La primera parte sugiere cierto eco, aunque en sordina, del relato de viajes: la preparación previa, los peligros del trayecto, la fascinación que despierta lo desconocido. La sobriedad de la puesta en escena no alcanza a ocultar del todo cierto cariño por el cine de aventuras y su gusto por el movimiento y la acción. La segunda parte, en cambio, gira en torno al padre Rodrigues y su lucha por mantenerse fiel a sus creencias: la película parece detenerse, hacer un alto y el diálogo pasa a ocupar el lugar que antes habían tenido los viajes. Silencio, jugando con su título, se transforma en un prolongado duelo retórico entre Rodrigues y las autoridades de Nagasaki: que si el cristianismo puede echar raíces en Japón, que si el budismo conviene más a los hombres, que si los dos credos pueden convivir. Las imágenes se vuelve el soporte de las convulsiones espirituales del protagonista: alternativamente, los hechos confirman al padre, lo obligan a replantearse su formación, lo empujan a la preservación de la vida de otros o a la inmolación. No hay nada de malo en esto: al menos desde André Bazin (aunque la idea no fuera suya), se sabe que el cine no guarda ninguna “pureza” que haya que resguardar del contacto con otros lenguajes como el teatro o la literatura. Que la palabra se haga cargo de la escena no supone ninguna pérdida, no disminuye en nada vaya uno a saber qué índice de especificidad fílmica. Lejos de la velocidad de El lobo de Wall Street o de los juegos con los géneros de La isla siniestra, Silencio remite a la mesura y la calma de Kundun, pero también con la de La edad de la inocencia. Scorsese hace gala de un rigor formal poco frecuente: cada plano parece justo en todos sus aspectos, ya sea el encuadre, la duración o la acción que captura. No hay montaje ni movimiento de cámara si la situación no lo demanda. En cuanto al sonido, hay algunos intentos más o menos evidentes de llamar la atención sobre la alternancia entre ruido y silencio, como si se quisiera reforzar el trabajo del título, pero nada demasiado sofisticado. Esa sencillez, elegante y contenida, económica, condiciona la manera en la que el director se acerca a sus personajes: así, a diferencia de otras películas, Silencio retrata calvarios y sufrimientos desde un cálculo y una distancia infrecuentes. Uno pensaría que el muestrario de pasiones que es la película manejaría otro tono, uno más encendido, que pusiera por delante el componente afectivo de los hechos, pero no, Scorsese se muestra gélido: ni las torturas, ni siquiera la muerte, están ahí para conmover ni impresionar, son solo otro aspecto cotidiano del mundo que se reconstruye. Desde el comienzo, la película comunica sus intereses: el relato de la muerte ritual de cristianos, que incluye el ser quemados vivos con agua termales, no busca la empatía del público, sino realizar una descripción casi sumaria del procedimiento. Ese tono se integra en la búsqueda global de Silencio, que en última instancia puede reducirse a la escenificación de un duelo argumental entre dos posturas y a la crisis con la fe del protagonista. La película presenta con generosidad el punto de vista japonés: los argumentos del samurai que dirige la persecución resultan convincentes, y las oportunidades que se les da a los cristianos de salvarse y evitar el suplicio son múltiples. Terminada la primera parte, la segunda se detiene en las discusiones de Rodrigues con sus carceleros: el tono es sosegado, casi contemplativo, los personajes intercambian ideas y abusan un poco de las metáforas. Debajo de ese contrapunto, el relato traza otra línea divisoria: la pobreza material e intelectual que gobierna la vida de los fieles que arrean Rodrigues y el padre Garupe contrasta con la riqueza y el buen vivir de los jefes japoneses. Esa corriente subterránea recorre una buena parte de la historia: los creyentes perseguidos se aferran a su fe tanto como a esa existencia doliente que parece sobrellevarse mejor con la promesa de una eventual vida ultraterrena. Rodrigues no siente curiosidad por el budismo, sus prácticas o saberes, mientras que los líderes japoneses conocen bastante bien los preceptos cristianos. Un personaje renuncia a su fe y vive una vida de bienestar dedicada a la investigación científica: parece irle bastante mejor después de haber apostatado, pero Rodrigues sigue retenido por sus dogmas y es incapaz de concebir un mundo diferente al que dictamina su credo. En ese ir y venir sutil, sin estridencias, la película explora la pasión de un hombre que duda. Un drama antropológico más que místico, hecho a escala humana.