Siempre Alice

Crítica de Alejandro Noviski - La cueva de Chauvet

Siempre Alice: el olvido de las cosas

La estructura de la trama de las películas de catástrofe nos permite establecer una analogía con Sill Alice, drama cinematográfico dirigido por Westmoreland y Glatzer, estrenado en 2014. Sean de ciencia ficción o fantásticas, suelen comenzar con la aparición de un detalle anómalo, que suele confundirse con una casualidad, un error o un fenómeno natural, y que será el indicio de algo devastador. Caben al respecto dos ejemplos.

Sólo, en la guardia de su sala de investigación en Hedland, en el atlántico norte, en El día después de mañana, un científico observa que una de las boyas de control térmico del océano titila detectando una baja de la temperatura. La primer impresión es que se trata de una falla del sistema, un error previsible. Sin embargo, inmediatamente se encienden otras dos boyas. Ya no es un error, se trata del signo de la inminencia de la catástrofe.

En La guerra de los mundos, el primer indicio de la fuerza extraterrestre que ha invadido la tierra es una nube negra que está cerca de la casa de Ray Ferrier, un trabajador portuario protagonista de la película. De esa nube salen hacia la tierra una serie de rayos que en principio son confundidos con una tormenta natural.

La catástrofe subjetiva que padece Alice tiene un inicio similar. El primer olvido que nos muestra el film es perfectamente asimilable a un olvido casual. Ella está dando una conferencia ante un auditorio, todo se desenvuelve de manera natural, sólo que en determinado momento de la exposición ella tiene una laguna. Se genera un espacio de silencio, una expectativa. Momentáneamente ha olvidado una palabra, común para su disciplina, que suele utilizar, pero a la brevedad la recuerda. Distendida, incluso se permite un chiste respecto al champagne. Como las boyas del científico, ese olvido es índice de la catástrofe que está sucediendo en ella.

Alice Howland es una destacada investigadora de Lingüística de la Universidad de Columbia que padece alzheimer prematuro. En un acertado juego de ironías, a la especialista en los misterios del lenguaje –uno de los libros que ha publicado se llama “De neuronas a sustantivos”- le toca padecer la enfermedad cuyo síntoma inicial es la sustracción de las palabras a quien la padece.

Basada en una novela homónima escrita por Lisa Genova y publicada en 2007. La película narra el proceso que transita la protagonista a partir de ese nimio y fatídico olvido. De forma casi documentada, con crudeza en la presentación pero sin caer en sentimentalismos básicos, lo que se lleva a la pantalla es el registro diario de un deterioro vivencial y personal.

Si bien sabemos el final de la historia, porque en las escenas iniciales el Dr. Benjamin le aclara a la protagonista y al espectador cuál es el recorrido inevitable de la enfermedad que la aqueja, sin embargo, desde los primeros tramos, el film se permite jugar con la incertidumbre de la intriga. Al tono dramático del film el director sabe agregarle un elemento de pavor que hace que algunos pasajes nos despierten emociones propias de otros géneros.

Se promueve, en estos primeros tramos, una espera inquietante, basada en no saber el momento en que esos indicios de la enfermedad van a comenzar a desplegarse. Escenas en la que se muestra a Alice sola, desconcertada y dubitativa, temerosa ante algo inminente. Si a esto le sumamos el uso de la musicalización para determinadas escenas, el clima que se logra es ominoso.

Uno de los puntos más álgidos en este sentido tal vez sea el momento en que Alice se dispone a ir a correr por la playa con John, su marido, en una casa que están alquilando en unas vacaciones sobre el mar. Justo antes de salir siente necesidad de ir al baño. Con rebosante alegría ante el inminente paseo en común por la playa, Alice entra en la casa y se dirige al baño. Ella se detiene y se muestra confundida. La escena es desconcertante y con tintes tétricos. El espectador sospecha lo que va a pasar, Alice pareciera que también. La música acompaña un clima de desconcierto, de incertidumbre. Alice duda si subir o bajar las escaleras, baja. Luego abre una puerta, es un guardarropas. Duda. Abre otra puerta, es una pieza. Luego entra a una habitación. Se consterna. La música acompaña el clima de desconcierto. La escena termina con John acercándose porque ella se demora demasiado, y cuando la ve, observa el pantalón de jogging que lleva puesto mojado. “No pude encontrar el baño”, y llorando expresa: “No sé donde estoy”.

Con un optimismo cándido y fervoroso, Alice renueva día a día su propósito de continuar. Enternece la manera en que se aferra vitalmente a una tarea cuyo destino es la imposibilidad. Su enfermedad empeorará día a día, no hay posibilidades de retorno a un estado anterior. Sin embargo, tras cada bofetada recibida ella se reincorpora con la tenacidad y la ilusión de la primera vez. Trasmitir ese tesón vital teñido de inocencia es tal vez el mayor logro de la actriz, y posiblemente el motivo de la voluminosa identificación y empatía que el personaje genera.

En la medida que el alzheimer le sustrae sus palabras y sus recuerdos, el camino que transita es hacia su propia desaparición. Pero esta desaparición también es padecida por su familia, que va observando como su subjetividad se va extinguiendo, como si se fuera sumergiendo en arenas movedizas, y fuera cada vez más pequeña la porción de Alice que les va quedando.

Quien más se niega a esta desaparición es la hija menor Lydia. De los tres hijos es quien no ha averiguado si porta el gen de la enfermedad, y ha decidido vivir en esa incertidumbre. Si hay una escena que representa el modo en que Lydia niega lo que le sucede a su madre es el momento en que descubre que esta última ha estado husmeando en su diario personal. De manera casual, en una charla, Alice hace un comentario a su hija sobre una actuación que ésta había realizado en el teatro junto a su novio: “Tú y Malcom representaron a los mormones, ¿no? ¿Marido y mujer? Hiciste las escenas, en tu clase de actuación”. “Sí. ¿Cómo sabías eso?”, pregunta la hija. “No lo sé, debes habérmelo contado”, responde Alice. “No te lo conté”, replica Lydia. y el silencio irrumpe. “Bueno, entonces no sé como sé esto”. “Mamá, ¿leíste mi diario?”. El momento es desconcertante hasta la crueldad. Alice parece sospechar lo que ha sucedido, pero no tiene los medios neurológicos para percatarse totalmente de la situación. Sólo queda pasmada, titubeante, intentando disculparse por lo que no recuerda, como un ciego que ha dejado el rastro de barro y no puede ver en qué consiste aquello que lo delata.

A partir de allí, continúa sucediendo lo que es esperable que suceda. El deterioro de la personaje va in crescendo. Tal vez emerge para destacar una de sus últimas situaciones sociales que vive, cuando es invitada por el Dr. Benjamin a una ponencia sobre las vivencias de quienes padecen alzheimer prematuro. La enfermedad está en un punto en que debe ir tachando con fibrón los renglones que ya ha leído para no repetirlos.

Un final predecible y anunciado cierra la película de manera abrupta, generando sin embargo cierta sorpresa. Como si la obra jugara a que como espectadores estuviésemos hasta último momento esperando que lo que sabemos inevitable, pueda no suceder.