Siempre a su lado

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Vida perra.

En las películas americanas parece que la sabiduría viene siempre de oriente. Con más razón si en el asunto está involucrado Richard Gere, que, como casi todos saben, tiene contacto fluido con los lamas. Lo curioso, según se nos informa en Siempre a su lado, la película que tiene al director Lasse Hallstrom como director y a Gere como productor asociado, es que aparentemente hasta los perros orientales son sabios. El nieto del personaje de Gere cuenta la historia cuando tiene que hacer una tarea en clase que consiste en pasar al frente y discurrir sobre el tema “Mi héroe”. El cuento de la película viene así envuelto en un larguísimo flashback que se encarga de proporcionar el marco adecuado para el personaje central de la película, que con el paso de los años adquiere ribetes de carácter mítico: el perro. No se sabe bien por qué motivo, el bendito perro hace el viaje de Japón hasta los Estados Unidos y termina vagando en una noche helada por una estación de tren de provincia. Gere lo encuentra y se lo lleva a su casa. La esposa mucho no lo quiere porque en la primera noche de su estadía en la casa el perro les arruina un encuentro erótico. Pero pasados los días, al ver por la ventana al marido arrastrándose en cuatro patas, tratando de enseñarle al animal que busque una pelotita y que la traiga de vuelta, se nota que se le ablanda el corazón: la pobre mujer se olvida del sexo (ya que advierte que está viviendo junto a un niño en vez de un hombre) y consiente que se quede, qué se le va a hacer. Si de buscar y devolver cosas se trata, el perro al final no aprende una goma, no le interesa saber nada al respecto. El perro lo único que hace es acompañar a su dueño a la estación, volverse a la casa y esperarlo de nuevo a la vuelta. No parece para tanto, pero todos están asombrados con la conducta del fiel cuadrúpedo. Un amigo japonés de la familia estudia el caso y explica que su renuencia a aprender cualquier juego es parte del espíritu independiente del rope. Que el tipo hace la suya, que es un animal que tiene algo especial, algo sagrado, y que no está para andar por la vida como un pavote recuperando palitos, que para eso mejor se busquen otro cualquiera. Todo eso no lo dice enojado ni mucho menos. Cuando no están en guerra, los japoneses en el cine americano capaz que te cagan a pedos pero sin perder jamás la compostura y la sonrisa milenaria de rigor.

Pero ahora viene lo bueno (es un decir). Richard Gere se muere de un bobazo frente a una multitud de alumnos. El hombre es profesor de música y el espectador sospecha que puede haber alguna relación entre el aspecto sublime de su oficio y la conexión tan linda que supo establecer con el can. Pero nada que ver, es una pista falsa. Resulta que a partir del infausto episodio el animal sigue con su costumbre una y otra vez, a la misma hora, según pasan los años, mientras el empleado de la estación y el vendedor de panchos miran repetirse la escena acongojados. Hay un plano muy feo que lo muestra firme como una estatua al bicho, mientras el fondo va cambiando conforme se suceden las estaciones. Uno de esos días de Dios la viuda de Gere se lo encuentra en la estación y con lágrimas en los ojos le explica que la espera es inútil, que debe desistir de su actitud. Uno termina preguntándose qué diablos tenía de genial ese perro al final, y si esa fidelidad insensata no es la que prescribe el proverbio, la propia de casi todos los perros, después de todo. La verdad es que uno se sentía autorizado, en vista de la machacona postulación de la originalidad del perro que se hace durante toda la película, a pedir mucho más: quizá que la espera rindiera sus frutos y el hombre volviera a la vida. Por ejemplo. Eso no hubiera estado tan mal, como en una especie de Ordet perruna que, en tren de imaginar, se llamara El ladrido en lugar de La palabra. No ocurre nada de eso, sin embargo. La película insiste en señalar ese aspecto canino de lo más habitual como si se tratara en realidad de algo fuera de lo común. Claro, lo es pero sólo en el modo hiperbólico con el que aquí se lo presenta. Así, exagerando un rasgo ordinario, que en manos de otro director podría perfectamente producir una parodia, Siempre a su lado se las arregla para pulsar su cuerda de lágrimas y sentimentalismo y ofrecer ambas cosas a precio de saldo. Todo servido con un realismo rutinario, como el que dispone el mal cine y repite la televisión: el más apropiado para el surgimiento del llanto ( y con acompañamiento de violines, faltaba más, no vaya a ser que alguien no sepa cuándo tiene que emocionarse). Pero el colmo llega un poco antes del final, con unos planos de Gere correteando alegre por el jardín como si fuera el mismo perro quien recuerda. Súmenle la carita del abnegado animal ribeteada de nieve, esperando a su amo cuando el tipo ya hacía un rato largo que estaba viendo crecer las margaritas desde abajo. Y la mujer que le dice “estás viejito”. Sumen más: la estatua que le levantan en la estación, en pétrea posición de esperar, obvio, costeada por los vecinos emocionados en agradecimiento por haber sido ungidos con una experiencia semejante. Del sueco Lasse Hallstrom se recuerda Quién ama a Gilbert Grape. Es una película de cuando no hacía tanto que había desembarcado en Hollywood: como compartía el lugar de nacimiento con Bergman, la superstición nacional pudo bendecirlo haciendo pender sobre su cabeza una improbable aura nórdica que enseguida el propio Hallstrom se encargó de dilapidar.