Siete psicópatas

Crítica de Karen Riveiro - Cinemarama

Si es que resulta viable que una película pueda estar contenida dentro de otra, no hay dudas que este segundo film de Martin McDonagh ya tenía gran parte de su esencia en el primero. Escondidos en brujas, la ópera prima del director, presentaba un mundo atraído por la ficción y protagonizado por asesinos de tiempo libre, algo así como turistas hipersensibles a quienes a los lugares y sus historias les pesaban más que a nadie. Siete psicópatas, su segundo film, no sólo mantiene intereses y formas parecidos sino que además los potencia: el jugueteo con lo ficcional se hace constante y los ambientes inspiran estructuras mismas de puesta en escena, que se amolda a los personajes a la misma vez que juega con la intertextualidad y la autoconciencia.

Tal como ocurría en Escondidos en brujas, los de Siete psicópatas son personajes perturbados y peligrosos, que asesinan pero que por sobre todo viven su cotidianeidad de seres excluidos, casi presos de un mundo más cinematográfico y televisivo que real. La premisa, de hecho, apunta a lo mismo: Marty (Colin Farrell) está escribiendo un guion sobre un grupo de psicópatas, entre ellos sus amigos Billy (Sam Rockwell) y Hans (Christopher Walken), quienes no sólo sirven de inspiración para los personajes sino que además le ayudan a Marty a mejorar aspectos de la historia. En ese proceso creativo libre y desprolijo, Siete psicópatas juega a ser el objeto felizmente manipulado de sus criaturas, y se construye a sí misma a partir de las ideas que éstas proponen. En ese vínculo inquieto y dinámico con la ficción, el film de McDonagh encuentra una de sus vetas más atractivas: los psicópatas, seres reales atrapados por sus propias mentes y la cultura cinematográfica, crean a su vez una historia, especie de sub-ficción en la que también son héroes.

Entre esas dos dimensiones están los espacios en donde el psicópata merodea, como el flaneur de un mundo extraño que no lo toca y a la misma vez le influye por demás. Si en Escondidos en Brujas eso ocurría entre las callecitas doradas y solitarias del pueblo belga, en Siete psicópatas tiene lugar entre desiertos, hospitales, autos y cementerios. Y si en aquélla la cámara se aquietaba para perderse entre los paisajes, en ésta se dejará llevar con entusiasmo por los relatos de sus protagonistas, una suerte de imaginario del cine que irrumpe y trasforma cada espacio en un ambiente de juego e intertextualidad. Así ocurre con las primeras secuencias, inevitablemente remitentes a Tarantino, o en la escena del tiroteo en el cementerio, relatada por un genial Sam Rockwell y a mitad de camino entre la parodia y el homenaje (en ésta última cabría el momento en que Christopher Walken sale a disparar desde la tumba a lo Drácula). A su vez, el relator expresa todo lo que debe ocurrir de acuerdo con su memoria cinéfila: las mujeres tienen que morir primeras, los malos cruelmente, y los animales han de sobrevivir siempre y sin excepción.

Siete psicópatas no será una obra maestra, pero sí una película vigorosa y entretenida que aprovecha sus recursos sin desperdiciar la aventura de someterse a los caprichos de sus personajes. Pero no sólo eso. El de McDonagh es un relato que toma vida a través de la imaginación y el placer de contar historias; un recorrido que atraviesa mundos de ficción y sus paisajes con libertad juguetona, tal como si fuese una película hecha por locos.