Silencio

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Llevando la fe al otro lado del mundo.

La nueva película del director de Taxi Driver viene a conformar un postergado díptico con La última tentación de Cristo.

La crónica de cómo, a mediados del milenio pasado, los portugueses lograron instalar en territorio japonés –junto con el uso de las armas de fuego– la doctrina de la fe cristiana figura en todos los libros de historia de manera detallada y precisa. La consecuente y férrea proscripción de la práctica de esa religión sería uno de los ejemplos más notorios del aislacionismo casi total que el gobierno japonés pondría en marcha de allí en más y durante varios siglos. Ese trasfondo histórico es el punto de partida de la novela Chinmoku (literalmente: silencio), publicada en 1966, en la cual Shusaku Endo narra los pasos hacia la apostasía formal de un sacerdote europeo en territorio nipón. El éxito crítico del libro hizo que el propio autor escribiera, junto al realizador Masahiro Shinoda, una adaptación que sería llevada a la pantalla en 1971. Que el texto de Endo haya llegado a las manos de Martin Scorsese aproximadamente en la misma época en la que se interesaba por otra novela con la cual posee varios puntos de contacto –La última tentación de Cristo, del griego Nikos Kazantzakis– puede ser interpretada, dependiendo del punto de vista, como una feliz casualidad o como un posible ejemplo de intervención divina.

Fiel a la cronología del libro y también –excepto un par de detalles secundarios– al film de Shinoda, el Silencio de Scorsese adquiere características muy personales cuando es visto a la luz de la obra previa del director de Taxi Driver. En particular su famosa adaptación de La última tentación…, con la cual podría perfectamente integrar un díptico acerca de los alcances y límites de la fe (al cual se podría sumar como satélite Kundun). El protagonista, un padre jesuita de apellido Rodrigues (interpretado con larga barba de ocasión por Andrew Garfield), parte desde Macao acompañado por otro sacerdote, el Padre Garupe (Adam Driver), hacia las costas de Japón. Las misiones son dos, sin orden de relevancia: continuar con la diseminación del cristianismo en las islas y encontrar al Padre Ferreira, desaparecido en acción luego de años de actividad misionera y de quien se rumorea le habría dado la espalda a la Iglesia. Resguardados en una cabaña rural, protegidos por un grupo de cristianos devotos y clandestinos, los sacerdotes inician sus actividades religiosas atentos a la posible llegada de los soldados del señor feudal de la zona, encargado de recolectar los impuestos y de cazar a los seguidores de la fe prohibida.

Lejos del estilo adrenalítico de algunas de sus películas más reconocidas, Scorsese opta aquí por un tono reposado: tanto la longitud de algunos planos como el montaje siempre preciso de su colaboradora Thelma Schoonmaker evidencian la búsqueda y no la imposición de un estilo acorde a la historia. Dividido claramente en dos mitades, es precisamente luego de la brutal ejecución de tres campesinos (entre ellos Mokichi, interpretado por el actor y realizador Shinya Tsukamoto) y el apresamiento de Rodrigues por Inoue, un poderoso samurái de la zona, que los temas centrales del relato comienzan a tomar forma definitiva. Las conversaciones del religioso con Inoue y con el traductor interpretado por Tadanobu Asano despliegan cuestiones como el choque de culturas, la relatividad de aquello que suele entenderse como verdad y, eventualmente, los límites de la práctica de la fe en un contexto poco dispuesto al ecumenismo. En ese sentido, la anunciada aparición del famoso Padre Ferreira (Liam Neeson) cerca del final adquiere la forma de una vuelta de tuerca sobre el misterioso personaje creado por Joseph Conrad, aunque aquí en el corazón de las tinieblas descansen varias acepciones de los conceptos de credo y traición.

Personaje central tanto en la novela como en ambos films, el cristiano Kichijiro hace las veces de encarnación o alegoría de Judas en el cual el propio Rodrigues puede ver reflejadas sus propias dudas, las grietas de su creencia. Pero a diferencia del regreso a la cruz de La última tentación de Cristo, el derrotero del protagonista de Silencio es bien distinto: el dogma no se afirma, sino que es puesto constantemente en duda, más allá de una última imagen bastante ambigua, dispuesta por Scorsese como cierre del relato. Como en algunas de las mejores creaciones narrativas donde la fe incontestable de un creyente es empujada hacia el abismo de la extinción, no se trata aquí de argumentar para reafirmar lo que se cree inamovible. Es testamento del interés de Martin Scorsese por este proyecto extremadamente personal que el guión no les quite peso a las disquisiciones sobre teología comparada o sincretismo religioso presentes en la novela de Endo. Que lo haga de manera estrictamente cinematográfica es una de sus más categóricas virtudes.